En entrevista exclusiva, el investigador Alejandro Velasco analiza el
papel de los sectores populares en las protestas de Venezuela, que ya
llevan más de 70 días, con muertos y heridos, en el marco de una
multiplicidad de crisis.
Por
Pablo Stefanoni
Mucho se habla, y se escribe, sobre la crisis venezolana pero faltan
algunos eslabones. Entre ellos está la pregunta por los sectores
populares: ¿participan de las protestas?, ¿cuál es su relación con la
oposición?, ¿y con el gobierno de Nicolás Maduro?, ¿quiénes son y cómo
operan los famosos «colectivos»? Alejandro Velasco, autor de Barrio Rising. Urban Popular Politics and the Making of Modern Venezuela (2015), responde a algunos de estos interrogantes.
Una
de las dudas que aparecen al leer sobre la crisis venezolana es qué
factores sostienen a Nicolás Maduro en el poder. Siempre parece estar
por caer y no cae, mientras la crisis se agrava. ¿Cuál es su
interpretación?
Se combinan varios elementos. Por
una parte, está el aparato estatal y la elite chavista. En la medida
que vienen cerrándose espacios de maniobra en el plano doméstico e
internacional, y tiene que recurrir más y más al autoritarismo, las
figuras centrales del gobierno van atrincherándose al percibir una
amenaza no solo a su permanencia en el poder sino verdaderamente
existencial. Para algunos, es cuestión de principios: ante una oposición
envalentonada y con amplio apoyo en el país y en particular en el
extranjero, lo que está en juego es el legado de Hugo Chávez, en
particular el avance hacia el estado comunal. Más allá de la oposición
misma, esto siempre iba a significar una batalla contra la propia
Constitución de 1999 –redactada en los comienzos de Chávez–, y con
sectores internos del chavismo menos dados a la corriente socialista que
a la de democracia participativa, base de esta Carta. De modo que, para
los sectores más radicales, de cierta manera es un conflicto bienvenido
aunque muy demorado, quizás demasiado para ser exitoso, pero darán la
batalla de todas formas. Para otros, no obstante, el interés es más
prosaico: los lazos de cuadros claves del chavismo con la corrupción
desmedida –sea vinculada con el dólar preferencial o en algunos casos,
con el narcotráfico– hace que cualquier salida del poder implique la
cárcel, en Venezuela o en el exterior. De modo que la crispación del
conflicto, vista en términos existenciales, tiende a cerrar filas,
aunque por motivos muy diferentes.
Claro, hemos visto fisuras
importantes en el chavismo, con gente que se ha desmarcado, como es el
caso de la fiscal general Luisa Ortega Díaz. La fiscal ha mantenido una
posición muy crítica frente a los dictámenes del Tribunal Supremo que
invalidaban a la Asamblea Nacional, así como ante la convocatoria a la
Constituyente y la represión de protestas. Pero por ahora no se han
visto quiebres sustanciales. De cierta manera, incluso, las críticas de
la fiscal, que por más duras que sean tienen poco peso jurídico más allá
de palabras, benefician en parte al gobierno en el sentido de que
demuestran cierta disposición a darle espacio a voces distintas dentro
del aparato estatal. Pero es posible que la presión a la que se ha visto
sujeta, especialmente en medios de comunicación del Estado, tenga
mayores consecuencias, o bien que su ejemplo inspire más críticas e
incluso quiebres claves. Por ahora, no obstante, son pocos esos
ejemplos.
Por su parte, la oposición –aunque más unida que en
años previos– peca como en otras oportunidades de exceso de confianza y
cortoplacismo, en base su certeza de una victoria inminente. En esta
oportunidad, esta dinámica ha sido alentada de manera acentuada y –estoy
convencido– irresponsable, por voces como la del secretario general de
la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, cuyas
declaraciones llegan a sonar más fuertes que las de la propia oposición.
El acercamiento opositor al gobierno de Donald Trump, la emergencia de
gobiernos de derecha en Brasil y Argentina, y los intentos de diálogo
carentes de sinceridad por parte del gobierno debilitan cualquier
incentivo tendiente a moderar posiciones y buscar espacios para
negociar. Ante este escenario, el atrincheramiento por parte del
gobierno tiene su espejo en la actitud, también atrincherada, del
liderazgo opositor, del cual, de hecho, se nutre.
Por último,
está el «factor pueblo». Como en otras oportunidades, las
manifestaciones opositoras han sido multitudinarias. Pero a diferencia
de otros momentos, estas han logrado mantener día tras día, durante
mucho tiempo, niveles de participación importante. También tienden a
incorporar sectores sociales más diversos que en el pasado, aunque
resultaría exagerado decir que hay un verdadero cruce de clases. De
hecho, la brecha entre sectores populares y la oposición se mantiene y
se manifiesta en las calles. La oposición lo atribuye a temor o control
social de los barrios, sea por el Estado en su función de distribuidor
de recursos –los Comité Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP)– o
por los llamados «colectivos». De eso hay algo, pero está
sobredimensionado, y creo que obedece más bien a una falta de capacidad
de autocrítica por parte de sectores de oposición para entender por qué,
luego de dieciocho años, y a pesar de la crisis severa, aún no han
logrado encausar un mensaje que atienda a la enorme desconfianza por
parte de sectores que no creen que la oposición reunida en la MUD abogue
por sus intereses a futuro. Ante esa enorme falla, resulta mucho más
fácil atribuir la falta de participación masiva de los sectores
populares a un aparato coactivo.
Esto no solo se remonta a la
polarización en la era chavista. La desconfianza por parte de sectores
populares se extiende más allá, hacia sectores de clase media y alta
cuyo discurso sobre derechos humanos y democracia tiende siempre a
enfocarse en los derechos civiles y políticos más que los económicos y
sociales. Pero incluso existe una deuda moral de la oposición vinculada a
lo que fue la represión no solo durante el golpe de 2002, sino bajo el
Caracazo de 1989, además de varias masacres en los años 80 y 90 que
ponen en entredicho el apego real de sectores antichavistas hacia los
principios democráticos que enarbolan. Todo eso impide una revuelta
masiva por parte de sectores populares, lo cual tiende a darle márgenes
de maniobra al gobierno.
Vinculada a esta
descripción que hace de los sectores populares, ¿por qué finalmente no
«bajan» de los cerros, como suele decirse, dadas las privaciones
crecientes provocadas por el descontrol económico?
Primero
es importante entender que así como la oposición es heterogénea y en el
chavismo hay diferencias importantes en su interior, los sectores
populares son un actor complejo y a veces contradictorio. Dos ejemplos
solo en Caracas: en 2015 la parroquia 23 de Enero, vista como un bastión
de la revolución, votó mayoritariamente por la oposición en las
elecciones parlamentarias. Y en el municipio Sucre, que abarca el barrio
más grande de América Latina – Petare– gobierna la oposición desde
2008, aunque también allí operan consejos comunales muy afines al
gobierno. Como esos hay muchos otros ejemplos importantes de zonas
populares con representación política mixta, lo cual permite matizar sus
repuestas ante la crisis, que de hecho son diversas.
Por
ejemplo, si bien es cierto que no hemos visto participación masiva de
parte de aquellos sectores más afectados por la severa crisis, sin duda
sí hay protestas en los barrios. Tienden a verse más y más saqueos, sea
de comercios o de camiones de abastecimiento. Esto ocurre de manera
particular en el interior del país, donde el aparato de seguridad del
Estado es más tenue que en las grandes ciudades. Además, se reportan
disturbios en zonas del oeste de Caracas, de corte más popular, toda vez
que el sistema de abastecimiento de comida en los barrios –los CLAP–
presenta fallas y retrasos.
Por varios motivos, tales eventos
no suelen contabilizarse como protestas. Uno, porque la oposición tiene
interés en proyectar una imagen, sobre todo en el exterior, de
organización, no-violenta, centrada en reclamos de tipo político:
elecciones generales, libertad de los presos políticos, recuperación de
poderes para la Asamblea Nacional. Son reclamos fácilmente entendidos
como violación de derechos humanos en el ámbito internacional, por
tratarse se derechos civiles y políticos más que económicos y sociales.
Ante esto, si bien es claro que una rebelión popular masiva y
multisectorial sería bienvenida por la oposición, también sería difícil
situarla y canalizarla dentro de los marcos discursivos y estratégicos
que se han trazado. De modo que esas protestas están latentes, pero aún
circunscriptas a los márgenes.
Luego está el hecho que la idea
de barrios que «bajan» está muy atada a lo que fue el Caracazo de 1989 y
tiende a limitar lo que se imagina como protesta popular en Venezuela.
Se piensa en términos de explosiones sociales masivas y repentinas, no
como han venido trascurriendo en sectores populares propiamente
identificados con los reclamos de la oposición: a cuenta gotas. Hoy, el
tipo de protesta popular que se ve en sectores populares suele tener un
carácter reivindicativo más que político partidista. Pero las cifras del
Observatorio Venezolano de Conflictividad Social muestran protestas
continuas y a escala nacional; protestas barriales contra los efectos de
la escasez, la inflación, el colapso de servicios públicos, etc. De
modo que los barrios han venido protestando y seguirán haciéndolo.
Pero,
y esto es clave, una cosa es la protesta ante el gobierno, y otra la
protesta anti-gobierno. En el pasado reciente, cuando la oposición logró
una incidencia importante en sectores populares, lo consiguió enfocando
su mensaje precisamente en aquellos reclamos que tienen eco en los
barrios. Pero tiende a perder terreno cuando se aleja de estos y se
enfoca en demandas de corte más político: cambio inmediato del gobierno,
cese de la represión y violencia del Estado, ausencia de representación
política. No es que estos sean temas que no importen en sectores
populares. Todo lo contrario: precisamente estas fueron las bases sobre
las cuales Chávez en su discurso y, por un tiempo en la práctica, logró
el apoyo de estos sectores otrora marginados por las elites políticas y
sociales. Pero hoy, el foco en la condena hacia el Estado por su
represión de la oposición –sin duda correcto en principio– luce en los
barrios como privilegio de clase, ya que la violencia y el abuso
policial es pan de cada día en los sectores populares. Y ante ese
escenario vemos el repliegue de las protestas puntuales en estos
sectores, ya que, por más grave que sea la crisis, no van a apostar a un
cambio de gobierno sin alguna señal más o menos concreta sobre lo que
vendría, y encima con gente al mando que por décadas ha demostrado poca
voluntad de acercamiento y menos aún de comprensión de las exigencias de
los sectores populares; que no se esforzó en entender por qué Chávez
logro cautivar los sueños de tantos venezolanos, lo que no ocurrió por
meras dádivas, por carecer sofisticación ni por ser «enchufados».
Esto
es lo que subyace lo que refería arriba: la desconfianza. Sin duda, en
los barrios, el gobierno no solo está debilitado, sino desprestigiado,
incluso entre los chavistas más comprometidos, para quienes el gobierno
reacciona con timidez e incoherencia ante lo que perciben como una
oposición violenta. Pero las encuestas demuestran que la oposición
cuenta con una clara mayoría de aproximadamente 55% de apoyo contra un
15-20% del gobierno. Significa que a pesar de la crisis, una parte de la
población otrora simpatizante del chavismo y hoy decepcionados con el
gobierno, aun no se decide a apoyar a la oposición. Y ciertamente, van a
pensarlo muy bien en el marco de protestas que se tornan más y más
violentas, de manera particular en momentos como el actual en el que las
protestas van dirigidas a cambiar el gobierno sin una idea más clara
del futuro.
¿Hasta qué punto funcionan los CLAP y los colectivos como mecanismos de disciplinamiento social?
Sin
duda existen esos mecanismos pero su impacto, en particular el de los
llamados «colectivos», está sobredimensionado en el discurso y en el
imaginario opositor y en sus ecos en el exterior. Unos días atrás, por
ejemplo, un dirigente opositor tildó a la Guardia Nacional de
«colectivos», mientras que hace unas semanas corría una cifra, en
reconocidos medios internacionales, que indicaba que los colectivos
«controlan» el 10% del país. Más allá de grandes interrogantes no solo
sobre cómo se llega a ese porcentaje, sino lo que se define por
«control» –territorial, demográfico, operativo– este tipo de análisis
también apunta a un sujeto homogéneo que no se ajusta a la realidad.
Aunque comparten características –entre ellas la más destacada, claro
está, es el uso de armas de manera para-estatal– lo cierto es que existe
gran variedad entre grupos que se autodenominan «colectivos» o así son
conocidos. En su mayoría, se identifican con el gobierno, pero difieren
tanto en su nivel de apoyo como en los motivos por cuales lo hacen,
especialmente en momentos de abierto conflicto como el actual.
En
términos muy generales, podemos hablar de tres tipos de colectivos: un
grupo es de larga data, con orígenes anteriores al del chavismo. Tanto
en ideología revolucionaria como en disciplina táctica están muy bien
formados, y se remontan a la experiencia de las guerrillas de los años
60 de la que toman inspiración. También llevan adelante un trabajo
social importante, además del de vigilancia contra bandas delictivas en
los espacios donde operan, lo que les da legitimidad entre sus
vecindarios, con excepciones, claro está. Estos grupos han chocado con
el aparato estatal chavista, incluso con Chávez en su momento, toda vez
que critican la falta de compromiso ideológico de la elite gubernamental
en el marco de la corrupción galopante, porque reivindican su autonomía
respecto del orden jerárquico del Partido Socialista Unido de Venezuela
(PSUV) y porque sobrepasan el control sobre las armas que Chávez quería
canalizar, sin éxito, hacia las fuerzas armadas. De hecho, si bien
otros componentes del aparato represivo del Estado tienen vínculos
cercanos con colectivos, las fuerzas armadas por lo general los ven
negativamente. Esto explica la dinámica que los hace salir y tomar
acciones durante momentos de alto conflicto: menos en apoyo a Maduro que
en defensa de lo que entienden que es una campaña militar sin cuartel
para neutralizarlos en un contexto de transición.
Otro grupo
surge entre 2007 y 2012, en pleno auge chavista. Toman como modelo al
grupo anterior y desarrollan ciertas funciones similares de defensa en
espacios muy reducidos junto a un trabajo social donde operan, pero su
posicionamiento ideológico es mucho más comprometido con el «socialismo
del siglo XXI»; es decir, mucho más allegados al chavismo y menos
autónomos. Muchos están compuestos por gente más joven que los primeros
colectivos, con menos trayectoria de lucha social en sus comunidades,
pero dispuestos a desarrollarla en el marco de lo que fue la bonanza de
recursos de esos años. A medida que esos recursos han escaseado bajo el
gobierno de Maduro (e incluso antes), y por carecer de una base
ideológica fuerte e independiente, algunos han ido pasando a actividades
delictivas, haciendo uso de sus contactos en el gobierno, de su
armamento y de su control de espacios reducidos.
Por último
están lo que podemos llamar colectivos disfrazados. Surgen con la
implementación del llamado Operativo para la Liberación del Pueblo
(OLP), bajo el cual fuerzas especiales entran en barrios para
desarticular supuestas bandas criminales, y a menudo sus acciones
terminan en matanzas. En el marco de estos OLP, sectores de la policía
han tenido contacto con colectivos en zonas donde operan, en principio
para tratar de evitar enfrentamientos, pero en ese contexto, han ido
también apropiándose de tácticas y accionarios de paravigilancia que
utilizan los colectivos, pero ya con un fin netamente represivo. Además,
con sus acciones ya no solo de intimidación sino de choque e incluso de
intimidación de zonas opositoras confirman el imaginario extendido
sobre los colectivos: el monstruo latente bajo la cama. A partir del
ciclo de protestas de 2014, comenzamos ver a estos grupos, propiamente
parte del gobierno pero que se arropan en la nomenclatura y accionar de
grupos civiles armados, vestidos de civil y rodando en grupos de
motorizados.
En este momento de crispación, los tres grupos
están activos, pero su función es más bien de choque. De hecho, si las
elites chavistas se aferran aún más al poder en la medida que el
conflicto se torna más crítico, para aquellos percibidos como
«colectivos» la dinámica de vida o muerte es aún más férrea, aunque
difieran en sus motivos para actuar. La confusión sobre quién o qué son
verdaderamente colectivos deja entrever que, en un contexto de
transición, las fuerzas armadas –cuya relación con los ellos de por sí
es tumultuosa ya que los ven como usurpadores de sus funciones– tendrían
amplio espacio de maniobra para neutralizar cualquier cosa considerada
bajo ese nombre. Esto, claro, tiende a profundizar aún más la sensación
de defensa existencial por partes de colectivos que no obstante tienen
numerosas críticas a Maduro y la cúpula chavista, sea por corrupción o
por falta de compromiso revolucionario.
Más allá de esto,
pensar que miles o millones de personas en los barrios no protestan aun
cuando quieren hacerlo por estar atemorizados resulta más bien una
manera de postergar, de nuevo, la pregunta acerca de por qué, a pesar de
la crisis, y luego de más de tres lustros, la oposición no logra
motivar a sectores populares decepcionados con el chavismo para que se
arriesguen en las calles, así como lo han hecho en muchas oportunidades.
Y así, resulta más fácil imaginar que debe ser o por estupidez o por
miedo que no salen de manera masiva. El miedo, en particular, no ha sido
un factor limitante en otras protestas previas. Para entender esto
basta, de nuevo, ver los niveles de protesta reivindicativa, por lo
demás altísimos, así como el día a día de violencia y represión policial
en los barrios, las cuales no concitan ni una mínima parte de las
críticas que Almagro, Human Rights Watch, Amnesty International o un sin
fin de otras organizaciones le reserva a la oposición movilizada en las
calles.
¿Y los CLAP?
Los
CLAP ejercen esa función de control social de manera más clara y con
mayor impacto, ya que cubren mucho más territorio y, además, implican
ayuda que se torna más crítica y necesaria en la medida que la crisis
empeora. No por nada hubo un repunte importante en la aprobación de
Maduro a principios de año, que coincidió con un operativo masivo y
exitoso de distribución de los CLAP. Pero también es un mecanismo de
doble filo. Mientras más se crea en los CLAP una expectativa de ayuda
crítica y puntual, más precisa el gobierno darle un seguimiento
oportuno. En la medida en que no lo hace, se vuelve no solo posible sino
probable que este vínculo con el gobierno se deshaga y la gente salga a
protestar. De hecho, ya hay reportes de sectores populares que
protestan por las fallas en la distribución de los CLAP que se van
entrelazando con las protestas de corte más cívico y político. Si
persisten las fallas, y se derrumba la expectativa de ayuda, ese control
que vienen ejerciendo los CLAP se esfumará.
¿Qué perspectivas imagina para la coyuntura venezolana actual?
Todo
apunta a un escenario de más confrontación, lo cual, de hecho, marca un
hito en la trama reciente de Venezuela. Lo que se comenta poco es que,
dada la intensidad de la polarización, protesta y conflicto que ha
vivido el país en las últimas dos décadas (e incluso antes), a lo cual
se le suma el número descomunal de armas en la calle y los altísimos
índices de violencia delictiva, resulta insólito que la tensión social y
política no haya pasado a mayores, incluso a una guerra civil. Lo
cierto es que en momentos en los que también se hablaba en términos del
todo o nada, del fin del mundo, de un desenlace final ante un tablero
cerrado –como en 2002, 2007 o 2014 – Venezuela y su gente, a pesar de
todo, encontraron cómo frenar en el barranco.
Hoy estamos ante
una coyuntura muy diferente de instancias previas de crispación,
protesta y violencia. El gobierno no solamente está débil en cuanto a
apoyo popular sino ante un panorama geopolítico completamente adverso, y
con muchos de sus cuadros inmersos en la corrupción, lo cual reduce la
posibilidad de inmunidad ante un contexto de transición. El gobierno se
muestra arrinconado y sin ningún interés en negociar de buena fe, ya que
lo que está en juego es el todo. Por eso hace uso de todas las piezas
que controla en el aparato institucional para intentar frenar esa
debacle total, aceptando los costos de legitimidad que esto conlleva en
el ámbito doméstico e internacional. Claro, de parte de la oposición,
con más apoyo que nunca dentro y fuera de Venezuela, tampoco hay
voluntad alguna de negociar. Primero por cuestiones de principios –del
tipo «la democracia no se negocia», aunque qué entienden por democracia
está en entredicho– pero más que todo, por sentirse próximos a la
victoria final.
No obstante, también es cierto, aunque
resulte difícil aceptarlo, que, como mencionamos, ni la oposición ni el
gobierno cuentan con el poder abrumador para salir victorioso. Por eso
se estancan en una brutal lucha de trincheras sin un desenlace claro. El
gobierno juega al desgaste opositor. La oposición a un quiebre decisivo
dentro del gobierno –por ejemplo de fichas claves, especialmente en las
fuerzas armadas– y al aumento de las protestas en sectores populares
que obliguen a reprimirlas tal como se ha venido haciendo con las
protestas más convencionalmente asociadas con la oposición. Eso le
restaría muchísima credibilidad entre sectores que si bien mantienen
serias críticas y desilusión, aun no se deciden del todo a apostar por
una alternativa de gobierno opositora.
El comodín es la
Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Más y más resulta evidente y
conocido, no solo a escala internacional sino en la propia Venezuela,
sobre todo entre aquellos que simpatizan o simpatizaron con el gobierno,
que sus cúpulas están metidas de pleno en actos de corrupción,
especialmente en el tráfico de alimentos y de divisas que afecta de
manera más directa a sectores populares. Pero al contrario de las elites
civiles chavistas, los militares saben que son una ficha de negociación
precisamente por controlar las armas del Estado y estar en la posición,
en un momento dado, de dirigir esas armas en función de una
«pacificación» de sectores, por ejemplo los colectivos, que se opongan
de manera violenta a una transición. De hecho, la oposición mantiene
lazos con la jerarquía militar y pide públicamente que se manifieste
abiertamente contra el gobierno. Y puede que lo haga, pero más allá de
la paradoja de una oposición que por años ha criticado al componente
militar por sobreponerse al civil, quienes sufrirán las consecuencias
son esos mismos sectores populares de los que tanto se habla. Vale
recordar las palabras que el entonces flamante presidente Carlos Andrés
Pérez, en vísperas de lo que sería el Caracazo de 1989, le apuntó a un
dirigente de Acción Democrática: «Cuando el ejército sale a la calle, es
a matar gente». De modo que no sirve hablar de ángeles y demonios en
Venezuela. Quienes ayer enarbolaban los derechos humanos hoy los violan,
y viceversa. Y el precio siempre lo pagan de manera marcada esos
barrios de los que tanto se habla, y a los que tan poco se escucha, y
menos aún, se entiende. Esto es, en resumidas cuentas, el nudo y tamaño
de nuestra crisis.
Alejandro Velasco es historiador y profesor en la
Universidad de Nueva York (NYU). Es editor ejecutivo de NACLA Report on the
Americas.