Durante los últimos meses de la primera
guerra mundial, una virulenta cepa del virus de la gripe se
extendió rápidamente por todo el planeta infectando a un tercio de la población
mundial y causando la muerte de decenas de millones de personas. La pandemia de
1918 y 1919, también conocida como la gripe española, se extendió a
gran velocidad por todo el mundo y en sólo 18 meses infectó a un tercio de la
población mundial. La férrea censura de los países implicados en la Gran Guerra
escondió su gravedad, pero los estudios actuales elevan el número de
muertes de 20 hasta 50 o incluso 100 millones. Si el más elevado de esos
cálculos es correcto, entonces la pandemia habría matado a más personas
que las dos guerras mundiales juntas.
Una plaga mundial
Ningún rincón del planeta se mantuvo a salvo del virus. En verano de 1997, el científico
Johan Hultin viajó hasta Brevig Mission, una localidad de Alaska de unos 200
habitantes, en busca de cadáveres enterrados. Con el permiso de las autoridades
locales, exhumó del suelo congelado el cuerpo de una mujer en perfecto
estado de conservación, extrajo una muestra de su pulmón y volvió a
sepultarlo. Pretendía secuenciar el genoma del virus que 80
años antes había matado a esa mujer junto al 90 por ciento de la población
local.Brevig Mission fue un escenario más de una de las peores tragedias que
ha vivido la humanidad, pero la férrea censura de los países implicados en
la primera guerra mundial escondió su gravedad.
La gripe la causan varios virus muy parecidos entre sí, pero
sólo una cepa (el tipo A) está relacionada con las epidemias mortales.
A pesar de conocerse como gripe española, los primeros casos se
registraron en Estados Unidos durante el último año de la
primera guerra
mundial. En marzo de 1918, el país llevaba once meses en guerra contra
Alemania y las potencias centrales, y su exiguo ejército se había convertido en
un enorme contingente que acabaría sumando más de dos millones de efectivos
enviados a Europa. Los primeros casos se dieron en uno de los muchos centros
de instrucción que se pusieron en marcha en un país que se movilizaba para la
guerra.
La férrea censura de los países implicados en la primera
guerra mundial escondió la gravedad de la epidemia
El 4 de marzo, un soldado se presentó en la
enfermería de Fort Riley, en el estado de Kansas, aquejado de fiebre. En
cuestión de horas, cientos de reclutas cayeron enfermos con síntomas similares,
y a lo largo de las semanas siguientes enfermarían muchos más, extendiendo el
virus más allá de las paredes de Fort Riley. En abril, el contingente
estadounidense desembarcó en Europa portando el virus consigo. Acababa de
llegar la primera oleada de la epidemia.
La cepa mataba a sus víctimas con una rapidez sin precedentes. En Estados
Unidos abundaban las informaciones sobre gente que se levantaba de la
cama enferma y moría de camino al trabajo. Los síntomas eran espantosos: los
pacientes desarrollaban fiebre e insuficiencia respiratoria; la falta
de oxígeno causaba un tono azulado en el rostro; las hemorragias
encharcaban de sangre los pulmones, y provocaban vómitos y sangrado
nasal, de modo que los enfermos se ahogaban con sus propios fluidos.
Como tantas otras, la cepa afectó a los más jóvenes y a los más viejos, pero
también a adultos sanos de entre 20 y 40 años.
Guerra y censura
El principal factor de la expansión fue, sin duda, la primera
guerra mundial, que ya estaba en su última fase. Aunque los epidemiólogos
todavía debaten sobre el origen exacto del virus –existe
cierto consenso en que fue el resultado de la mutación de una cepa
aviar originaria de China–, lo que está claro es que el
virus se globalizó gracias al masivo y rápido movimiento de militares por todo
el mundo.
El drama de la guerra también sirvió para ocultar las
elevadísimas tasas de mortalidad causadas por el nuevo virus. En los primeros momentos,
la enfermedad todavía no se conocía bien y las muertes solían achacarse
a la neumonía. La estricta censura militar en tiempo de guerra impedía que
la prensa europea y estadounidense pudiera informar de los brotes. Sólo
en la neutral España podían los medios hablar libremente de lo que estaba
sucediendo, y de ahí que a la epidemia se la acabase llamando gripe
española. Cabe señalar que en el caso español, el virus llegó probablemente a
través de los temporeros que fueron a trabajar a Francia, ya que España no participaba
en la contienda.
En el resto del continente, las abarrotadas trincheras y
campamentos de la primera guerra mundial se convirtieron en el hábitat ideal
para la epidemia. La infección iba desplazándose con los soldados. La
oleada de primavera remitió al cabo de unas semanas, pero aquello sólo fue un
alivio pasajero. Tras el verano de 1918, la epidemia ya estaba lista para pasar
a su fase más mortífera. Las trece semanas que van de septiembre a
diciembre de 1918 constituyen el período más intenso, con el mayor número de
víctimas mortales.
Devastación
La segunda oleada golpeó primero en las instalaciones
militares y se extendió después a la población civil. En octubre llegó a su
punto álgido: funerarias y enterradores no daban abasto, y la
celebración de funerales individuales resultaba imposible. Buena parte de los
fallecidos acabaron en fosas comunes.
En España, el sistema de salud se vio desbordado; muchos médicos murieron y fue
difícil reemplazarlos. Los ataúdes escaseaban. El alcalde de Barcelona
solicitó ayuda al ejército para transportar y enterrar a los muertos,
ya que el Ayuntamiento no daba abasto. En España, el año 1918 fue el primero
del siglo XX con un crecimiento vegetativo (nacimientos menos muertes)
negativo, y el único junto con 1939.
Tras una pausa en la expansión de la enfermedad a finales de
1918, en enero del siguiente año comenzó la tercera y última fase.
Por entonces la pandemia ya había perdido mucha fuerza. La dureza del otoño del
año anterior no se repitió, de modo que la tasa de mortalidad se desplomó.
La epidemia llegó a su punto álgido en octubre de 1918: los
ataúdes escaseaban y las funerarias no daban abasto
Aunque la última oleada fue mucho menos letal que las
anteriores, todavía fue capaz de causar considerables estragos. Australia,
país que se había apresurado a establecer cuarentenas, consiguió librarse de lo
peor de la gripe hasta principios de 1919, cuando la pandemia por fin llegó
allí y acabó con la vida de varios miles de personas. Sin embargo, la tendencia
general en la mortalidad ya iba cuesta abajo. Se registraron muertes por gripe
–quizá de una cepa diferente– hasta 1920, pero en verano de 1919 las
políticas sanitarias y la mutación genética natural del virus pusieron fin a la
epidemia. Aun así, los efectos en las familias de las víctimas o
en los pacientes aquejados de complicaciones a largo plazo habrían de durar
décadas.
Un impacto duradero
La pandemia no dejó intacta prácticamente ninguna región del
mundo: sólo en la India las víctimas mortales alcanzaron entre 12 y 17
millones. En Gran Bretaña murieron 228.000 personas. En Estados Unidos
fueron aproximadamente medio millón. Ni la apartada isla de Samoa, en
el Pacífico
sur, se libró del contagio: perdió el 23,6 por ciento de su población.
En España, estudios recientes elevan la cifra de muertes a 260.000, 70.000 más
que las estimadas oficialmente. Es difícil disponer de datos exactos sobre la
cantidad de muertes, pero la tasa global de mortalidad se sitúa entre
el 10 y el 20 por ciento de los infectados.
Los científicos consideran que cada cincuenta años se produce
una pandemia de gripe –que debe distinguirse de las epidemias
estacionales–. En 1957 se produjo en Asia oriental un nuevo brote que
se difundió por todo el globo y causó, hasta mediados de 1958, entre uno
y dos millones de muertes. En 1968 un nuevo tipo de gripe se declaró en
Hong Kong y produjo entre uno y cuatro millones de víctimas. Estos y otros
episodios muestran que, un siglo después de la madre de todas las
pandemias, el riesgo subsiste en nuestro mundo
superpoblado e interconectado .Fuente: National Geogrefhic /
España.