En su testimonio sobre Chávez advertí una gravedad inusitada,
un peso de la historia. Y es que Petkoff no provenía solo de la Revolución
cubana sino de la original, la Revolución rusa
Por ENRIQUE KRAUZE / Foto: DAVID MARIS
Aunque la esperaba desde hace meses, me dolió mucho la muerte
de Teodoro Petkoff. Fue un gran dirigente de la izquierda democrática
venezolana. Sufría una depresión profunda. No salía de su cuarto. Me dicen que
apenas hablaba. Su semanario Tal Cual –valiente, provocador,
lúcido– había dejado de circular en la versión impresa (no en la digital), pero
desde hacía muchos años era el blanco de la represión bajo la forma de acosos
violentos y demandas judiciales. En 2015, Teodoro tuvo la osadía de señalar los
nexos de Diosdado Cabello con el narcotráfico. El todopoderoso militar, número
dos en la jerarquía de aquel régimen, lo demandó penalmente bajo el cargo de
“difamación”. Siguieron otros juicios con “agravantes”. Previsiblemente, el
Poder Judicial –servil, como todos los otros poderes, excepto la casi exangüe
Asamblea Nacional– lo condenó a una cruel prisión domiciliaria que él encaró,
como todo en la vida, con estoicismo: “Continúo con mi editorial. Los juicios
no me afectan en absoluto”, declaró por entonces. Sentía “el deber de
resistir”.
En mi libro El poder y el delirio recogí su
testimonio sobre Hugo Chávez. Había llegado a la conclusión de que Chávez
bordeaba el fascismo, pero le dolía esa convicción. Le había dado el beneficio
de la duda. No comulgaba con el comandante, pero comprendía las raíces de su
ascenso. Pensaba que en los regímenes neoliberales de fines de los ochenta
habían aplicado “una operación sin anestesia” a la sociedad venezolana, y le
parecía natural que esta hubiese reaccionado. Todavía en 2002, durante el
frustrado golpe de Estado que por unas horas mantuvo al país en vilo, Teodoro
había visto marchar a una viejita con una pancarta que decía “Devuélvanme a mi
loco”. Repetía esa anécdota para recordar la llama de esperanza que Chávez
había prendido en vastos sectores del pueblo. Pero cuando lo conocí en 2008 su
veredicto sobre el chavismo era irreversiblemente negativo.
En su testimonio sobre Chávez advertí
una gravedad inusitada, un peso de la historia. Y es que Petkoff no provenía
solo de la Revolución cubana sino de la original, la Revolución rusa. Los
Petkoff (Luben, Teodoro y un tercer hermano que murió joven) eran hijos de una
familia de comunistas europeos, el padre búlgaro, la madre judía polaca, que
habían llegado a Venezuela en los años veinte y plantaron en sus hijos el
espíritu revolucionario. Ese era su linaje. Por eso a Teodoro le indignaba tan
profundamente que un líder que se ostentaba de izquierda hubiese terminado por
adoptar la política intolerante y autoritaria, la prédica polarizadora, la
mentira sistemática y el odio ideológico de los enemigos históricos del
socialismo: los nazi-fascistas.
A fines de 2009 lo invité a presentar aquel libro en la Feria
de Guadalajara. Pasamos todo el día juntos. Por la mañana, mientras recorríamos
los murales de Orozco en el Hospicio Cabañas, me contó tramos de su vida. Había
sido junto con Luben uno de los primeros guerrilleros entrenados en Cuba que
desembarcaron en las playas venezolanas para replicar la revolución en América
Latina, pero no tardó en tomar conciencia de que la vía armada al socialismo
desembocaba, por necesidad, por fatalidad, en la dictadura. El apoyo inmediato
de Castro a la invasión de los tanques rusos a Checoslovaquia en agosto de 1968
lo apartó para siempre de Fidel, quien no tardó en condenar públicamente a
Teodoro argumentando, si mal no recuerdo, su tibieza, su falta de fe, su
traición.
A principio de los setenta Petkoff comenzó a valorar al
expresidente Rómulo Betancourt, cuyo tránsito del socialismo revolucionario a
una versión democrática y liberal de los mismos ideales coincidía con el suyo.
También Betancourt se había formado en el marxismo, pero su oposición al
dictador Juan Vicente Gómez lo había llevado a Chile y Costa Rica, dos países
donde aprendió que la democracia y la libertad son valores convergentes e
irrenunciables para la vida civilizada. Petkoff creyó siempre que ambos
deberían ser consustanciales a la búsqueda de un orden social distinto, incluso
socialista. Sobre este tema escribió varios libros. Y bajo esta convicción,
fundó MAS, Movimiento al Socialismo, que, si bien no triunfó en las sucesivas
contiendas por la presidencia, demostró la viabilidad de la opción democrática
para la izquierda. Una opción que Chávez usó para acabar con la economía de su
país y con la democracia.
En el hotel de Guadalajara encontramos a Gabriel García
Márquez, que nos invitó a cenar. Se querían mucho. Petkoff no podía olvidar que
a principio de los años setenta “Gabo” le había donado el dinero del Premio
Rómulo Gallegos para ayudar a MAS. García Márquez ordenó champaña para brindar
con su viejo amigo. De pronto, Teodoro le pidió un vehemente favor: “Gabo,
consígueme una cita con Fidel. Quiero ver a Fidel. Por favor, Gabo”. Quería
verlo –me dijo después– para reclamarle la indiferencia con su hermano Luben
que, víctima de una enfermedad terminal años atrás, había viajado a Cuba para
despedirse del líder histórico a quien había servido por décadas. Fidel nunca
lo visitó. García Márquez no prometió nada. Hizo elogios de Fidel. Aseguró que
los rumores sobre su mermada salud eran falsos. El rostro de Teodoro, siempre
melancólico a pesar de su fácil sonrisa, se ensombreció. Nunca podría volver a
ver de frente al hombre que en tantos sentidos había marcado su vida.
Llegará el día en que la izquierda latinoamericana renuncie
al culto fascista de la personalidad y adopte los valores de la democracia en
libertad. Entonces apreciará la dimensión histórica y moral de Teodoro Petkoff.
Tomado de El País / España.