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25 marzo, 2019

Siria, la primera guerra mundial del siglo XXI




JUAN CARLOS SANZ / Foto: OMAR HAJ KADOUR AFP

La guerra de Siria languidece desde el pasado otoño, sin que las fuerzas gubernamentales hayan logrado avances. Las llamaradas del único frente activo reverberan en Baguz, en la frontera iraquí del valle del Éufrates, donde fuerzas kurdas del Frente Democrático Sirio (FDS) aliadas de Estados Unidos asedian desde hace cinco semanas el último reducto del Estado Islámico (ISIS, en sus siglas inglesas).
Centenares de yihadistas tachados de combatientes suicidas resisten todavía en un territorio rural perforado por túneles y sembrado de minas. Los temerarios peshmergas —“los que afrontan en pie la muerte”, en kurdo— mantienen la distancia. Decenas de miles de civiles han abandonado el enclave rumbo a campamentos de identificación desde comienzos de año, entre ellos viudas extranjeras de milicianos caídos con sus hijos en brazos y esclavas sexuales de la minoría religiosa yazidí.
El asalto final ha encontrado una resistencia encarnizada. La lucha contra el Estado Islámico y el yihadismo es el único denominador común en el que parecen haber coincidido el régimen de Damasco con la oposición, y los influyentes aliados internacionales de ambos bandos a lo largo de ocho años de guerra.

En un insólito bucle temporal, la pasada semana cientos de sirios airados volvieron a echarse a las calles de Deraa contra el régimen encarnado por la familia El Asad. Los habitantes de la ciudad que fue cuna de la rebelión el 15 de marzo de 2011 protestaban ahora contra la restauración de una estatua de Hafez el Asad, padre del actual presidente. En el momento del estallido del conflicto, un movimiento popular aparentemente espontáneo derribó la efigie del tirano que masacró durante tres décadas toda expresión de disidencia.
Su hijo Bachar llevaba ya más de diez años en el poder cuando la revuelta se extendió como un tsunami desde su foco en Deraa (sur) por todo el país árabe. Todo estalló poco después de que una decena de adolescentes fueran brutalmente torturados por la muhabarat, los servicios de inteligencia baazistas, por haberse atrevido a reproducir en la pared de un colegio las mismas consignas de la primavera árabe que entonces acababan de derribar en Egipto al dictador Hosni Mubarak.
La marea de manifestaciones ciudadanas se tornó en pocos meses en conflicto armado, en una interminable guerra civil que parece haber ganado el régimen de Damasco antes incluso del armisticio oficial. Bachar el Asad ha vencido, pero no ha convencido a su pueblo ni al mundo.
Siria entra en su noveno año de guerra marcada a sangre y fuego por al menos 370.000 muertos, decenas de miles de detenidos y desaparecidos, la escisión de un tercio de su territorio, el desplazamiento forzoso de la mitad de sus 22 millones de habitantes y arrasada por una devastación evaluada por la ONU en más de 300.000 millones de euros, que arroja a la mayoría de la población bajo el umbral de la pobreza.
Tras más de cinco años de exilio, el refugiado sirio Jalal Ibrahim relataba sus tribulaciones a EL PAÍS en Ramza, al norte de Amán y en la misma línea de la frontera jordana, desde que tuvo que dejar su casa en Deraa junto con su familia. “La gente —nuestros amigos sirios, nuestros vecinos jordanos— nos ayuda en lo que puede”, reconocía este mecánico cincuentón. “Solo así podemos salir adelante en medio de la tragedia”.
A una decena de kilómetros de Deraa, Jordania ha reabierto hace cinco meses el paso fronterizo de Yaber. El puesto aduanero internacional es escenario ahora de largas colas de vehículos en un incipiente retorno de refugiados a Siria y que reflejan la reanudación del comercio desde países vecinos.
Los registros oficiales constatan que en Jordania se han instalado 670.000 sirios, aunque las autoridades de Amán creen que puede haber más de un millón. En Turquía viven 3,6 millones de sirios, y cerca de un millón se han asentado en Líbano. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) estima que en 2019 pueden retornar unos 250.000 de los 5,6 millones de sirios expulsados de su país a causa del conflicto.
Deraa permaneció en manos de los rebeldes hasta el pasado verano, cuando las fuerzas gubernamentales se apoderaron del gran bastión provincial rebelde de sureste sirio. El origen popular de la revuelta que estalló en 2011 contra el clan El Asad, que acaparaba del poder desde hacía 40 años, se corresponde con el clima revolucionario que recorrió Túnez, Egipto y Libia, entre otros países, al comienzo de la década.
“El conflicto no fue causado por un enfrentamiento entre suníes y chiíes, sino entre colectivos e individuos favorables y otros contrarios al régimen”, advierte Haizam Amirah Fernández, investigador principal para Mediterráneo y Mundo Árabe del Real Instituto Elcano. “Cierto es que la mayoría de los opositores eran suníes, pero también El Asad ha contado con grandes apoyos dentro de esa comunidad”.
Las raíces económicas de la guerra
Dos factores clave contribuyeron a desencadenar la escalada hacia la guerra. Siria sufrió cuatro años de sequías devastadoras entre 2006 y 2011. Una plaga de dimensiones bíblicas hundió la economía rural y cerca de un millón de campesinos perdieron sus tierras cultivables. La tercera parte de la población del campo se vio condenada a la pobreza, forzada a trasladarse a las ciudades en busca de medios de subsistencia. La miseria fue parte el caldo de cultivo de una revuelta brutalmente reprimida por el régimen.
La pugna por el control de las vías de energía hacia Europa estuvo también detrás de los intereses extranjeros que jalearon a los bandos enfrentados en la contienda civil. En el tablero regional, Siria cuenta con una posición estratégica que conecta el Mediterráneo, a través de Irak y Jordania, con los yacimientos de hidrocarburos del golfo Pérsico. Tras el conflicto de fondo entre chiíes, capitaneados por Teherán —aliados del régimen en el campo de batalla—, y las monarquías suníes —que respaldaron a la oposición—, subyacía la injerencia de los promotores de dos proyectos de gasoductos antagónicos —el de Irán y el de Qatar— a través de suelo sirio.
ZONAS DE CONTROL EN SIRIA
El Gobierno de Damasco controla hoy cerca de un 70% del territorio del país, que incluye las zonas más pobladas y de mayor riqueza. El régimen parece haber culminado su campaña para dominar la llamada ‘Siria útil’: la capital, la costa y los corredores que enlazan las grandes ciudades en su poder.
Todavía se le resiste un territorio en forma de bumerán en el noreste del país, dominado por las milicias kurdas Unidades de Protección del Pueblo (YPG), coaligadas con grupos rebeldes árabes en las FDS. Protegidas por Estados Unidos, dominan un territorio rico en recursos: el valle del Éufrates, atravesado por el principal río del país, y los yacimientos de petróleo de Deir Ezzor.
También sigue activa la insurgencia suní islamista en la provincia noroccidental de Idlib, último gran feudo opositor. Cerca de tres millones de civiles —la mitad de ellos desplazados desde antiguos bastiones rebeldes— se han atrincherado junto a unos 30.000 insurrectos, de los que una tercera parte son yihadistas próximos a Al Qaeda del grupo Hayat Tahrir al Islam.
Turquía y sus milicias sirias asociadas se han asentado en los dos últimos años a lo largo de una franja del norte del país —desde el cantón de Afrin, arrebatado por las armas a los kurdos hace un año, y el río Éufrates—, para impedir que las milicias del YPG, acusadas de alentar el terrorismo por el Gobierno turco, controlen toda la frontera común.
“En Siria se libra una miniguerra mundial, que está lejos de dirimirse. A pesar de la victoria del bando prorrégimen, la paz está muy lejos de alcanzarse. Precisamente, ese carácter de miniguerra mundial es lo que hace altamente compleja cualquier solución política al conflicto”. resalta el analista Haizam Amirah.
La perla del desierto, Palmira, ciudad monumental declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco por sus restos arqueológicos, fue ocupada dos veces por los yihadistas del Estado Islámico. Antes de la guerra albergaba a más de 80.000 personas, de las que ahora apenas quedan unas decenas de familias. La destrucción generalizada y la bancarrota económica hacen inviable el retorno de la mayor parte de los refugiados y desplazados. Infraestructuras, viviendas, escuelas, hospitales y fábricas han colapsado tras ocho años de guerra. Es el precio pagado por la estrategia de tierra quemada dejada por los barriles bomba lanzados desde helicópteros del Ejército sirio y por los misiles disparados por la aviación rusa.
El propio Bachar El Asad, que ve amenazada la supervivencia del régimen por la bancarrota del país, ha reconocido recientemente que es un error dar por terminada la guerra. Ahora teme sobre todo las consecuencias del bloqueo económico y de las sanciones impuestas por Occidente y el embargo de los países árabes suníes.
“El bloqueo es una batalla que se está intensificando ahora”, advirtió el presidente sirio. Estados Unidos y la Unión Europea están estrechando el cerco al régimen con nuevas sanciones a altos cargos, hombres de negocios, empresas y entidades. A pesar de haber torcido el brazo del régimen de El Asad, la presión no ha arrancado contrapartidas.
“Es preciso definir un levantamiento gradual y selectivo de las sanciones, sector por sector”, sostiene un estudio de Syria Comment, publicación editada por el profesor estadounidense Joshua Landis, uno de los principales expertos en el conflicto sirio. “A cambio, cabe exigir concesiones políticas sobre la situación de los detenidos, el retorno de los refugiados y la reversión de las expropiaciones forzosas que han sufrido los desplazados”, precisa.
EE UU y Europa ya han advertido de que no contribuirán a la reconstrucción de Siria mientras no se reanuden las negociaciones entre el régimen y la oposición. Pero la vía de una salida dialogada sigue cerrada por ahora, desde que Rusia, junto con Irán y Turquía, dieron la espalda al proceso de conversaciones auspiciadas por Naciones Unidas en Ginebra. Los tres países han favorecido un foro diplomático propio en Astaná, la capital de Kazijistán, desde donde han dictado las reglas de juego del conflicto en los dos últimos años. El anterior mediador de la ONU, el veterano diplomático Staffan di Mistura, tiró la toalla a finales de 2018 tras comprobar que Moscú, Teherán y Ankara boicoteaban todos los intentos de pactar una reforma constitucional y abrir un proceso electoral.
Las sangrientas batallas marcaron hitos en los primeros años del conflicto sirio. Ciudades enteras como Homs cayeron en manos de la rebelión respaldada por países occidentales y árabes suníes, mientras las fuerzas de El Asad retrocedían. La destrucción sufrida en los bombardeos masivos para reconquistar zonas urbanas, como la de Guta Oriental (periferia de Damasco) el año pasado, evoca la devastación causada por batallas como la de Stalingrado, en la Segunda Guerra Mundial.
La ofensiva del Estado Islámico a ambos lados de la frontera sirio-iraquí en junio de 2014 alteró por completo la deriva de la contienda. La proclamación del califato, en Mosul (norte de Irak) y Raqa (noreste de Siria), fue el desencadenante de la intervención directa de Estados Unidos en el conflicto. Tres meses más tarde, Washington se puso al frente de una coalición internacional para bombardear desde el aire a los yihadistas. Pero el avance contra el ISIS solo pudo progresar sobre el terreno gracias a los combates cuerpo a cuerpo de la alianza kurdo-árabe FDS.
A pesar de las reticencias del presidente Barack Obama, que intentó evitar durante sus dos mandatos la implicación militar directa de EE UU en un nuevo escenario bélico tras los fiascos de Afganistán e Irak, el Pentágono tuvo que acabar enviando tropas. Hasta 2.000 miembros de las fuerzas especiales acudieron en apoyo de sus aliados kurdos. Tras la radical decisión de Donald Trump de retirar a todas sus tropas de Siria el pasado diciembre, EE UU ha decidido finalmente que permanezcan al menos 200 militares en Siria.
En Israel, el país vecino con el que Siria sigue técnicamente en guerra desde hace medio siglo, Amos Harel, analista militar del diario Haaretz ,considera que el Gobierno hebreo ha jugado la baza de intentar prolongar el conflicto sirio al máximo. “Se benefició del hecho de que los bandos enfrentados fueran también enemigos de Israel”, explica, “por eso prefirió que se mantuvieran ocupados en sus propias peleas”.
Mediado el conflicto, en el verano de de 2015, el Ejército leal a El Asad se encontraba acorralado por la rebelión y solo dominaba una cuarta parte del territorio del país: Damasco, algunas ciudades y la provincia costera de Lataquia, de donde es originaria la familia El Asad. El despliegue de la aviación rusa en septiembre de ese mismo año dio un vuelco completo al conflicto. Moscú intentaba salvaguardar sus principales activos en Siria: el aeródromo militar de de Hmeymin y el puerto militar de Tartus, sus únicas bases en el Mediterráneo.
Los cazabombarderos rusos cumplieron a rajatabla la misión encomendada por el presidente ruso. La misma estrategia de tierra quemada empleada por Vladímir Putin en Chechenia 15 años atrás para doblegar una rebelión islamista en el Cáucaso. Sobre el terreno, la Fuerza Al Quds, cuerpo expedicionario de la Guardia Revolucionaria Iraní, la milicia libanesa Hezbolá y combatientes chiíes iraquíes y afganos fueron sus tropas de choque.
La intervención militar rusa también propició otro giro radical a la guerra: la conquista de Alepo oriental, donde la oposición llego a tener su mayor bastión urbano. La derrota insurgente, en diciembre de 2016, fracturó definitivamente el país y dejó al régimen sujeto a la tutela de Moscú y Teherán. Los bombardeos aéreos rusos hicieron saltar por los aires la resistencia insurgente y brindaron a El Asad su mayor victoria.
La caída del Alepo rebelde se produjo precisamente durante la transición en el poder en EE UU entre la presidencia del demócrata Obama, que había apoyado con reservas a algunos grupos insurgentes, y la del republicano Trump, que ha circunscrito la acción militar a la lucha contra el ISIS.
En agosto de 2013, cuando se encontraba acorralado por una ofensiva de la oposición en Damasco, el régimen de El Asad fue acusado de lanzar un ataque con gas sarín que causó al menos un millar de muertos en la comarca rebelde de Guta Oriental. Entonces se libró del castigo militar estadounidense por la mediación de Moscú. A cambio, la comunidad internacional le impuso la entrega de su arsenal químico. Aparentemente, no todas las armas prohibidas fueron destruidas. En abril de 2017, en la localidad rebelde de Jan Sheijun (provincia de Idlib), y en el mismo mes del año pasado en la martirizada comarca de Guta, se repitieron las acusaciones de ataques con gases tóxicos. En ambas ocasiones, la Casa Blanca ordenó una respuesta de castigo con misiles.
En la guerra civil de Siria se han cruzado todos los límites del derecho internacional contra la población civil. La desesperación de un país arruinado y dividido tardará generaciones en olvidarse. El Asad reaccionó de manera brutal ante las protestas de la oposición en plena primavera árabe. La intervención de potencias globales y regionales en el conflicto agravó la tragedia de Siria, que se precipitó en la brecha de una guerra civil con rasgos de contienda global. Como concluye el investigador del Real Instituto Elcano Amirah Fernández, “el régimen ha explotado —con gran éxito para su propia supervivencia— las divisiones sectarias de la sociedad siria, alimentando miedos y fomentando la desconfianza del otro”.
Tomado de El País / España.