Noriega servía a la CIA y al castrismo y recibió dinero secreto de ambos. A
diferencia de otros dictadorzuelos, que murieron en la cama, pagó sus vilezas
entre barrotes.
MARIO
VARGAS LLOSA / El pais – España
Manuel Antonio Noriega, uno de los más corrompidos y brutales dictadores
que haya padecido América Latina, acaba de fallecer de un cáncer al cerebro en
la ciudad de Panamá, donde estaba preso desde 2011, luego de haber cumplido 17
años de prisión en Estados Unidos y cinco en Francia, por crímenes contra los
derechos humanos, colaboración con el narcotráfico, robos, torturas, lavado de
dinero sucio y una larga lista de delitos más. Aunque pagó en parte su negro
prontuario, es posible que sus hijas hereden una buena cantidad de millones
esparcidos en cuentas secretas por el ancho mundo que la justicia de tres
países no ha conseguido recuperar.
Todo es oscuro y turbio en la vida del célebre Cara de Piña —así apodado
por las marcas de viruela de su rostro—, empezando por su nacimiento. Es seguro
que nació en un barrio pobre de Panamá y que tenía orígenes colombianos, pero
la fecha es incierta, pues él mismo la adulteró varias veces por razones
misteriosas, de modo que podría haber tenido 83 u 85 años a la hora de su
muerte. Lo seguro es que su siniestra carrera comenzó a la sombra de Omar
Torrijos, el cacique golpista que en 1968 depuso por las armas al presidente
panameño electo e inició su propia dictadura. Noriega fue su brazo derecho e
hizo una carrera meteórica en la Guardia Nacional hasta autoimponerse las
insignias de general. En 1983 tomó el poder sin necesidad de elecciones y
comenzó su estrambótica odisea.
Servía a la CIA y al castrismo, recibiendo dinero secreto de ambas fuentes.
Permitió a Estados Unidos establecer un centro de espionaje en el istmo, a la
vez que era informante de la DEA, y simultáneamente trabajaba para el cartel de
Medellín, que escondía su dinero en bancos panameños. Al mismo tiempo, hacía
pingües negocios con Fidel Castro y Moscú, a quienes vendió 5.000 pasaportes
panameños para que los usaran sus agentes secretos en sus correrías por el
mundo. Llegó a hacerse popular en América Latina, cuando, blandiendo un machete
y rugiendo: “¡Ni un paso atrás!”, encabezaba ruidosas manifestaciones
antiimperialistas de sus Brigadas de la Dignidad.
Pero al mandar torturar y decapitar en 1985 al doctor Hugo Spadafora,
célebre luchador por los derechos humanos, asesinato que provocó una conmoción
en el mundo entero, comenzó a cambiar su suerte. Había jurado morir de pie,
combatiendo; sin embargo, cuando la invasión de Estados Unidos, sin haber
disparado un solo tiro, corrió a esconderse en la Nunciatura. Allí estuvo 12
días, sometido día y noche a una grotesca sinfonía de música heavy metal que él
detestaba y con la que los ocupantes yanquis martirizaron sus oídos hasta que
se entregó. Comenzó su larga peregrinación por los tribunales y las celdas de
Estados Unidos, Francia y Panamá que ha terminado estos días con su muerte.
Entre la larga lista de dictadorzuelos que ha envilecido la historia de
América Latina, la gran mayoría murieron en su cama, ricos y hasta respetados,
después de haber bañado en sangre y vergüenza a sus países, y de haberlos
saqueado hasta dejarlos exánimes. Cara de Piña, uno de los más abyectos, al
menos pagó buena parte de sus vilezas entre barrotes, aunque, por desgracia, no
se ha podido rescatar sino un fragmento de la fortuna que levantó con sus
fechorías y que ahora podrán disfrutar en paz sus descendientes. Ya han
comenzado a hacerlo, por lo demás. Aquí en París, los diarios de esta mañana
señalan las magníficas clientas que eran las hijas del difunto en las tiendas
de súper lujo de la Rue Saint Honoré.
Me pregunto cómo terminará sus días Nicolás Maduro: ¿igual que Fidel
Castro, bien arropado por su guardia pretoriana en el cuartel misérrimo en que
habrá convertido Venezuela, o entre rejas como el general Videla, en Argentina,
o como Fujimori en el Perú? La verdad es que probablemente ninguno de la larga
fila de sátrapas que ha padecido América Latina haya llevado a cabo peores
hazañas que el antiguo chofer de autobuses al que el comandante Chávez dejó
como heredero (para que no le hiciera sombra). Ha sumido en la ruina más
absoluta a uno de los países más ricos del continente, que ahora se muere
literalmente de hambre, de falta de medicinas, de trabajo, de salud, tiene la
más alta inflación y criminalidad en el mundo, está quebrado y es objeto de la
repulsa y condena de todas las democracias del planeta. Antes sólo perseguía y
encarcelaba a quienes se atrevían a criticarlo. Ahora también mata, y a
mansalva. Sus colectivos chavistas, bandas de malhechores en motos y armados,
han perpetrado ya más de sesenta asesinatos en las últimas semanas, ante la
respuesta valerosa del pueblo venezolano que se ha volcado a las calles frente
a la amenaza gubernamental de reemplazar el Congreso por una asamblea de
sirvientes no electos sino nombrados a dedo, como lo hacían Mussolini y la
URSS. Cada día que pasa con Maduro en el poder la agonía de Venezuela se
agrava; pero todo parece indicar que el final de ese vía crucis está cerca. Y
ojalá que los responsables de la hecatombe económica y social que ha producido
el chavismo, empezando por Nicolás Maduro, reciban el castigo que merecen.
Los dictadores salidos de los cuarteles, como Pinochet, Noriega o Videla,
parecen ya de otra era, en una América Latina que, por fortuna, tiene ahora, de
uno a otro confín, gobiernos civiles, nacidos de elecciones más o menos libres,
y en la que hay largos consensos —que no existieron en el pasado— a favor de
instituciones democráticas y de políticas de apertura económica, estímulo a las
inversiones extranjeras e inserción en los mercados mundiales. Es verdad que en
muchos casos se trata de democracias roídas por la corrupción y que a veces
ceden a la tentación populista, pero, aun así, hay que tener en cuenta que una
democracia mediocre y demagógica es mil veces preferible a una dictadura, como
nos lo recuerdan a diario los venezolanos.
Por eso es muy interesante observar lo que pasa en Brasil. La
extraordinaria movilización popular que ha enviado ya a la cárcel a buena parte
de su élite política y a buen número de empresarios deshonestos no persigue
“una revolución socialista”, sino perfeccionar la democracia, liberándola de
los pillos que la estaban descomponiendo, destrozándola por dentro, con unas
alianzas mafiosas que enriquecían a verdaderas pandillas de empresarios y
políticos, buena parte de los cuales se hallan ya, gracias a jueces valientes y
limpios, en los calabozos o a punto de entrar en ellos. Ese es un movimiento
popular en la buena dirección; no quiere regresar al delirante populismo que ha
congelado a Cuba en el tiempo y está bañando en sangre y miseria a Venezuela
sino purificar un sistema al que estaban deshaciendo por dentro los ladrones de
guante blanco y permitirle funcionar. Si lo consiguen, el enorme Brasil dejará
de ser el eterno “país del futuro” que ha sido hasta ahora y comenzará a ser un
presente en marcha, modelo para el resto de América Latina.