Latinoamérica ha vivido un modelo de alternancia democrática durante cuarenta años
El rampante retroceso hacia el autoritarismo que se registra
en Venezuela es una anomalía histórica que rompe con un proceso de
homologación democrática de América Latina iniciado hace casi cuatro
décadas. Durante este tiempo, la región ha consolidado en el largo plazo
la pauta de la alternancia política sin dejar de estar libre de algunos
sobresaltos, en gran medida vinculados a la obsesión reeleccionista,
como la que hoy lleva al conflicto violento en las calles y en el
Congreso de Paraguay, y, en otros casos, a la apuesta a favor de
proyectos hegemónicos absolutamente irreconciliables con el pluralismo
y, por ende, con la lógica de la alternancia política como sucede con
Venezuela. Una lógica que se ha ido asentando de manera generalizada en
la región si se la toma en su conjunto.
Desde
1978 hasta hoy se han celebrado cerca de ciento cincuenta elecciones
presidenciales en América Latina. Una cifra suficientemente importante
para evaluar una parte substantiva de la democracia como es la capacidad
de traducir el juego gobierno-oposición, o, si se prefiere, confirmar
la probabilidad de que los gobiernos pierdan elecciones. En una
representación democrática ideal llevada a cabo por el referido binomio
gobierno-oposición, la probabilidad de que se diera la alternancia en el
largo plazo tendería a ser de 0,50. Esta es la cifra (0,47) que se
encuentra al analizar las elecciones presidenciales estadounidenses en
los últimos setenta años, mientras que en España, con una forma de
gobierno distinta por regir el parlamentarismo, la alternancia se ha
producido en cuatro de entre once elecciones celebradas (no se tienen en
cuenta las del 15D por no generar gobierno), es decir una probabilidad
de 0,36. Pues bien, en el conjunto de América Latina, la alternancia se
ha producido en 71 ocasiones de 132 posibilidades (0,53) entre 1978 y
hoy. Desde esta perspectiva, la vertiente electoral de la democracia ha
desempeñado su papel con razonable corrección.
No obstante, al tratarse de valores medios, los casos
nacionales se pueden encuadrar en tres tipos de países: aquellos con
alternancia baja, con un índice inferior a 0,34, que mantienen pautas de
cambio político reducidas como Colombia, El Salvador, Nicaragua y
Venezuela; un segundo grupo de países con una alternancia superior a
0,70, que gozan de mayor volatilidad gubernamental, como Costa Rica,
Ecuador, Guatemala, Honduras, Panamá y Perú; finalmente, los países de
alternancia media, con valores entre 0,34 y 0,69, que se acercan al
ideal señalado más arriba: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, México,
Paraguay, República Dominicana y Uruguay.
En Caracas, el gobierno, mediante un amago de
autogolpe, pretende detener el flujo social del descontento intentando
impedir en el corto plazo la celebración de elecciones
Lo interesante de esta visión comparada, y en un medio
plazo, es que permite fijar la atención sobre este índice simple, aunque
relevante en el quehacer de la competición política, con otros al uso
como la volatilidad electoral, la fragmentación partidista, la
institucionalización del país en cuestión así como su calidad de la
democracia. Es decir, llevar a cabo análisis que se hacen desde hace
tiempo en regiones con tradicionales electorales más longevas. Los
resultados son consistentes porque un análisis factorial sencillo
subraya que en América Latina, la alternancia media, la baja volatilidad
electoral, una mayor fragmentación partidista, un alto índice de
institucionalización y una mayor calidad de la democracia están en un
mismo saco. Ello significa que, con independencia de otros factores en
el funcionamiento de la política vernácula, fuera de los ciclos
señalados más arriba, la democracia latinoamericana al recoger la
alternancia como valor político está asimilada a los patrones
universales del comportamiento democrático.
En Ecuador, donde no se ha producido la alternancia si se
confirman los resultados preliminares ofrecidos por el CNE, sigue, no
obstante, siendo este un patrón mayoritario en el largo plazo ya que se
dio en ocho de las once ocasiones posibles desde 1978. La última década
de gobierno del omnipresente Rafael Correa ha dado continuidad a un
proyecto político con atisbos hegemónicos que ahora va a confrontar una
difícil coyuntura económica.
Mientras, en Venezuela el gobierno, mediante un amago de
autogolpe, pretende detener el flujo social del descontento intentando
impedir en el corto plazo la celebración de elecciones. Un escenario que
presenta ciertas similitudes con lo que hiciera Alberto Fujimori en
Perú en 1982 y Jorge Serrano Elías en Guatemala en 1983, disolviendo
ambos el Congreso, aunque con diferente éxito ya que este último terminó
perdiendo la presidencia.
Manuel Alcántara Sáez es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Salamanca.