Por Maura
Lammers
Cuando sonó el teléfono, estaba probándome un vestido. Le
insistí en que me dejara en paz durante algunas horas de mi día libre, pero
Jeff estaba llamándome. Me estaba probando ropa que no podía costear en una
tienda a unas cuantas calles de la casa, y cuando él me pidió que saliera,
pregunté: “Cómo sabes dónde estoy?”.
“Vi tu auto”, dijo. “Te tengo una sorpresa”.
Mientras me vestía, traté de darle el beneficio de la duda a
mi novio. Tal vez quería tener un gesto amable conmigo, como invitarme un café.
En cambio, lo descubrí esperando en la banqueta al lado de un
perro color canela que le llegaba a la rodilla. El perro se me acercó, con
resoplos causados por la humedad; parecía haber una sonrisa en su hocico de
cachetes caídos. Hice el sonido que siempre hago cuando veo a un perro que no
conozco; en parte suena como un arrullo de un adulto hacia un bebé y en parte
como los gritos de un niño al ver un regalo de Navidad.
El perro era bajito y fornido, con la cabeza cuadrada como un
pitbull, pelaje delgado y las orejas pequeñas dobladas en triángulos
simétricos.
“¿De quién es este perro?”, pregunté. “¿Cómo se llama? ¡Qué
tierno!”.
Jeff dijo que había visto a Pudge desde su auto, merodeando
como a un kilómetro y medio de ahí. Preocupado de que el perro estuviera
perdido con ese calor, lo siguió durante una cuadra. “Por fin logré acercarme
lo suficiente para abrir la puerta”, explicó. “Y Pudge saltó al auto”.
“¿Cómo sabes que se llama Pudge?”.
“No lo sé”, contestó Jeff. “Decidí ponerle así. Sé que tienes
planes pero, ¿crees que podrías ayudarme a encontrar a su familia?”.
Esa era una de las cosas que siempre me habían encantado de
Jeff, su maña para arruinar mis planes de la mejor manera posible. Hacía tiempo
que no me dejaba llevar por su espontaneidad y, con Pudge moviendo la cola
frente a mí, no pude negarme.
En aquel momento, Jeff y yo llevábamos dos años de relación.
Vivíamos juntos desde hacía un año y medio. Cuando nos mudamos a la casa de tres
recámaras que compartíamos con dos amigos, yo quería que tuviéramos un perro.
Aquello se convirtió en el tema de conversación de todas las noches, hasta que
fue motivo de discusiones.
Jeff tenía razones lógicas para no aceptar volvernos padres
de un perro: estábamos tratando de ahorrar dinero, teníamos horarios dispares
en nuestros trabajos y ambos queríamos irnos de Kansas City, Misuri, pronto.
Yo argumentaba que él solo estaba evitando el compromiso de
un perro; y por “compromiso de un perro” me refería al compromiso conmigo. No
peleábamos seguido, pero cuando lo hacíamos era por eso. Nunca dudé que Jeff me
amara, pero se sentía más cómodo viviendo un día a la vez que haciendo planes a
futuro conmigo.
En las semanas previas a que encontráramos a Pudge, la vida
se nos había complicado más. La hermana de Jeff se había enterado, a los 33
años, de que tenía cáncer cerebral y él decidió que regresaría a casa de sus
padres en Minnesota para cuidarla. En aquella época, yo decidí que haría un
posgrado en Spokane, Washington.
Nos quedaba un mes en nuestro contrato de arrendamiento.
Ninguno de los dos quería terminar, pero sabíamos que era lo correcto dadas las
circunstancias. Con el mismo optimismo triste, acordamos que quedaríamos como
amigos.
Dado que Pudge no tenía placa ni chip, caminamos por el
vecindario donde Jeff lo había encontrado hacía tres horas. Recorrimos todas
las calles. El perro nos seguía lentamente mientras tocábamos puertas y
preguntábamos a los transeúntes si lo reconocían.
“No”, escuchábamos una y otra vez. “Pero no hay cómo negar
que es lindo. Deberían quedárselo”.
Jeff y yo sonreíamos mientras evitábamos hacer contacto
visual entre nosotros.
Después de dos días de largas caminatas y un sinfín de
publicaciones en redes sociales, no había ningún indicio de que estuviéramos
más cerca de encontrar a los dueños de Pudge. Un día antes, lo habíamos llevado
a revisión con el veterinario y nos enteramos de que tenía una infección en el
oído. Cuando le echamos un chorrito de medicamento por la oreja, entrecerró los
ojos, pero no se quitó ni intentó mordernos. Nunca ladraba, solo chillaba
bajito si Jeff o yo salíamos de la habitación y meneaba la cola cuando
regresábamos.
No podíamos creer que un perro tan bien portado no tuviera
casa. Sin embargo, a pesar del buen comportamiento de Pudge, los amigos con los
que vivíamos ya querían que nuestro peludo intruso se fuera, lo cual era
comprensible.
El refugio que no mataba a los animales al que acudimos en
Kansas City tenía una política con la cual se debía pagar una tarifa por los
perros callejeros si se iban a quedar durante más de 72 horas. Nuestra otra
opción era llamar a control de animales, que lo llevaría al mismo refugio, pero
de manera gratuita. El tercer día, Jeff hizo la llamada y una oficial fue por
el perro una hora después. Pudge salió a recibirla, atravesando la puerta de
malla y la saludó igual que hacía con todo el mundo: como si fuera un amigo al
que no veía desde hacía mucho tiempo.
“¿Podemos despedirnos?”, pregunté. Traté de contenerme, pero mientras
me agachaba para acariciar a Pudge, comencé a llorar, igual que Jeff.
La oficial nos miró como si estuviéramos locos. “Miren, no me
lo tengo que llevar. Se puede quedar aquí”.
“No”, dije, hablando entrecortadamente. “No podemos
quedárnoslo”.
Mientras la oficial se llevaba a Pudge, Jeff y yo nos
abrazamos.
“¿Hice mal?”, preguntó Jeff.
“No”, contesté. Pero ambos lloramos con más ganas.
Unas dos horas después, cuando Jeff se fue a comprar cervezas
para ahogar nuestras penas, recibí un mensaje de Facebook de una mujer que
reconoció a Pudge en una de mis publicaciones. Dijo que se llamaba Buddy y me
dio el número de sus propietarios. Les escribí para decirles que “Buddy” estaba
esperándolos en el refugio.
“Tal vez sea lo mejor”, escribió el hombre. “Ya tenemos tres
perros. Estábamos pensando en regalarlo de todos modos”.
Para cuando Jeff regresó, sentía que necesitaba algo más
fuerte que alcohol.
Saber que los dueños de Pudge no lo querían de vuelta lo
cambió todo. Seguíamos sin un centavo. Nuestra relación seguía estando al borde
del fin. Además, era cierto que si dejábamos a Pudge en el refugio, podría
encontrar otro hogar. No obstante, no pudimos hacerlo.
Nos quedaban dos semanas donde vivíamos antes de que
terminara el contrato de arrendamiento, pero no habíamos hablado de terminar.
Solo hablábamos de recuperar al condenado perro.
Así que hicimos un plan. Dado que yo tenía que mudarme más
lejos y tendría un horario más ocupado como estudiante, decidimos que Jeff se
llevaría a Pudge. Les suplicamos a nuestros amigos que toleraran al animal un
poco más y al padre de Jeff que dejara que Pudge se mudara a su casa a finales
de agosto, junto con su hijo adulto.
Nuestros amigos y seres queridos aceptaron estas demandas con
más amabilidad de la que quizá merecíamos. Tal vez supusieron, con justa razón,
que Jeff y yo estábamos al borde del colapso.
Trajimos a casa a Pudge a mediados de agosto y seguimos una
vida normal una semana más. Lo llevábamos a pasear, lo bañábamos en el jardín
con la manguera, lo regañábamos por pedir comida de humanos. Pudge se extendía
por todo el piso de la cocina siempre que yo cocinaba la cena. Tomaba unas diez
siestas a lo largo del día y a pesar de ello dormía sin hacer un solo ruido
toda la noche.
Días antes de la fecha en la que teníamos que mudarnos, miré
nuestras maletas y cajas a medio empacar, y a Pudge dormido en su cama.
“¿Sabes qué?”, le dije a Jeff. “Me molesta que nunca hayamos
hablado de una relación a larga distancia como una opción”.
Hasta ese momento había hecho lo posible por irme separando
lentamente de Jeff, para aminorar el duelo inevitable. Sin embargo, tener un
perro había hecho que tuviéramos una conexión. En lugar de no salir juntos,
Jeff y yo llevábamos a Pudge al parque o a almorzar. Discutíamos sobre la mejor
marca de comida para perro en lugar de concentrarnos en el final de nuestra
relación.
Sobre todo, ninguno de nosotros podía darse el lujo de
adoptar a un perro solo. Dividir el costo de las facturas del veterinario, las
cuotas de adopción y los suministros fue lo que nos salvó; revivió la
generosidad que alguna vez nos habíamos mostrado mutuamente.
Esa noche, Jeff y yo sopesamos los pros y los contras de
mantener una relación a distancia hasta que necesitamos tomar una pausa.
Volvimos a hablar de eso al día siguiente y luego cambiamos el tema. Sacamos a
Pudge a caminar y volvimos a hablarlo un poco más. Lo comentamos en la cama,
con Pudge dormido en el piso.
A pesar de la distancia entre nosotros, los costos
abrumadores de los boletos de avión y la incertidumbre de nuestro futuro, ya no
podíamos separarnos, así como no pudimos dejar ir al perro.
Un año después, Jeff y yo seguimos juntos, aunque vivimos a
cientos de kilómetros de distancia. Desearía poder decir que Pudge también
sigue con nosotros, pero a principios de diciembre del año pasado, cuatro meses
después de que me había mudado, el veterinario descubrió que Pudge tenía cáncer
en todo el cuerpo. El primero de enero tuvimos que dormirlo.
Pudge no es la única razón por la que Jeff y yo no
terminamos, pero fue una razón de peso para unirnos cuando más lo
necesitábamos. Al darle un nuevo hogar a un perro viejo durante los que
resultaron ser sus últimos meses, también le dimos a nuestro amor un nuevo
lugar para vivir.