Elías Pino Iturrieta / EL NACIONAL
Al concluir su independencia de Gran Bretaña,
Estados Unidos persiguió con tenacidad la expansión hacia el sur. En 1803 se
hizo de la Luisiana mediante compra. En 1812, después de tenaz presión, ocupó
la Florida occidental. A la Florida oriental le tocó turno en 1819, para
iniciar de inmediato la anexión de Texas y de otros territorios pertenecientes
a México. También tenía entonces la mira puesta en Nuevo México y en la Alta
California. La guerra de Texas, en la cual se empeñó con ahínco, le dio
pretexto espléndido para renovar numerosas proposiciones de cesión que
provocaron agitados movimientos de opinión pública en el alarmado vecindario.
Ante el fracaso de los recursos pacíficos y de
estrategias políticas que no pasaban de las bravatas, ocurrió la anexión de
Texas a la Unión, en marzo de 1845. El gobierno de México se vio obligado a
romper las relaciones diplomáticas y al desconocimiento de la independencia del
territorio forzada por una administración que se anunciaba como heraldo de una
vocación de crecimiento geográfico y cultural a la cual atribuían motivos
históricos. Bajo el mando de un comodoro O’Connor, los expansionistas llevaron
a cabo un despliegue impactante de fuerzas marítimas frente a los puertos de
Veracruz y Tampico. Desde la frontera terrestre, los ejércitos del general
Taylor expulsaron a la guarnición mexicana de la orilla oriental del río Bravo
y bloquearon la ciudad de Matamoros. Las fuerzas fronterizas iniciaron
preparativos de defensa y también movilizaron elementos armados, conducta
natural que fue manipulada por el presidente Polk y por el Congreso de la Unión
para asegurar que los mexicanos habían iniciado unas hostilidades que ellos
concluirían en victoria apabullante. El 13 de mayo de 1846, Estados Unidos
declaró la guerra. México hizo una declaración semejante, dos meses después.
Las carencias materiales de los mexicanos, pero
también la anarquía que reinaba por la prolongación de las guerras civiles,
impidieron que se detuviera la dominación de Nuevo México y de la Alta
California, y el control militar de Monterrey y San Francisco. Las primeras
escaramuzas desafortunadas provocaron la rebelión de los polkos, que permitió
el acceso del general Antonio López de Santa Anna a la presidencia de la
república. Santa Anna se estrenó con una ingrata novedad: los americanos
bombardearon Veracruz y forzaron su capitulación. El nuevo mandatario reprobó
el documento de los defensores del puerto y se comprometió a dirigir la guerra
personalmente. Reunió un ejército de 9.000 hombres, pero fue arrollado por el
general Scott. Después de la heroica resistencia de sus defensores, en la cual
destacaron los estudiantes de la Escuela Militar, la ciudad de México fue ocupada
por el ejército de Estados Unidos, el 14 de septiembre. Santa Anna renunció a
la presidencia y comenzaron los afanes diplomáticos.
La diplomacia actuó con lentitud, porque Estados
Unidos pedía la parte del león mientras los derrotados pugnaban por evitar una
expoliación monumental. México rechazó la entrega de la Baja California y el
libre tránsito por el istmo de Tehuantepec, solicitados por la contraparte, en
trabajosas negociaciones cuyo final no se vislumbraba. Por fin se suscribieron
los tratados de Guadalupe Hidalgo, que fueron avalados por los congresos de
ambos países. Todo concluyó, según proclamó la prensa en inglés y en español,
el 25 de enero de 1848. Por lo acordado, Estados Unidos se quedó con Texas
hasta el río Bravo, con Nuevo México y la Alta California. En consecuencia,
México perdió más de la mitad de su territorio, casi 2.400.000 kilómetros
cuadrados. A cambio, el vencedor convino una indemnización de 15 millones de
pesos, aseguró que no haría reclamaciones posteriores y se comprometió en la
defensa de las fronteras septentrionales ante incursiones de los llamados
indios bárbaros. En medio de vítores, ocurrió entonces en Veracruz el embarque
de las tropas estadounidenses. En México se inauguró una nueva administración
de tendencia liberal moderada, que debió enfrentar numerosos episodios de
anarquía y, en especial, la desmoralización cívica de los gobernados. Así comenzó
una historia sobre cuyo desarrollo no se puede escribir todavía el último
capítulo.