Leire Ventas / Tomado de
BBC Mundo
"Mi madre no hacía más que fumar crack y mi padrastro
llevaba violándome desde que tenía 6 años. Pero un día me harté y lo maté. Fue
la primera vez que asesiné a alguien.
Lo hice con un cuchillo y fue bien difícil.
Yo, con mis 12 años, era bien chiquita y él un hombre grande
que se resistió con todo su cuerpo hasta el último momento.
Pero lo logré. Y él se llevó su merecido.
Por aquel entonces no sabía nada sobre cómo esconder un
cuerpo o borrar evidencias, así que me llevaron presa. Me encerraron en un
penal para menores.
Mi infancia fue realmente una mierda".
Durante la hora en la que conversamos, Teresa* solo
mostró cierta capacidad de sentir, de padecer, que nos hace humanos en dos
ocasiones: cuando recordó su infancia y cuando me habló de sus hijos. El resto
del relato transcurrió como si aquello de lo que me estaba hablando no fueran
palizas, torturas, asesinatos, sino una suerte de trabajo rutinario.
A los 27 años, esta mujer menuda, de apenas metro y medio,
vestida con unos jeans impolutos, una chaqueta deportiva gris y zapatillas
nuevas, sus numerosos tatuajes totalmente cubiertos, la cara lavada y el pelo
recogido en una coleta, lleva más de media vida de cárcel en cárcel.
Pero al verla cuesta creer que es una de las pocas
pandilleras del Barrio 18, y que hoy purga una condena de 198 años por una
serie de asesinatos y otros cargos como extorsión.
El Barrio 18 y la Mara Salvatrucha 13 son las dos grandes
pandillas que aterrorizan al triángulo norte de Centroamérica, conformado por
El Salvador, Guatemala y Honduras, contribuyendo a que sea la región más
mortífera del planeta.
Ser mujer y pertenecer por derecho propio a una de estas
agrupaciones es raro.
Quizá por eso se ha escrito tan poco sobre ellas,
en contraste con todos los artículos periodísticos y académicos publicados
sobre los pandilleros.
La mayoría no ocupa un rol central en las estructuras y se
limita a desempeñar tareas periféricas, aunque vitales para estos grupos.
A pesar de ello, los miembros varones las consideran figuras
de segunda categoría, propiedad de la misma pandilla.
Así, se reproduce al interior de estos grupos el sistema
patriarcal imperante en las comunidades que los rodean y ellas se convierten
también en el blanco de una violencia atroz.
BBC Mundo viajó a Centroamérica para buscar sus testimonios y
a través de ellos intentar comprender cuál es el doble papel que cumplen estas
mujeres: el de víctimas y victimarias.
A Teresa la entrevistamos en el Centro de Orientación
Femenino (COF), una prisión para mujeres ubicada en la finca El Pavón, en el
municipio de Fraijanes, a 21 kilómetros de Ciudad de Guatemala.
"Somos el cerebro de la pandilla"
"Mi verdadera familia es el Barrio 18. La sangre te hace
pariente, pero es el respeto de la pandilla lo que te hace familia.
Me aceptaron porque conocía a la gente, porque mi madre
también era pandillera. Fue antes de que la metieran presa.
Lo primero que hice fue vender droga en las escuelas. Me
ponía el uniforme y nadie sospechaba.
Luego empecé a reclutar para la pandilla. Sobre todo a chicos
de la calle.
Llegaba y les daba de comer. Otro día les llevaba zapatos, lo
que necesitaran. Así te ganas su confianza y ven que la pandilla te ayuda. Y
luego les puedes pedir cualquier cosa. Que maten por ella, por ejemplo.
Además de eso, también caminaba".
Cuando un pandillero te camina, te lleva a un lugar en el que
otros te asesinarán.
"Es lo que suelen hacer las mujeres, porque somos
más discretas. Pasamos desapercibidas. ¿Quién va a pensar que vamos a
matarlo?
Piensan que somos más débiles. Que no aguantamos. Pero no. Y
no somos sumisas.
Somos el cerebro de la pandilla. Nosotras pensamos el plan y
ellos lo ejecutan. Aunque cuando yo les cuento esa teoría a mis compañeros se
me ríen.
Pasamos desapercibidas. ¿Quién va a pensar que vamos a
matarlo?
Teresa, pandillera
Es por eso que quiero ser ranflera. A día
de hoy solo los hombres son ranfleros -líderes de clicas, las células
o grupos asentados en un territorio concreto- y yo puedo ser tan buena
como ellos.
Aunque las que pertenecemos somos muy pocas, (los
pandilleros) nos tratan bien, como a hermanas.
Les va peor a las que hacen paros -las que
hacen trabajos para la pandilla, como extorsionar, sin ser miembro de ella-.
Por un pequeño error las pueden matar. Y si las detienen, como ya no les
sirven, las olvidan o se deshacen de ellas.
Pero es cierto que ser mujer pandillera es más difícil a
veces.
Cuando te brincan, por ejemplo, tienes
que soportar que los hombres, que son más fuertes que tú, te agarren a golpes y
patadas"
Dejarse brincar es uno de los rituales de ingreso a la
pandilla. Consiste en soportar una paliza propinada por varios miembros de la
misma durante 13 segundos, si se trata de la Mara Salvatrucha (MS), o 18
segundos si es el Barrio 18.
El informe "Violentas y violentadas. Relaciones de
género en las maras Salvatrucha y Barrio 18 en el triángulo norte de
Centroamérica", realizado por la oficina regional para América Latina de
la organización Interpeace y publicado en 2013, también menciona otro rito de
acceso para las mujeres.
Consiste en mantener relaciones sexuales con varios miembros
del grupo durante un periodo de tiempo similar y se le conoce como "el
trencito". Aunque en la investigación se aclara que "prácticamente
todas optan por la paliza y no la violación".
Teresa asegura que ella descartó la segunda opción.
"Las planchas —castigos dentro de la
organización— también son más duras para las mujeres.
Además, si afuera te encuentras con alguien de la pandilla
contraria, tienes que estar dispuesta a pegarle. No por ser mujer te
vas a librar.
Por esa misma razón, matar, matamos igual.
Y se vuelve un vicio, una droga. Es como cuando
consumes crack: siempre quieres volver a fumar y cada vez en mayor
cantidad.
Los sentimientos feos de la infancia son el motor para odiar
a quien no te hizo nada"
Teresa, pandillera
Cuando estaba en otro penal, por ejemplo, me ordenaron matar
a otra presa que era de la pandilla contraria.
Si apenas la conocía, pensará usted. Pero esos sentimientos
feos de la infancia como que son el motor para odiar a quien no te hizo nada.
Ahora que miro atrás quizá lo único que lamento es
haber llevado a mis hijos de misión".
Teresa tiene dos hijos, una niña de 10 años y un niño de 8.
Los tuvo con otro pandillero, que también está preso.
Los menores viven con su abuela. Y aunque nunca la han
visitado, dice que están en constante contacto. Con el padre de ellos se
coordina para conseguirles desde la cárcel un pijama, zapatos, lo que les haga
falta.
"Me acuerdo sobre todo de aquella vez que la misión era
engañar a un taxista que no había pagado la extorsión y conducirlo a la muerte.
Yo cargaba a mi hija y me senté en el asiento de atrás. ¿Cómo
iba a imaginar así que lo llevaba al matadero?
Lo mataron a balazos.
Los balazos… Mi hija se acostumbró tanto a aquel ruido…
Matar se vuelve un vicio, una droga. Es como cuando consumes
crack: siempre quieres volver a fumar y cada vez en mayor cantidad"
Teresa, pandillera
Pero aquellos días acabaron.
Aquí (en la cárcel) lo único que hago es levantarme a eso de
las 6 de la mañana, bañarme y bajar a la cancha a fumar marihuana hasta las 10.
Luego desayuno, me cepillo y hablo por teléfono. Porque aquí
dicen que no se puede tener celular, pero se tiene".
Me lo dice y se remanga los jeans y me muestra los tatuajes
que luce en la pierna izquierda. Entre otros símbolos típicos del Barrio 18
sellados con tinta permanente, se aprecia una calavera con manto negro y
guadaña.
Me explica que es en lo único que cree la pandilla, además de
la propia pandilla: la Santa Muerte, esa figura popular de origen mexicano que
personifica la muerte y es objeto de culto por unos y tachada de diabólica por
otros.
Lo mataron a balazos. Los balazos... Mi hija se acostumbró
tanto a aquel ruido..."
Teresa, pandillera
"¿Si alguna vez pensé en dejar la pandilla? No. Porque
dejarla es una ilusión.
Es como un hilo que te dan y lo van aflojando, y se alarga y
se alarga. Pero en cualquier momento lo cortan.
Uno sale muerto de la pandilla.
Porque por la pandilla hay que estar dispuesto a todo: a
matar y a morir".
"Cuando eres mujer de un pandillero, te comparten con
todos"
En las pandillas centroamericanas hay pocas como Teresa,
mujeres que pertenecen a ellas por derecho propio y portan "los
números" —tatuajes con el 1 y 8, en el caso del Barrio 18— o la M y la S
si se trata de la Mara Salvatrucha 13.
Son más numerosas las que nunca fueron brincadas, las que no pasaron
por un rito iniciático.
Se trata de las mujeres de los pandilleros, las que los
cuidan, las que crían a sus hijos, las que mantienen la comunidad mientras
ellos viven escondidos, a quienes utilizan para "cazar" al enemigo,
quienes los visitan en la cárcel y las que llevan una orden de un penal a otro,
son sus ojos y sus oídos, las que cobran las extorsiones y las que buscan los
cuerpos de los pandilleros muertos en Medicina Legal.
"Yo soy jaina.
Así se nos dice a las mujeres de los pandilleros. Y para
nosotras esa palabra casi siempre es sinónimo de muerte. O de algo peor".
Jessica tiene 26 años, el pelo largo y rubio amarrado en una
cola de caballo con la que juega mientras conversa, y viste un top de tirantes
ajustado y corto y un pantalón de deporte gris, también pegado al cuerpo.
Nos recibe en el patio bajo las oficinas de la dirección del
Centro Preventivo de Mujeres Santa Teresa, ubicado dentro de un complejo
penitenciario que se extiende como un pueblo en parte amurallado, en parte
alambrado, en lo alto de la zona 18 de la capital de Guatemala.
El pasado 17 de noviembre Jessica cumplió ocho de los 18 años
de prisión a los que la condenaron por extorsión.
Es una de las cuatro voceras de un grupo de unas 80 mujeres
relacionadas con el Barrio 18 recluidas en el penal y a las que, tal como nos
explica la subdirectora Diana Marisol Simón, se las mantiene aisladas del resto
"por su propia seguridad" y la de las demás.
Se presenta dulce y risueña, pero su carácter duro y
combativo no tarda en asomar a medida que la conversación torna hacia las
relaciones de poder entre las presas que portan su misma cruz, el Barrio 18,
pero sobre todo cuando hablamos de su pasado como pareja de un pandillero.
"Yo ya sabía que mi pareja era pandillero. Lo supe desde
el principio, pero me gustaba aquello de la adrenalina.
De lo que no tenía idea era de los asesinatos. De eso me
enteré cuando me fui a vivir con él. Yo tenía 16 años y el 14. Bien patojito —
joven— empezó en eso.
Cuando eres mujer de un homie—forma de referirse a los pandilleros
varones—, te comparten con todos.
Pero a mi marido eso le sacaba de onda. Así que cuando le
decían 'Mirá vos, está bonita', les decía que no jodieran, que yo era su mujer.
Y no me dejaba salir de la casa.
Cuando eres mujer de un 'homie' te comparten con todos"
Jessica, expareja de un pandillero
Nosotras corremos el doble de riesgo.
Nos puede matar la pandilla rival para hacerle daño a nuestra
pareja. Porque ya sabés, hay que golpear donde más duele.
Pero también la propia, si piensan que te sapeaste —los
delataste—, que los traicionaste.
O le pueden decir a tu marido: 'Mirá, la bicha sabe
demasiado'. Y pedirle que te mate. Así puede acabar degollada
una".
*Estos son nombres ficticios, escogidos para proteger las
identidades de quienes relatan sus historias.