Hasta la fecha, Nicolás Maduro sigue siendo presidente de la República. Ilegítimo o no, nos guste o no, sigue firmando cheques, metiendo preso a quien le da la gana y decidiendo sobre la vida de los venezolanos. Y lo más lamentable es que somos nosotros los únicos responsables de la tragedia en la que estamos inmersos. Sí, nosotros. Usted y yo como ciudadanos, y una dirigencia política que aún sabiendo que la abstención es la que mantiene al gobierno atornillado en el poder, insiste una y otra vez en llevarnos por ese barranco. Es hora de hablar claro, sin tapujos, y de aceptar nuestros errores como sociedad para poder asumir los correctivos que hagan falta para romper con este drama nacional.
Y no lo digo yo, de eso hablan los números y la historia. Basta con revisar los resultados oficiales de cada elección para que la realidad nos explote en la cara. Con intención o sin ella, hemos sido víctimas de una estafa continuada a través de los años en la que nos hemos dejado arrastrar, quizás por inocencia, por comodidad o por ignorancia, al despeñadero que mayor daño nos ha hecho como país, como sociedad, como individuos.
Al “monstruo” político y electoral que se llamó Hugo Chávez, lo creamos nosotros. Lo alimentamos y le regalamos hasta nuestra alma. Nos chupó hasta la sangre porque nosotros se lo permitimos. Llegó a la presidencia en el año 98, con el apoyo de 3.673.685 electores, de un total de inscritos de 11.013.020. Le ganó a Salas Romer, su más cercano contendor, por un millón de votos que fácilmente se encontraban entre ese poco más de 4 millones que no votó y los 212.000 que se diluyeron entre Irene y Alfaro Ucero, por las benditas y sempiternas divisiones partidistas que lo único que logran es desmotivar a la población.
Desde entonces, comenzó Cristo a padecer. Con perfecto conocimiento del comportamiento de la oposición, Chávez hizo elección tras elección hasta quedarse con todo el poder. Así tenemos el referendo convocatorio constituyente, en abril del 99, en el que su opción ganó por dos millones de votos, quedándose poco más de seis millones de venezolanos inmersos en la abstención. Igual patrón de conducta se siguió de la elección de los constituyentistas hasta llegar a la aprobación de su constitución, a través de la cual concentró todo el poder.
No conformes con entregarles en bandeja de plata nuestro destino, quizás porque aún no definíamos el tipo de enemigo con el que nos enfrentábamos, en las elecciones del año 2000, convocadas para legitimar todos los cargos, la reina de la fiesta fue nuevamente la abstención y con ella se sellaba la continuación del chavismo. De 11.722.660 inscritos en el registro electoral, sólo 3.757.773 votaron para que Hugo Chávez se quedara en el poder, superando a su rival por 1.398.314 votos que fácilmente pudieron sumarse con el respaldo de los 5.120.464 personas que decidieron abstenerse.
Y así podemos seguir detallando cada uno de los eventos electorales. En todos se repite la misma tendencia. Siempre la abstención, entre 4 y 6 millones, gana la partida, beneficiando abiertamente a quien ostenta el poder. Quizás el ejemplo más claro de ello es la elección presidencial de 2013, en la que Nicolás Maduro resultó ganador por encima de Henrique Capriles por apenas 223.599 votos. Sin duda, aquí debió producirse el quiebre definitivo del chavismo, pero una vez más esos votos que faltaron se diluyeron entre los venezolanos que no votaron. Incluso, aplicándole los efectos de
la diáspora -calculada para agosto de 2017 en dos millones de personas- al REP de entonces que se ubicaba en 18.904.364, es imperdonable que no pusiéramos fin a la era chavista. Votaron 15.059.630 pero más de tres millones se abstuvieron.
Ni hablar del pasado 20 de mayo cuando de un total de 20.527.571 venezolanos inscritos en el padrón electoral, sólo votaron 8.603.336. Nicolás Maduro se reeligió como presidente con 6.245.862 votos, mientras que la abstención llegó a los 11.924.235 electores, cifra a la que, aún aplicándole los cuatro millones de venezolanos que se estima han salido del país, era suficiente por sí sola para sacarlo del poder.
Es importante revisar la historia, analizarla, desmenuzarla, sobre todo los políticos, si es que quieren seguir siendo nuestros guías en este camino de espinas. Basta de venderle mentiras a la gente. Basta de hacerles creer que no votando lograrán algo a favor. Basta de utilizar la abstención como escudo protector a los conflictos e intereses internos de los partidos. Basta de hacer de la abstención la excusa perfecta para justificar que no pueden acordar un candidato único. Basta ya de divisiones.
Como dicen, Dios habla por las matemáticas, y más claras no pueden estar. Entonces, ¿qué se esconde detrás de la abstención? ¿Quién se beneficia con ella? Evidentemente, el pueblo no es. Es hora de reivindicar el voto como nuestra única arma de lucha, como la más letal y segura que tenemos para enderezar el rumbo e intentar recuperar veinte años perdidos.
Gladys Socorro
Periodista