Semlali
Mohamed Fadel lideró el movimiento de 2004 que impidió que el ejército marroquí
derribara el recinto religioso. Hoy, la iglesia ha revivido gracias a los
inmigrantes subsaharianos
Unas tapas de
alcantarilla y una iglesia. Entradas hacia las alturas y el subsuelo. Eso es lo
que queda hoy de Villa Cisneros, primer y último enclave español en
el Sáhara.
Las tapas son pocas y casi nadie sabe dónde están, herrumbrosas y diseminadas
por donde una vez estuvo el antiguo barrio español. Muchas aún conservan,
aunque casi ilegible, el nombre original de la ciudad. La iglesia está aún en
pie, vigilada día y noche por la presencia intimidante de un furgón policial
marroquí. La iglesia está aún en pie, gracias, principalmente, al
hombre en silla de ruedas que espera en la puerta.
Semlali
Mohamed Fadel, al que todos aquí conocen como “Bouh”, el hombre que salvó la
Iglesia del Carmen, es saharaui, musulmán, minusválido y activista,
pero por encima de todo es un hombre obstinado. Seis filas de bancos, la talla
de la Virgen, la Anunciación dibujada en el ábside… Bouh repasa el templo
mientras rueda por él con los ojos chispeantes de malicia, y en un español
acelerado habla de él y de la huella española en la ciudad con
el orgullo con el que lo haría un guía, un conservador de un museo o un padre.
Bouh nació en
1965, en la época de la colonia. Hijo de militar ligado, como muchos
saharauis, al ejército español, tuvo el tiempo justo de conocer la
importancia de la iglesia para la ciudad a través de algunas tradiciones como
La Navidad o los Reyes Magos. Con cuatro años contrajo la polio, y poco después
su familia lo envió a Las Palmas junto a los Hermanos de San Juan de Dios. Allí
pasaría seis años. “La muerte de Franco, el Golpe de Tejero, la llegada al
poder de Felipe González… todo eso lo viví en España”, rememora. Cuando volvió,
en 1982, le bastó bajar del avión para saber que la ciudad que conoció
ya no existía.)
Cómo Villa
Cisneros se convirtió en Dakhla
Tras la
Marcha Verde en 1975, el acuerdo Tripartito de Madrid y la ocupación de
Mauritania, en primer lugar, y Marruecos a partir de 1979, Villa
Cisneros pasó a llamarse Dakhla y el pueblo saharaui vio cómo se
alejaban sus sueños de independencia. Los comienzos para Bouh fueron duros,
como sólo pueden serlo para un musulmán que se ha criado entre monjas
católicas, que se siente saharaui-español y quevuelve a un país que ya no es
el suyo.
“Yo no sabía
mucho del Islam, se me había olvidado hablar árabe… En Las Palmas iba a misa
pero no comulgaba, estaba en la Iglesia pero sabían que era musulmán y todo el
mundo me respetaba. Al volver, de repente, me había convertido en un
extraño. Mi familia me escondía cuando venían visitas por miedo a que
dijese algo inconveniente en un idioma que ya no era el mío”. Bouh, recuerda
que en aquella época llegó a pensar en el suicidio, “De repente tomé
consciencia de que yo era diferente, y empezó a preocuparme mi
invalidez como nunca antes. No paraba de pensar: ¿Por qué a mí? ¿Por
qué yo?”.
A su regreso
Bouh trató de buscar refugio en un lugar conocido pero se encontró la iglesia
cerrada y llena de soldados. Nuestra Señora del Carmen estaba ocupada
por el ejército marroquí, que la utilizó durante años como cuartel. “Al
marcharse los españoles, la comunidad cristiana de la ciudad desapareció con
ellos. Los años siguientes a la ocupación quedaron aquí no más de 5 o 6
españoles. Los marroquíes no dejaron aquí nada que oliese a España, hasta las
prostitutas que estaban muertas fueron desenterradas y llevadas a
Fuerteventura”. Los únicos que se quedaron como presencia oficial fueron los
curas, pero se vieron obligados a exiliarse a la vecina El Aaiún,
separada por 550 kilómetros de la antigua Villa Cisneros.
Luis Ignacio
Ruíz, “Chicho”, es sacerdote y lleva 2 años en Dakhla aunque visita el Sáhara
desde los 80, y coincide con Bouh al rememorar la historia de la comunidad católica
en la ciudad. “En el 75 todo el mundo se va y sólo quedan los padres, se
quedan por amistad con los saharauis y porque el Vaticano nos pide que
nos quedemos. Los marroquíes ocupan la Iglesia durante varios años para hacer
presión, porque el único testimonio extranjero que quedaba tras la ocupación
éramos nosotros. Así se evitaban testigos. En esa época aquí salías a caminar
y tenías un agente secreto detrás de ti para que supieses que
estabas vigilado. Venía un padre cada mes dos meses a dar una vuelta, pero sin
abrir la iglesia ni celebrar misa salvo que coincidiese con pescadores,
empleados de la ONU o algún turista que lo pidiese”.
Durante las
décadas siguientes Villa Cisneros se iría disolviendo progresivamente entre los
nuevos edificios de una Dakhla cada vez más extensa gracias a decenas
de asentamientos marroquíes promovidos por Rabat. Las esporádicas protestas
saharauis fueron sofocadas por las autoridades y el propio Bouh tuvo que pasar
un año “exiliado” en El Aaiún a instancias de la policía de Marruecos por
encabezar varias manifestaciones. A su vuelta, trabajó en la telefónica de la
ciudad y años más tarde, sorprendentemente, logró integrarse en el
departamento de asuntos sociales del Ayuntamiento. “Supongo que
aplicaron eso de 'al enemigo hay que tenerlo cerca'”, se ríe.
La
destrucción del pasado español
Más de
cuarenta años después, la ciudad que encontró Bouh permanece acorralada entre
el océano y el desierto pero ha crecido por encima de los cien mil
habitantes gracias a una fuerte inversión del gobierno marroquí, y es
conocida por ser uno de los mayores caladeros de pesca del
planeta, además de meca mundial del kite-surf. Los edificios españoles son hoy
ruinas, pero entre mercados abiertos hasta la madrugada, las fábricas
conserveras y los nuevos hoteles que brotan sin pausa, se perciben aún
los restos de Villa Cisneros, como dejados al azar por un invitado que se
hubiese marchado demasiado deprisa.
No sería
hasta 2004 cuando las autoridades marroquíes se propusieron acabar
definitivamente con los vestigios que quedaban de la presencia española en la
ciudad. Pese a las recomendaciones de la UNESCO comenzaron la
destrucción del fuerte español creado en el siglo XIX, el edificio más
antiguo del Sáhara Occidental, con el argumento de que su deterioro podía
suponer un peligro para la seguridad pública. Meses después le llegaría el
turno a la Iglesia.
“Un día un vecino vino corriendo a verme,
““¡Bouh, Bouh, los militares están destruyendo la Iglesia!””.
Llegué y una excavadora había derribado ya la parte trasera, como habían hecho
meses antes con el fuerte, los militares me dijeron: Esto no sirve, se va a
caer, está abandonado… Además, es un lugar cristiano, nosotros somos
musulmanes. Yo les dije: ““No, esto es nuestro, es patrimonio del
pueblo saharaui y nadie lo puede tocar””. Corrí a llamar a vecinos
saharauis y nos concentramos frente a la Iglesia. Ahí estuvimos hasta que
llamaron al Gobernador”.
Bouh inició
entonces una ronda de contactos con el prefecto de la cercana El Aaiún, el
Vaticano y las autoridades de la ciudad además de una intensa campaña de
agitación social. “El Gobernador accedió y ante la presión saharaui respetó la
Iglesia, aunque a cambio pidió silencio sobre la parte trasera que
ya habían destrozado. Perdimos un dedo en lugar de perder toda la mano y
empezamos a reconstruir el edificio poco a poco”. De esta forma y mientras la
ciudad terminaba de mudar su piel, resistió durante años Nuestra Señora
del Carmen, como símbolo de rebeldía y vestigio inservible de otra época,
una iglesia sin cristianos.
Resurrección
gracias a las rutas migratorias
Hoy es
domingo y los bancos de la iglesia están llenos. Donde un día estuvieron los
militares españoles y sus familias, unos 40 feligreses cantan y
escuchan la misa en francés. Son de Camerún, de Costa de Marfil, de
Senegal… Grupos así vienen todos los domingos. Algunos repiten una semana, un
mes, dos meses… durante el tiempo que dure su estancia en Dakhla, puesto que la
mayoría sólo están de paso. Comenzaron a llegar hace cinco años, con el cambio
de rutas migratorias que llevan al norte. Están por toda la ciudad, esperando
en algunas avenidas con impermeables y botas katiuskas, en los hoteles como
camareros o limpiadoras o extendiendo top mantas en el mercado. En Dakhla hay
unos 4.000 migrantes subsaharianos, la mayoría trabajan en las fábricas de
pescado y conservas del puerto. La floreciente industria pesquera de la ciudad
les permite ahorrar un poco de dinero y continuar su viaje hacia Tánger o Nador
para intentar cruzar el Estrecho.
Pierre André
Sené es senegalés y cristiano y está en Dakhla desde 2011. Cuando llegó a la
ciudad una de las primeras cosas que hizo fue buscar una Iglesia, pero no la
encontró. Estuvo un año allí sin saber que había una. Su cruz colgada del
cuello llamó la atención de un anciano saharaui que le dijo
que en realidad aquel templo cerrado funcionaba de vez en cuando. “La primera
vez que vine sólo había dos turistas franceses en la ceremonia. Entonces empecé
a venir los domingos y a contactar a los migrantes para que acudiesen”. Hoy
Pierre es el responsable de varios de los proyectos que la Misión Católica de
Dakhla desarrolla junto a Cáritas destinados a los migrantes. “El migrante que
llega no conoce a nadie, no tiene alojamiento, ni dinero tras meses de viaje.
Aquí les acompañamos y les ayudamos con la asistencia médica. La mayoría están
obsesionados con cruzar a Europa. Llegan miles y el número no para de
subir”. Sin embargo, pese a este renacimiento, hoy como en los setenta, la
nueva feligresía de Nuestra Señora del Carmen parece destinada a no quedarse
mucho tiempo y a marcharse en dirección a España.
Jean es de
Costa de Marfil, tiene 28 años y el último lo ha pasado en Dakhla. Cuando
estaba a punto de cruzar a España de Tánger la policía marroquí entró al piso
en el que esperaba, lo detuvo y lo envió en un autobús hacia el sur del país.
Dentro del acuerdo sobre migración suscrito entre Marruecos y la Unión
Europea, la policía desplaza cada día a cientos de migrantes desde
el norte hasta los límites del desierto. En cuanto consiguen un poco de dinero,
suben de nuevo vuelven a intentarlo. Jean es uno más, hoy espera en la ciudad
una ocasión propicia. Mientras, intenta ahorrar un poco. Cuando lo llaman
trabaja en las fábricas llenando camiones frigoríficos, limpiando pescado,
ayudando a elaborar el aceite para las conservas… Trabaja unas 12 horas
al día por 10 euros. Para él los domingos son un gran día, dice que viene a
Nuestra Señora del Carmen todos los que no trabaja, que venir a misa le sirve
de ayuda y que le ayuda a no desanimarse. Dice también que se fía más de la
comunidad de la Iglesia que de la de los propios migrantes marfileños de la
ciudad, que aquí le escuchan y que en su situación sobre todo necesita hablar
con alguien.
“Chicho”
asegura que la migración ha revitalizado Comunidad Católica de Dakhla y a la
Iglesia del Carmen, aunque es una feligresía itinerante, muchos se van para
cruzar y no vuelven, pero no pueden decirlo antes. El sacerdote se da cuenta
porque antes de irse van a verle y le dicen: "Padre, deme la
bendición".
En un
descampado a las afueras de Dakhla hay un lugar lleno de sepulturas, que la
población local llama "el cementerio de las letras". Varias iniciales
pintadas en los muros delimitan los hoyos cubiertos de piedras y escombros. Es
un camposanto destinado a los migrantes que devuelve el mar tras
intentar llegar a las Islas Canarias. “Aparecen a menudo en la playa, la
mayoría destrozados y comidos por los peces. Una asociación de aquí los recoge,
los conservan, les toman las huellas y, si no hay nadie que los reclame, luego
los entierran ahí, en el único cementerio no musulmán de la ciudad”,
explica Bouh. En este cementerio no hay rastros de flores, visitantes o
recuerdos, sólo algunos agujeros abiertos anuncian que ya se ha adelantado el
trabajo para los próximos meses.
La Asociación
de discapacitados de Dakhla
Años después,
y pese a las dificultades, Bouh parece haber encontrado su lugar en el mundo.
Además de trabajar en el Ayuntamiento, hace unos años ha creado la
Asociación de Discapacitados de Dakhla que con ayuda de la Parroquia y
de asociaciones españolas atiende a 70 niños con diversos tipos de minusvalía.
Van a rehabilitación, hacen terapia… “Aquí toda vía se ve la minusvalía como
una condena. Fuimos casa por casa a buscarlos, a muchos de ellos las familias
los tienen escondidos como si fuesen un motivo de vergüenza”. De
vez en cuando sigue acudiendo a la iglesia, en especial durante a las misas,
por si a algún desaprensivo se le ocurre atentar contra el templo. “Ni aún
ahora puede uno estar seguro”.
“Mucha gente
aquí se cree que soy cristiano, las autoridades de la ciudad de vez en cuando
esparcen rumores sobre mí, a mis hijos les han dicho en el colegio que
soy un infiel”. Lo cuenta con socarronería, en realidad él parece no
importarle mucho, está acostumbrado a que lo señalen y mantiene una buena
relación con sus compañeros de trabajo en el Municipio. “En la asociación
atendemos a muchos hijos de marroquíes y los poderes aquí se han dado cuenta de
que por las presiones de los periodistas y los vecinos, por muchas
cosas que diga no pueden hacerme nada”.
¿Por qué lo
hizo? “Supongo que por agradecimiento a mi pasado y a mi estancia en España
pero también para demostrar a las autoridades marroquíes que no podían
hacer todo lo que quisieran. Si se destruía la Iglesia se borraba parte, no
solo de la historia española, sino del pueblo saharaui”. Y tras decir esto
Bouh, dirige su silla de ruedas hacia una iglesia que, revivida, acogerá el
domingo que viene como hizo siempre a gente de paso. Gente que va y que
viene en un territorio cambiante y siempre en disputa. Pese a todo
siempre hay algo que permanece: el mar, el desierto o el recuerdo de las
ciudades que ya no existen.
