Por Javier Lanza
La designación de los pupitres de prensa es una cuestión
de azar. Si bien la FIFA decide más o menos poner los periodistas más o menos
ordenados por país. Argentinos por un lado, islandeses del otro. Mi asiento era
el 102 C, un lugar casi pegado al banco de suplentes argentino. Desde ahí miré
toda la tarde como Jorge Sampaoli se volvía loco con el gol del Kun y como
arengaba tras el sorpresivo empate islandés. Pero la historia de hoy tiene como
protagonista al hombre que estaba al otro lado de mi escritorio. Henry.
No nos conocimos. Nunca nos vimos antes. Y es más que lógico.
Es la primera vez que piso un partido mundialista, y su suerte viene creciendo
con esta camada de jugadores que lo hizo vivir los más grandes torneos. Hace
dos años hizo historia en la Eurocopa y desde hace unas horas lo ayudó a
descubrir lo que es sentir un Mundial. Los dos éramos debutantes y su emoción y
la mía se parecían bastante.
Su tamaño hace que sea imposible que pase desapercibido para
cualquiera. Por eso se destacaba por sobre el resto. Su incomodidad en la silla
que le otorgó la FIFA no le quitaba la sonrisa. Esas tres cifras (holgadas) que
muestra la balanza cada vez que se sube a una son proporcionales a la facilidad
que muestra a la hora de mostrar su alegría. Henry es un tipo que apenas me
saludó desde el otro lado de los escritorios me dijo “Hola, soy Henry, de
Islandia y ya me puedo morir tranquilo, vi a mi equipo en un Mundial”.
Con esa carta de presentación era imposible no empatizar con
ese hombre de cara redonda y cachetes colorados, que usó el tiempo de espera
para contarme su historia. Su rústico inglés me dejó saber que nació y vivió
sus casi 40 años en Husavik, una ciudad al norte de la isla. Este hombre que no
escapa a la lógica del apellido terminado en ‘son’ (hijo de) fue un cúmulo de
energía que solo puso cara mala cuando el Kun Agüero le rompió el arco a su
arquero. Ese fue el único momento en el estadio del Spartak en la que mi nuevo
Henry no me miró buscando complicidad. Esos (pocos) minutos en los que el país
de 330 mil habitantes estuvo en desventaja miró el piso y después empezó a
cantar una canción como si fuera un hincha más. Es que claro, el es uno de
ellos pero sentado detrás del escritorio.
Y lo demostró cuando Finnbogasson aprovechó el rebote de
Caballero para marcar el primer gol de Islandia en su historia mundialista. Tan
efusivo fue su festejo, que después de apoyar todo su voluminoso cuerpo en sus
lastimadas rodillas para gritar con vehemencia, que apenas ‘volvió en sí’ nos
pidió disculpas a los argentinos que lo mirábamos asombrados. Nadie se lo tomó
personal, porque sabíamos que Henry era un hombre cumpliendo un sueño. Como
yo.
El segundo tiempo simplemente lo disfrutó. A pesar de sufrir
con el penal. Nunca más perdió las formas. Ya estaba acostumbrado a las grandes
emociones. El tiempo pasó y su sonrisa no se fue más. Es que ese periodista,
uno de los pocos que vinieron a cubrir al equipo de Hallgrimsson, pudo haber
nacido en Mataderos, en Luis Guillón o en Isidro Casanova, pero hoy “tuvo la
suerte” de haber nacido en Islandia. Tomado de Página 12