TOMADO DE Blog de Golcar
Tenemos mas de dos horas sin luz. La noche esta fresca. La brisa del lago mueve el sonajero de metal que tintinea sin parar sobre mi cabeza. En la obscuridad de mi balcón, cierro los ojos y veo la mirada de Pablo.
Más de dos horas de apagón hoy. Ayer fueron tres cortes eléctricos, cada uno de más de dos horas. Y antier no sé cuántos apagones ni cuantas horas estuvimos sin luz. Ni el día anterior. Ya no recuerdo desde cuándo estamos viviendo esta cotidianidad de calor y tinieblas. Abro los ojos y recuerdo la mirada de Pablo.
Pero, hoy no maldigo. Hoy, no tengo arrechera. Hoy, a pesar de la oscuridad, no me enfurezco. Será por la brisa del lago que refresca y el tintinear del sonajero que me relaja, mientras leo «Medio sol amarillo», la novela de esa autora africana de nombre impronunciable e inescribible que brilla en la pantalla de mi smartphone.
Miro los edificios a oscuras y sobre el tintineo del sonajero, llega una música de algún vecino que debe estar bebiendo cervezas en la oscuridad y desgastando la batería de su equipo con una melodía de perreo que dice
«A mi me gustan mayores,
de esos que llaman señores,
de esos que te abren la puerta
y te mandan flores…».
de esos que llaman señores,
de esos que te abren la puerta
y te mandan flores…».
Tras esos ventanales negros y sin reflejos, tal vez hay gente que hace el amor, con cuerpos hechos sopas de sudores salobres, para olvidar el apagón.
En uno de esos apartamentos, tal vez esté Pablo. Con su mirada lánguida y triste, pensando en sus hijos que se fueron con sus nietos. Se fueron en busca de un presente para ellos y de un futuro para sus hijos. ¡Hartos de las miserias del socialismo! Cansados de colas, vicisitudes, carencias, hambre, mendicidad, miedo…
A Pablo Montiel lo conocí al poco tiempo de llegar a Maracaibo. Era un hombre pausado, de voz suave y sonrisa tímida. Siempre estaba bien vestido y de humor estable. De buenos modales, un poco amanerado. Un hombre culto. Arquitecto. Casado. Tenía un buen carro último modelo. Profesor universitario, investigador y prestado a la administración pública con el sueño de recuperar para la posteridad los valores artísticos de la ciudad. Promocionar, apoyar y difundir la producción artística de la región. Renovar y conservar los museos y galerías de la ciudad, preservar las pocas construcciones destinadas al arte y ampliarlas. Aumentar las colecciones y mejorar las condiciones de conservación de las obras de arte.
Nunca vi molesto a Pablo. Nunca me pareció un hombre de pasiones. Más bien, un tipo demasiado ecuánime. Un hombre al que nada lo sacaba de sus casillas ni lo hacía levantar la voz o decir groserías.
Para Pablo, la vida era la tranquilidad de su hogar y la estabilidad de su trabajo. Su ambición era la conservación del acervo artístico de la ciudad y del patrimonio cultural del país. Sólo eso lo movía. Poco tenían que ver la política y la ideología en la vida de Pablo Montiel. Se consideraba un hombre de izquierdas, pero sin radicalismos ni apasionamientos. Y si un gobierno de derechas le ofrecía un cargo o una oportunidad de poner en práctica sus sueños de conservación de las artes plásticas y de los museos, no dudaba en trabajar con ese gobierno. La política y la ideología no fueron nunca pilares determinantes en su vida.
Fue así como, al principio, apoyó la elección de Chávez. Pablo fue uno de los muchos que le compró al teniente coronel sus ideas de justicia social y de lucha contra la corrupción. Su discurso de izquierda, pero que se alejaba y diferenciaba del socialismo cubano diciendo, cada vez que le preguntaban, que lo de Cuba era una dictadura.
Cuando le ofrecieron a Pablo un cargo en el gobierno de Chávez en Caracas, lo pensó mucho antes de aceptar. Ya estaba muy decepcionado de la forma como el teniente coronel ejercía el poder. Pero le ofrecieron un cargo al que siempre aspiró. Un puesto desde el cual podría realizar su sueño. En Caracas, ocupando el cargo de director de Museos, podría ver materializado su sueño de preservar y difundir el valor y la historia del patrimonio plástico del país.
A pesar de sus resquemores por el autoritarismo de Chávez y los visos de seguir los pasos de la tiranía de Fidel en Cuba, Pablo aceptó el cargo que le ofreció. Era demasiada la tentación de poder llegar a donde siempre había soñado. Al fin y al cabo, él haría su trabajo sin importar el rumbo que Chávez le diera a su gobierno. Pablo no tenía ninguna responsabilidad política en el gabinete. Su cargo era institucional y haría todo lo posible por cristalizar su sueño patrimonial en el país.
Con la advertencia de que no toleraría que en su despacho se metiera la política y la ideología, aceptó el cargo. Chávez se comprometió a respetar la independencia del organismo y Pablo se sintió tranquilo al ver que su labor no se vería empañada por la manera como se dirigían los destinos políticos del país. Yo no me meto en política, lo mío es la historia, las artes plásticas y el patrimonio del país.
Pero, poco duró la tranquilidad. Pablo pronto descubrió que en los regímenes socialistas a la cubana, si tú no te metes en política, la política se mete en tu vida.
Primero fueron exigencias de hacer que los empleados de la institución fueran a marchas y concentraciones de Chávez. Tenían que calarse las horas de discursos del comandante cada vez que este lo exigía. Los trabajadores tenían que abandonar sus puestos dos o tres veces por semana para acudir, con su camisa roja, a los mítines del comandante. Pablo les decía que fueran si querían, que no era obligado. Aunque sabía muy bien que cada vez era más una orden y una imposición, que una invitación.
Él mismo, más de una vez, se vio obligado a asistir o participar en los interminables «Aló, presidente».
Hasta el día en que Chávez decidió que iba a intervenir unos edificios del patrimonio histórico del país para convertirlos en cualquiera de las locuras que a él se le ocurrían. Ya allí si Pablo reaccionó. Le advirtió que su proyecto no sólo atentaba contra el patrimonio de la nación sino que era inconstitucional.
Pero, el comandante era la Constitución. No había nada que se interpusiera entre él y su voluntad. Lo que él decía se hacía, aunque fuera contra las leyes y la Constitución. Y Pablo, eso, no lo podía tolerar. Dejando advertencia en un informe de porqué no se debía ejecutar el proyecto, presentó su renuncia y regresó a su cargo de profesor titular de la Universidad, en Maracaibo.
Se juró nunca más volver a trabajar con ningún gobierno. No sospechaba entonces que no vería otros gobiernos, pues el chavismo planeaba perpetuarse en el poder. Para no amargarse la vida, decidió no saber nada de lo que el régimen hacía con edificios y obras del patrimonio nacional. Se alejó de los museos para no ver en lo que los convertían la arbitrariedad y la desidia. Si quieren convertir Miraflores en un invernadero de cultivos hidropónicos, la Casona en un gallinero, la casa de Misia Jacinta en un CDI, que lo hagan. Ya esas no eran sus luchas. Pueden hacer de la Galería de Arte Nacional un modulo de Barrio Adentro, o un supermercado Bicentenario en el Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber. Su salud mental valía más que pelear con un régimen sordo y bruto.
Pasaron 10 años. Pablo se jubiló en la Universidad. Vio como su vida se fue volviendo cada vez más básica y precaria. Su salario de jubilado cada vez valía menos. Tocaba echar mano de los ahorros para poder comprar las medicinas y la comida. Su carro seguía siendo el mismo, año tras año. Lejos había quedado la época en que cada dos años cambiaba de modelo de automóvil. Su miranda se fue tornando mustia.
Hace pocos días, me conseguí a Pablo en la cola de un supermercado. Su franela desvaída, sus bermudas curtidos. El pelo blanco. La mirada sin brillo. La sonrisa triste. «Nos quedamos solos», me dijo tratando de tragar el nudo en su garganta. «Nuestros hijos se fueron con sus hijos. Aquí sólo quedamos mi esposa y yo. Ya no tenemos edad para irnos y empezar de cero. Pero ellos tenían que irse. Debían irse por ellos y por sus hijos. Ahora, vivimos de lo que nos pueden mandar. No tenemos ya como cubrir nuestros gastos con la jubilación que no llega ni a 10 dólares. El aire del carro se me echó a perder en estos días. Repararlo cuesta 10 millones de bolívares que no tengo. Ando sin aire y con miedo de ir con los vidrios abajo por la inseguridad…».
El viento sigue haciendo sonar el tintineo metálico del sonajero de tubos plateados sobre mi cabeza. La noche sigue oscura, hoy no hay luna. El reggeton del vecino cayó. Sólo hay oscuridad y el tilín tilín del móvil de tubos. Miro los edificios a oscuras. Sus ventanas como parches, como manchones negros, sin luz, me recuerdan la mirada de Pablo. Sus ojos apagados, ya muertos, esperando, únicamente, que la muerte venga a cerrarlos.