JUAN CARLOS SANZ / Foto: OMAR
HAJ KADOUR AFP
La guerra de
Siria languidece desde el pasado otoño, sin que las fuerzas gubernamentales
hayan logrado avances. Las llamaradas del único frente activo reverberan en
Baguz, en la frontera iraquí del valle del Éufrates, donde fuerzas kurdas del
Frente Democrático Sirio (FDS) aliadas de Estados Unidos asedian desde hace cinco semanas el
último reducto del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas inglesas).
Centenares de
yihadistas tachados de combatientes suicidas resisten todavía en un territorio
rural perforado por túneles y sembrado de minas. Los temerarios peshmergas —“los
que afrontan en pie la muerte”, en kurdo— mantienen la distancia. Decenas de
miles de civiles han abandonado el enclave rumbo a campamentos de
identificación desde comienzos de año, entre ellos viudas extranjeras de
milicianos caídos con sus hijos en brazos y esclavas sexuales de la minoría religiosa yazidí.
El asalto
final ha encontrado una resistencia encarnizada. La lucha contra el Estado
Islámico y el yihadismo es el único denominador
común en el que parecen haber coincidido el régimen de Damasco con la
oposición, y los influyentes aliados internacionales de ambos bandos a lo largo
de ocho años de guerra.
En un
insólito bucle temporal, la pasada semana cientos de sirios airados volvieron a
echarse a las calles de Deraa contra el régimen encarnado por la familia El
Asad. Los habitantes de la ciudad que fue cuna de la rebelión el 15 de marzo de
2011 protestaban ahora contra la restauración de una estatua de Hafez el Asad,
padre del actual presidente. En el momento del estallido del conflicto, un
movimiento popular aparentemente espontáneo derribó la efigie del tirano que
masacró durante tres décadas toda expresión de disidencia.
Su hijo
Bachar llevaba ya más de diez años en el poder cuando la revuelta se extendió
como un tsunami desde su foco en Deraa (sur) por todo el país árabe. Todo
estalló poco después de que una decena de adolescentes fueran brutalmente
torturados por la muhabarat, los servicios de inteligencia
baazistas, por haberse atrevido a reproducir en la pared de un colegio las
mismas consignas de la primavera árabe que entonces acababan
de derribar en Egipto al dictador Hosni
Mubarak.
La marea de
manifestaciones ciudadanas se tornó en pocos meses en conflicto armado, en una
interminable guerra civil que parece haber ganado el régimen de Damasco antes
incluso del armisticio oficial. Bachar el Asad ha vencido, pero no ha
convencido a su pueblo ni al mundo.
Siria entra
en su noveno año de guerra marcada a sangre y fuego por al menos 370.000
muertos, decenas de miles de detenidos y desaparecidos, la escisión de un
tercio de su territorio, el desplazamiento forzoso de la mitad de sus 22
millones de habitantes y arrasada por una devastación evaluada por la ONU en
más de 300.000 millones de euros, que arroja a la mayoría de la población bajo
el umbral de la pobreza.
Tras
más de cinco años de exilio, el refugiado sirio Jalal Ibrahim relataba sus tribulaciones a EL PAÍS en
Ramza, al norte de Amán y en la misma línea de la frontera jordana, desde que
tuvo que dejar su casa en Deraa junto con su familia. “La gente —nuestros
amigos sirios, nuestros vecinos jordanos— nos ayuda en lo que puede”, reconocía
este mecánico cincuentón. “Solo así podemos salir adelante en medio de la
tragedia”.
A una decena
de kilómetros de Deraa, Jordania ha reabierto hace cinco meses el paso
fronterizo de Yaber. El puesto aduanero internacional es escenario ahora de
largas colas de vehículos en un incipiente retorno de refugiados a Siria y que
reflejan la reanudación del comercio desde países vecinos.
Los registros
oficiales constatan que en Jordania se han instalado 670.000 sirios, aunque las
autoridades de Amán creen que puede haber más de un millón. En Turquía viven
3,6 millones de sirios, y cerca de un millón se han asentado en Líbano. El Alto
Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) estima que en 2019
pueden retornar unos 250.000 de los 5,6 millones de sirios expulsados de su
país a causa del conflicto.
Deraa
permaneció en manos de los rebeldes hasta el pasado verano, cuando las fuerzas
gubernamentales se apoderaron del gran bastión provincial rebelde de sureste
sirio. El origen popular de la revuelta que estalló en 2011 contra el clan El
Asad, que acaparaba del poder desde hacía 40 años, se corresponde con el clima
revolucionario que recorrió Túnez, Egipto y Libia, entre otros países, al
comienzo de la década.
“El conflicto
no fue causado por un enfrentamiento entre suníes y chiíes, sino entre
colectivos e individuos favorables y otros contrarios al régimen”,
advierte Haizam Amirah Fernández, investigador
principal para Mediterráneo y Mundo Árabe del Real Instituto Elcano. “Cierto es
que la mayoría de los opositores eran suníes, pero también El Asad ha contado
con grandes apoyos dentro de esa comunidad”.
Las raíces
económicas de la guerra
Dos factores
clave contribuyeron a desencadenar la escalada hacia la guerra. Siria sufrió
cuatro años de sequías
devastadoras entre 2006 y 2011. Una plaga de dimensiones
bíblicas hundió la economía rural y cerca de un millón de campesinos perdieron
sus tierras cultivables. La tercera parte de la población del campo se vio
condenada a la pobreza, forzada a trasladarse a las ciudades en busca de medios
de subsistencia. La miseria fue parte el caldo de cultivo de una revuelta
brutalmente reprimida por el régimen.
La pugna por
el control de las vías de energía hacia Europa estuvo también detrás de los
intereses extranjeros que jalearon a los bandos enfrentados en la contienda
civil. En el tablero regional, Siria cuenta con una posición estratégica que
conecta el Mediterráneo, a través de Irak y Jordania, con los yacimientos de
hidrocarburos del golfo Pérsico. Tras el conflicto de fondo entre chiíes,
capitaneados por Teherán —aliados del régimen en el campo de batalla—, y las
monarquías suníes —que respaldaron a la oposición—, subyacía la injerencia de
los promotores de dos proyectos
de gasoductos antagónicos —el de Irán y el de Qatar— a
través de suelo sirio.
El Gobierno
de Damasco controla hoy cerca de un 70% del territorio del país, que incluye
las zonas más pobladas y de mayor riqueza. El régimen parece haber culminado su
campaña para dominar la llamada ‘Siria útil’: la capital, la costa y los
corredores que enlazan las grandes ciudades en su poder.
Todavía se le
resiste un territorio en forma de bumerán en el noreste del país, dominado por
las milicias kurdas Unidades de
Protección del Pueblo (YPG), coaligadas con grupos
rebeldes árabes en las FDS. Protegidas por Estados Unidos, dominan un
territorio rico en recursos: el valle del Éufrates, atravesado por el principal
río del país, y los yacimientos de petróleo de Deir Ezzor.
También sigue
activa la insurgencia suní islamista en la provincia
noroccidental de Idlib, último gran feudo opositor. Cerca
de tres millones de civiles —la mitad de ellos desplazados desde antiguos
bastiones rebeldes— se han atrincherado junto a unos 30.000 insurrectos, de los
que una tercera parte son yihadistas próximos a Al Qaeda del grupo Hayat Tahrir
al Islam.
Turquía y sus
milicias sirias asociadas se han asentado en los dos últimos años a lo largo de
una franja del norte del país —desde el cantón
de Afrin, arrebatado por las armas a los kurdos hace un
año, y el río Éufrates—, para impedir que las milicias del YPG, acusadas de
alentar el terrorismo por el Gobierno turco, controlen toda la frontera común.
“En Siria se
libra una miniguerra mundial, que está lejos de dirimirse. A
pesar de la victoria del bando prorrégimen, la paz está muy lejos de
alcanzarse. Precisamente, ese carácter de miniguerra mundial es lo que hace
altamente compleja cualquier solución política al conflicto”. resalta el analista
Haizam Amirah.
La perla del
desierto, Palmira, ciudad monumental declarada
Patrimonio de la Humanidad por la Unesco por sus
restos arqueológicos, fue ocupada dos veces por los yihadistas del Estado
Islámico. Antes de la guerra albergaba a más de 80.000 personas, de las que
ahora apenas quedan unas decenas de familias. La destrucción generalizada y la
bancarrota económica hacen inviable el retorno de la mayor parte de los
refugiados y desplazados. Infraestructuras, viviendas, escuelas, hospitales y
fábricas han colapsado tras ocho años de guerra. Es el precio pagado por la
estrategia de tierra quemada dejada por los barriles bomba lanzados desde
helicópteros del Ejército sirio y por los misiles disparados por la aviación
rusa.
El
propio Bachar El Asad, que
ve amenazada la supervivencia del régimen por la bancarrota del país, ha
reconocido recientemente que es un error dar por terminada la guerra. Ahora
teme sobre todo las consecuencias del bloqueo económico y de las sanciones
impuestas por Occidente y el embargo de los países árabes suníes.
“El bloqueo
es una batalla que se está intensificando ahora”, advirtió el presidente sirio.
Estados Unidos y la Unión Europea están estrechando el cerco al régimen con
nuevas sanciones a altos cargos, hombres de negocios, empresas y entidades. A
pesar de haber torcido el brazo del régimen de El Asad, la presión no ha
arrancado contrapartidas.
“Es preciso
definir un levantamiento gradual y selectivo de las sanciones, sector por
sector”, sostiene un estudio de Syria Comment, publicación
editada por el profesor estadounidense Joshua Landis, uno de los principales
expertos en el conflicto sirio. “A cambio, cabe exigir concesiones políticas
sobre la situación de los detenidos, el retorno de los refugiados y la
reversión de las expropiaciones forzosas que han sufrido los desplazados”,
precisa.
EE UU y
Europa ya han advertido de que no contribuirán a la reconstrucción de Siria
mientras no se reanuden las negociaciones entre el régimen y la oposición. Pero
la vía de una salida dialogada sigue cerrada por ahora, desde que Rusia, junto
con Irán y Turquía, dieron la espalda al proceso de conversaciones auspiciadas por
Naciones Unidas en Ginebra. Los tres países han
favorecido un foro diplomático propio en Astaná, la capital de Kazijistán,
desde donde han dictado las reglas de juego del conflicto en los dos últimos
años. El anterior mediador de la ONU, el veterano diplomático Staffan di
Mistura, tiró la toalla a finales de 2018 tras comprobar que Moscú, Teherán y
Ankara boicoteaban todos los intentos de pactar una reforma constitucional y
abrir un proceso electoral.
Las
sangrientas batallas marcaron hitos en los primeros años del conflicto
sirio. Ciudades enteras como Homs cayeron
en manos de la rebelión respaldada por países occidentales y árabes suníes,
mientras las fuerzas de El Asad retrocedían. La destrucción sufrida en los
bombardeos masivos para reconquistar zonas urbanas, como la de Guta Oriental
(periferia de Damasco) el año pasado, evoca la devastación causada por batallas
como la de Stalingrado, en la Segunda Guerra Mundial.
La ofensiva
del Estado Islámico a ambos lados de la frontera sirio-iraquí en junio
de 2014 alteró por completo la deriva de la
contienda. La proclamación del califato, en Mosul (norte de Irak) y Raqa
(noreste de Siria), fue el desencadenante de la intervención directa de Estados
Unidos en el conflicto. Tres meses más tarde, Washington se puso al frente de
una coalición internacional para bombardear desde el aire a los yihadistas.
Pero el avance contra el ISIS solo pudo progresar sobre el terreno gracias a
los combates cuerpo a cuerpo de la alianza kurdo-árabe FDS.
A pesar de
las reticencias del presidente Barack Obama, que intentó evitar durante sus dos
mandatos la implicación militar directa de EE UU en un nuevo escenario bélico
tras los fiascos de Afganistán e Irak, el Pentágono tuvo que acabar enviando
tropas. Hasta 2.000 miembros de las fuerzas especiales acudieron en apoyo de
sus aliados kurdos. Tras la radical decisión de Donald Trump de
retirar a todas sus tropas de Siria el
pasado diciembre, EE UU ha decidido finalmente que permanezcan al menos 200
militares en Siria.
En Israel, el
país vecino con el que Siria sigue técnicamente en guerra desde hace medio
siglo, Amos Harel, analista militar del
diario Haaretz ,considera que el
Gobierno hebreo ha jugado la baza de intentar prolongar el conflicto sirio al
máximo. “Se benefició del hecho de que los bandos enfrentados fueran también
enemigos de Israel”, explica, “por eso prefirió que se mantuvieran ocupados en
sus propias peleas”.
Mediado el
conflicto, en el verano de de 2015, el Ejército leal a El Asad se encontraba
acorralado por la rebelión y solo dominaba una cuarta parte del territorio del
país: Damasco, algunas ciudades y la provincia costera de Lataquia, de donde es
originaria la familia El Asad. El despliegue de la aviación rusa en septiembre
de ese mismo año dio un vuelco completo al conflicto. Moscú intentaba
salvaguardar sus principales activos en Siria: el aeródromo militar de de
Hmeymin y el puerto militar de Tartus, sus únicas bases en el Mediterráneo.
Los
cazabombarderos rusos cumplieron a rajatabla la misión encomendada por el
presidente ruso. La misma estrategia de tierra quemada empleada por Vladímir
Putin en Chechenia 15 años atrás para doblegar una rebelión islamista en el
Cáucaso. Sobre el terreno, la Fuerza Al Quds,
cuerpo expedicionario de la Guardia Revolucionaria Iraní, la milicia libanesa
Hezbolá y combatientes chiíes iraquíes y afganos fueron sus tropas de choque.
La intervención
militar rusa también propició otro giro radical a la guerra: la conquista de
Alepo oriental, donde la oposición llego a tener su mayor bastión urbano. La
derrota insurgente, en diciembre de 2016, fracturó definitivamente el país y
dejó al régimen sujeto a la tutela de Moscú y Teherán. Los bombardeos aéreos
rusos hicieron saltar por los aires la resistencia insurgente y brindaron a El
Asad su mayor victoria.
La caída del Alepo rebelde se
produjo precisamente durante la transición en el poder en EE UU entre la
presidencia del demócrata Obama, que había apoyado con reservas a algunos
grupos insurgentes, y la del republicano Trump, que ha circunscrito la acción
militar a la lucha contra el ISIS.
En agosto de
2013, cuando se encontraba acorralado por una ofensiva de la oposición en
Damasco, el régimen de El Asad fue acusado de lanzar un ataque con gas sarín
que causó al menos un millar de muertos en la comarca rebelde de Guta Oriental.
Entonces se libró del castigo militar estadounidense por la mediación de Moscú.
A cambio, la comunidad internacional le impuso la entrega de su arsenal
químico. Aparentemente, no todas las armas prohibidas fueron destruidas. En
abril de 2017, en la localidad rebelde de Jan Sheijun (provincia de Idlib), y
en el mismo mes del año pasado en la martirizada comarca de Guta, se repitieron
las acusaciones de ataques con gases tóxicos. En ambas ocasiones, la Casa Blanca ordenó una respuesta
de castigo con misiles.
En
la guerra civil de Siria se han cruzado todos los límites del derecho
internacional contra la población civil. La desesperación de un país arruinado
y dividido tardará generaciones en olvidarse. El Asad reaccionó de manera
brutal ante las protestas de la oposición en plena primavera árabe.
La intervención de potencias globales y regionales en el conflicto agravó la
tragedia de Siria, que se precipitó en la brecha de una guerra civil con rasgos
de contienda global. Como concluye el investigador del Real
Instituto Elcano Amirah Fernández, “el régimen ha
explotado —con gran éxito para su propia supervivencia— las divisiones
sectarias de la sociedad siria, alimentando miedos y fomentando la desconfianza
del otro”.
Tomado de El
País / España.