Vistas de página en total

25 septiembre, 2018

Un perro salvó mi relación


Por Maura Lammers
Cuando sonó el teléfono, estaba probándome un vestido. Le insistí en que me dejara en paz durante algunas horas de mi día libre, pero Jeff estaba llamándome. Me estaba probando ropa que no podía costear en una tienda a unas cuantas calles de la casa, y cuando él me pidió que saliera, pregunté: “Cómo sabes dónde estoy?”.
“Vi tu auto”, dijo. “Te tengo una sorpresa”.
Mientras me vestía, traté de darle el beneficio de la duda a mi novio. Tal vez quería tener un gesto amable conmigo, como invitarme un café.
En cambio, lo descubrí esperando en la banqueta al lado de un perro color canela que le llegaba a la rodilla. El perro se me acercó, con resoplos causados por la humedad; parecía haber una sonrisa en su hocico de cachetes caídos. Hice el sonido que siempre hago cuando veo a un perro que no conozco; en parte suena como un arrullo de un adulto hacia un bebé y en parte como los gritos de un niño al ver un regalo de Navidad.
El perro era bajito y fornido, con la cabeza cuadrada como un pitbull, pelaje delgado y las orejas pequeñas dobladas en triángulos simétricos.
“¿De quién es este perro?”, pregunté. “¿Cómo se llama? ¡Qué tierno!”.
Jeff dijo que había visto a Pudge desde su auto, merodeando como a un kilómetro y medio de ahí. Preocupado de que el perro estuviera perdido con ese calor, lo siguió durante una cuadra. “Por fin logré acercarme lo suficiente para abrir la puerta”, explicó. “Y Pudge saltó al auto”.

“¿Cómo sabes que se llama Pudge?”.
“No lo sé”, contestó Jeff. “Decidí ponerle así. Sé que tienes planes pero, ¿crees que podrías ayudarme a encontrar a su familia?”.
Esa era una de las cosas que siempre me habían encantado de Jeff, su maña para arruinar mis planes de la mejor manera posible. Hacía tiempo que no me dejaba llevar por su espontaneidad y, con Pudge moviendo la cola frente a mí, no pude negarme.
En aquel momento, Jeff y yo llevábamos dos años de relación. Vivíamos juntos desde hacía un año y medio. Cuando nos mudamos a la casa de tres recámaras que compartíamos con dos amigos, yo quería que tuviéramos un perro. Aquello se convirtió en el tema de conversación de todas las noches, hasta que fue motivo de discusiones.
Jeff tenía razones lógicas para no aceptar volvernos padres de un perro: estábamos tratando de ahorrar dinero, teníamos horarios dispares en nuestros trabajos y ambos queríamos irnos de Kansas City, Misuri, pronto.
Yo argumentaba que él solo estaba evitando el compromiso de un perro; y por “compromiso de un perro” me refería al compromiso conmigo. No peleábamos seguido, pero cuando lo hacíamos era por eso. Nunca dudé que Jeff me amara, pero se sentía más cómodo viviendo un día a la vez que haciendo planes a futuro conmigo.
En las semanas previas a que encontráramos a Pudge, la vida se nos había complicado más. La hermana de Jeff se había enterado, a los 33 años, de que tenía cáncer cerebral y él decidió que regresaría a casa de sus padres en Minnesota para cuidarla. En aquella época, yo decidí que haría un posgrado en Spokane, Washington.
Nos quedaba un mes en nuestro contrato de arrendamiento. Ninguno de los dos quería terminar, pero sabíamos que era lo correcto dadas las circunstancias. Con el mismo optimismo triste, acordamos que quedaríamos como amigos.
Dado que Pudge no tenía placa ni chip, caminamos por el vecindario donde Jeff lo había encontrado hacía tres horas. Recorrimos todas las calles. El perro nos seguía lentamente mientras tocábamos puertas y preguntábamos a los transeúntes si lo reconocían.
“No”, escuchábamos una y otra vez. “Pero no hay cómo negar que es lindo. Deberían quedárselo”.
Jeff y yo sonreíamos mientras evitábamos hacer contacto visual entre nosotros.
Después de dos días de largas caminatas y un sinfín de publicaciones en redes sociales, no había ningún indicio de que estuviéramos más cerca de encontrar a los dueños de Pudge. Un día antes, lo habíamos llevado a revisión con el veterinario y nos enteramos de que tenía una infección en el oído. Cuando le echamos un chorrito de medicamento por la oreja, entrecerró los ojos, pero no se quitó ni intentó mordernos. Nunca ladraba, solo chillaba bajito si Jeff o yo salíamos de la habitación y meneaba la cola cuando regresábamos.
No podíamos creer que un perro tan bien portado no tuviera casa. Sin embargo, a pesar del buen comportamiento de Pudge, los amigos con los que vivíamos ya querían que nuestro peludo intruso se fuera, lo cual era comprensible.
El refugio que no mataba a los animales al que acudimos en Kansas City tenía una política con la cual se debía pagar una tarifa por los perros callejeros si se iban a quedar durante más de 72 horas. Nuestra otra opción era llamar a control de animales, que lo llevaría al mismo refugio, pero de manera gratuita. El tercer día, Jeff hizo la llamada y una oficial fue por el perro una hora después. Pudge salió a recibirla, atravesando la puerta de malla y la saludó igual que hacía con todo el mundo: como si fuera un amigo al que no veía desde hacía mucho tiempo.
“¿Podemos despedirnos?”, pregunté. Traté de contenerme, pero mientras me agachaba para acariciar a Pudge, comencé a llorar, igual que Jeff.
La oficial nos miró como si estuviéramos locos. “Miren, no me lo tengo que llevar. Se puede quedar aquí”.
“No”, dije, hablando entrecortadamente. “No podemos quedárnoslo”.
Mientras la oficial se llevaba a Pudge, Jeff y yo nos abrazamos.
“¿Hice mal?”, preguntó Jeff.
“No”, contesté. Pero ambos lloramos con más ganas.
Unas dos horas después, cuando Jeff se fue a comprar cervezas para ahogar nuestras penas, recibí un mensaje de Facebook de una mujer que reconoció a Pudge en una de mis publicaciones. Dijo que se llamaba Buddy y me dio el número de sus propietarios. Les escribí para decirles que “Buddy” estaba esperándolos en el refugio.
“Tal vez sea lo mejor”, escribió el hombre. “Ya tenemos tres perros. Estábamos pensando en regalarlo de todos modos”.
Para cuando Jeff regresó, sentía que necesitaba algo más fuerte que alcohol.
Saber que los dueños de Pudge no lo querían de vuelta lo cambió todo. Seguíamos sin un centavo. Nuestra relación seguía estando al borde del fin. Además, era cierto que si dejábamos a Pudge en el refugio, podría encontrar otro hogar. No obstante, no pudimos hacerlo.
Nos quedaban dos semanas donde vivíamos antes de que terminara el contrato de arrendamiento, pero no habíamos hablado de terminar. Solo hablábamos de recuperar al condenado perro.
Así que hicimos un plan. Dado que yo tenía que mudarme más lejos y tendría un horario más ocupado como estudiante, decidimos que Jeff se llevaría a Pudge. Les suplicamos a nuestros amigos que toleraran al animal un poco más y al padre de Jeff que dejara que Pudge se mudara a su casa a finales de agosto, junto con su hijo adulto.
Nuestros amigos y seres queridos aceptaron estas demandas con más amabilidad de la que quizá merecíamos. Tal vez supusieron, con justa razón, que Jeff y yo estábamos al borde del colapso.
Trajimos a casa a Pudge a mediados de agosto y seguimos una vida normal una semana más. Lo llevábamos a pasear, lo bañábamos en el jardín con la manguera, lo regañábamos por pedir comida de humanos. Pudge se extendía por todo el piso de la cocina siempre que yo cocinaba la cena. Tomaba unas diez siestas a lo largo del día y a pesar de ello dormía sin hacer un solo ruido toda la noche.
Días antes de la fecha en la que teníamos que mudarnos, miré nuestras maletas y cajas a medio empacar, y a Pudge dormido en su cama.
“¿Sabes qué?”, le dije a Jeff. “Me molesta que nunca hayamos hablado de una relación a larga distancia como una opción”.
Hasta ese momento había hecho lo posible por irme separando lentamente de Jeff, para aminorar el duelo inevitable. Sin embargo, tener un perro había hecho que tuviéramos una conexión. En lugar de no salir juntos, Jeff y yo llevábamos a Pudge al parque o a almorzar. Discutíamos sobre la mejor marca de comida para perro en lugar de concentrarnos en el final de nuestra relación.
Sobre todo, ninguno de nosotros podía darse el lujo de adoptar a un perro solo. Dividir el costo de las facturas del veterinario, las cuotas de adopción y los suministros fue lo que nos salvó; revivió la generosidad que alguna vez nos habíamos mostrado mutuamente.
Esa noche, Jeff y yo sopesamos los pros y los contras de mantener una relación a distancia hasta que necesitamos tomar una pausa. Volvimos a hablar de eso al día siguiente y luego cambiamos el tema. Sacamos a Pudge a caminar y volvimos a hablarlo un poco más. Lo comentamos en la cama, con Pudge dormido en el piso.
A pesar de la distancia entre nosotros, los costos abrumadores de los boletos de avión y la incertidumbre de nuestro futuro, ya no podíamos separarnos, así como no pudimos dejar ir al perro.
Un año después, Jeff y yo seguimos juntos, aunque vivimos a cientos de kilómetros de distancia. Desearía poder decir que Pudge también sigue con nosotros, pero a principios de diciembre del año pasado, cuatro meses después de que me había mudado, el veterinario descubrió que Pudge tenía cáncer en todo el cuerpo. El primero de enero tuvimos que dormirlo.
Pudge no es la única razón por la que Jeff y yo no terminamos, pero fue una razón de peso para unirnos cuando más lo necesitábamos. Al darle un nuevo hogar a un perro viejo durante los que resultaron ser sus últimos meses, también le dimos a nuestro amor un nuevo lugar para vivir.