El documental Chavela, dirigido a cuatro manos por Catherine
Gund y Daresha Kyi, retrata la vida y la intimidad de Chavela Vargas. Grande y
pequeña, voz vital del dolor y de la fiesta descontrolada también. Este trabajo
se destaca sobre todo porque pone en foco la saga artística de la cantante y su
leyenda lésbica que enfrentó, como nadie nunca antes ni después, al machismo mexicano.
Las mujeres, su boda artística con Almodóvar, el tequila y el fetiche de las
armas son algunos de los puntos clave en un relato que, casi como ella, hace
llorar y amar.
En la barra de un bar, con el pelo mojado como un sauce
llorón inclinado ante un café con ron servido en vaso, Marisa Paredes está de
espaldas a un televisor donde Chavela Vargas comienza a cantar “En el último
trago”; su música hace desaparecer todo el sonido ambiente, una guitarra y una
voz es lo único audible. Según el guión, en ese momento Paredes comienza a
sentir que “su sangre se mezcla con la cafeína y el alcohol, y que todo ello es
bombeado con fuerza por su extenuado corazón”, porque Chavela “con voz rota y
amaestrada por años de infierno” ha abierto “las compuertas de un verdadero
pantano de amargura”. Ahí está, Marisa Paredes se siente desnuda en su llanto,
los lentes negros no pueden tapar nada de su congoja, tampoco pueden teñirla de
duelo, porque es una sensación vital, las lágrimas la riegan, le confirman sus
raíces, su identidad, recorren un surco de su vida.
TERRITORIO DRAG
“Me críe muy sola. Nunca jugué con muñecas mucho, no era la
niña juguetona de escuela. Era soñadora, la muchacha que se levantaba en la
noche sin permiso de nadie a buscar dónde estaban dando serenata para oír
música, para ver la luna”, dice Chavela Vargas de sus años en Costa Rica, su
país natal, donde tuvo una infancia terrible, y aunque lo dice de manera
poética, esa soledad siempre fue una herida originaria. Porque no se trataba
solo de una elección, sino de un castigo: su forma de ser fue penada desde
siempre, sus modales que no se correspondían con los que se esperaba de una
niña nacida en 1919, y le costaron una infancia de desamparo. El peor de los
recuerdos que expone el documental es haber sido escondida en su propia casa
cada vez que recibían visitas, para que nadie vea a la niña masculina, de modales
impresentables. Como muchas personas LGBTIQ, Isabel (ése era su nombre de
familia) tuvo que huir del hogar, de la patria, para encontrar refugio en otro
nombre, otro territorio. “Fue un viaje tan extraño. Tenía ansiedad de llegar a
México. Algo me llamaba, algo me estaba esperando. Me estaba esperando ese ser
desconocido que es el arte. Todo el mundo sueña con México. Yo soñaba con un
paraíso que era México. México me enseñó a ser lo que soy, pero no a abrazos y
besos, sino a patadas. México me agarró y me dijo: te voy a hacer mujer, te voy
a criar en tierra de hombres”, dice Chavela, quien, a los 17 años, eligió
exiliarse en la canción mexicana para recrearla en forma de hábitat. Porque
tampoco las rancheras mexicanas estaban hechas a su medida, así que tuvo que
crear su propio terreno. “Primero me presenté vestida de mujer, con el pelo
largo, con maquillaje, con tacones. Ensayé como ochenta veces y me caí. Y no di
una. Ni fu ni fa vestida de mujer”, declara Chavela, que comenzó a dejar atrás
esas cantantes de glamour folklórico mexicano que ponían las manos en jarra.
Una vida de soportar que le gritaran marimacho por andar en pantalones por las
calles antes de mediados de siglo, Chavela tuvo el escenario como protección,
porque construyó una cantante que vestía y cantaba con otro estilo, y que tenía
tradición en las tablas, al menos las extrajeras, con Marlene Dietrich como
ícono mundial. El drag folklórico de Chavela incluso la llevó al cine,
protagonizando La soldadera, película donde a fines de los sesenta interpreta a
una mujer de armas gatillar, envuelta en balas, guerrillera a caballo. Esa
imagen que creó, y que el documental ilustra de maravillas, le sirvió para
crear su propia representación de la canción, su oposición al glam como
imposición a las cantantes. Como dice Eugenia Vidal, “No a los aretes, no a los
vestidos. Es el canto desesperado, le quita las ornamentaciones, y lo vuelve el
canto del alma herida, del final trágico del amor.” De la imagen a la música
había solo un paso, y lo explica Carlos Monsiváis en un texto dedicado a
Chavela: “‘No sólo fue su apariencia la que se saltaba las reglas establecidas,
sino que musicalmente prescindió del mariachi, con lo que eliminó de las
rancheras su carácter de fiesta y mostró al desnudo su profunda desolación”. El
pintoresquismo de los trajes coloridos y los sombreros XXL de los mariachis fue
descartado para dejar lugar para una musicalidad del dolor.” Cuando Almodóvar
en Tacones lejanos, se conmovió con esa característica musical de la cantante:
“Piensa en mí es una canción llena de ritmo, pero Chavela, cuando la cogió, la
rebajó totalmente, le quitó toda la alegría y toda la celebración que había en
la canción, y la convirtió en un fado, en un auténtico lamento.”
PASIÓN DE MULTITUDES
Aunque Chavela Vargas habló públicamente de su orientación
sexual recién en 2000, sus historias de amor y desamor habían quedado
encriptadas en las canciones, en sus interpretaciones. Incluso en sus memorias
no había nombres propios. Por eso, para las documentalistas, era fundamental
buscar testimonios de sus amantes, de mujeres que hayan inspirados los
sentimientos de Chavela. “Era realmente difícil encontrar a otra persona
–aparte de Frida Kahlo y Ava Gardner, ambas fallecidas– con quienes Chavela
había afirmado que había estado. Conseguimos una pista sobre una mujer en Costa
Rica, pero ella solo estaba dispuesta a dejarnos usar su voz y no quería estar
frente a la cámara, así que eso no parecía correcto. Casi nos habíamos dado por
vencidos”, relata Daresha Kyi, una de las directoras. Finalmente, una
entrevista con una de las guitarristas las llevó a Alicia Elena, una abogada
que fue una de las amantes más duraderas, que es el testimonio más valioso del
documental, ilustrado con una serie de fotografías inéditas de la pareja que
dan cuenta del período más oscuro de la vida de Chavela, cuando durante los 80
pasó una década sin cantar, creando el mito de que había muerto. “Ella
construye una leyenda negra, la Chavela Vargas que tuvo cuanta mujer quiso:
ella iba en un caballo blanco y muchacha bonita que veía, muchacha que se
trepaba al caballo y se la llevaba”, dice Alicia Pérez, quien crió a su hijo
junto a Chavela en Tepoztlán, un pueblo al sur de la Ciudad de México. “Su
música me conmovió en 1991 y aún conmueve hoy. Pero su alma y sus elecciones en
la vida son lo que realmente agita mi corazón, recordándome constantemente
vivir mi vida con la mayor honestidad y ferocidad posible”, afirma Catherine
Gund, la otra directora, quien se propuso dejar que germine esa feroz verdad amatoria
como relato-guía en el documental. Esa premisa permitió contar algunos amores
de Chavela como un aporte sustancial inédito. Así se ponen escena los metejones
famosos, como su presencia en la orgiástica fiesta de casamiento de Elizabeth
Taylor en 1957 en Acapulco y “cuando todo el mundo amaneció con todo el mundo,
yo amanecí con Ava Gardner”; o cuando pasó una temporada idílica en la casa de
Frida Khalo (“sus cejas juntas eran una golondrina en pleno vuelo”), y cuando
ella dijo adiós, la pintora le respondió “no te puedo atar a mis muletas ni a
mi cama”. Pero también el documental cuenta romances con mujeres menos
conocidas, con quienes huía en moto hacia las montañas, o sus problemas
políticos por terminar “enamorando a las esposas de los ministros”. Pero no hay
en este retrato solamente una visión romántica, porque también aparece la
locura del tequila y el fetiche por las armas, vicios pasionales y destructivos
que la cantante hereda de la cultura mexicana. Chavela es la crónica de una
amante desatada, de un lesbianismo libertario, pero también de huídas y
desamores, de violencia sentimental, del sufrimiento por dejar y por ser
abandonada. Es la vida aventurera de la pasión y del dolor como un misticismo
sin dogma.
PARTE DE LA RELIGIÓN
Cuando Chavela Vargas volvió a cantar a inicios de los 90,
varias personas lo vivieron como un milagro, estaban seguros de que se había
muerto luego de 12 años que habían pasado sin que pisara un escenario. En su
primer viaje a España, Pedro Almodóvar conoce a Chavela entre bambalinas, y lo
que era un amor a distancia, se volvió un matrimonio artístico. De hecho, ella
consideraba a Almodóvar su “marido en la tierra”. Lo cierto que esta alianza
modificó la mirada de ambas partes, Chavela ahora saldría de gira con el cineasta
manchego, quien la presentaría en escenario de distintas ciudades del mundo,
difundiendo su arte. El cine de Almodóvar giraría de la comedia al melodrama, y
luego directamente al drama, siguiendo el patrón estético de eliminar la
ornamentación de Chavela, en películas como La flor de mí secreto. “Miro con
tanto respeto el dolor que lo filmo como si yo mismo estuviera rezando en el
altar del dolor, hay cierto misticismo en mi mirada hacia el dolor... Me
produce tanta emoción el dolor que me parece que es una especie de religión,
una religión a través de la cual todos podemos comunicar porque todos
entendemos muy bien lo que es el dolor. ¡Chavela es la gran sacerdotisa de esa
religión! Además, el poncho que viste se parece a la casulla que lleva el cura
para la misa, y hay algo que Chavela hace muy bien: es la artista que mejor
abre los brazos, como un además de crucifixión. Chavela también tiene un rostro
como de dios primitivo esculpido”, dijo Almodóvar, instaurando así el culto
global por la cantante nacionalizada mexicana. El documental cuenta a la
perfección ese renacimiento y esa mística de Chavela, su conquista insólita de
teatros en París o su vuelta victoriosa y consagratoria a los escenarios
mexicanos. ¿Por qué en esa época Chavela Vargas se convirtió en una figura de
culto mundial? ¿Fue solamente el empuje de un Almodóvar que también se
globalizaba tras ganar el Oscar con Mujeres al borde de un ataque de nervios?
Fue antes de ese despegue de su carrera que Catherine Gund se cruzó con la
cantante: "Cuando mi mejor amiga, que era chicana, murió de SIDA en 1990,
huí a México. Allí descubrí las canciones de Chavela Vargas a través de unos
amigos que la adoraban. Cuando vieron que yo andaba por todos lados con mi
cámara y que me iba con la cámara a sus conciertos, ellos que querían
entrevistarla, hicieron lo posible por conseguirla. Así fue que un buen día nos
invitó a su casa en Ahuatepec. Las cintas de aquella grabación estuvieron en mi
armario guardadas en una caja por más de 20 años.". Tal vez ese testimonio
tenga una pista sobre por qué la canción tormentosa y el lamento entonado hayan
encontrado eco en ese momento: la crisis del sida tenía a inicios de los 90 su
peor momento, y el exorcismo cultual del dolor que escenificaban esas canciones
hizo mella en la comunidad queer, que no fue la única afectada por el sida,
pero sí de las más estigmatizadas. Aunque tal vez ella nunca haya hablado de la
enfermedad, pero “los silencios en mis canciones son desgarramientos”, dice
Chavela en el documental. En medio de la dolorosa pandemia del sida, Chavela en
cruz sobre el escenario, mártir redimida que volvió del ostracismo para
compartir sus dolencias, su canto lastimado para hacerlo grito primario y
comunitario. Pero como las leyendas, más allá de la razón que la impuso, su
pasión y su arte despojado no quedaron sepultadas en un tiempo, sino que se
dispersaron hasta nuestros días, donde aún se siguen contando sus crónicas a
galope de yegua. En 1999 llegó por primera vez a Argentina con un antológico
Teatro Ópera sin butacas vacías, y luego en 2001 regresó con Almodóvar como
maestro de ceremonias. Y volvió, y dejó su marca en Buenos Aires y la ciudad en
ella. Como frase de despedida, Chavela nos regaló su dolor sin fin, de lágrimas
como semillas que hacen renacer: “Pienso que sí me eternizaré. Pasará el tiempo
y hablarán de mí una tarde en Buenos Aires. Cuando un día empiece a llover, les
saldrá una lágrima, será una chavelacita muy chiquita.”
Ilustración de tapa: Maia Debowicz