Vistas de página en total

18 enero, 2017

Donald Trump, la imagen genuina del ‘American Dream’

CTX Marcos Reguera

El nuevo presidente norteamericano es un fenómeno de consumo de la cultura popular. Tras la derrota de Clinton, sólo Bernie Sanders y Our Revolution pueden rivalizar con él
Marcos Reguera

<p>Cartel promocional de Trump del pasado 10 de enero.</p>
Cartel promocional de Trump del pasado 10 de enero.
Instagram de Donald Trump
17 de Enero de 2017
---------------------------------
“Make America Great Again”: un presidente para recuperar el American Way & Dream
Una de las cuestiones que más ha llamado la atención fuera de los Estados Unidos es que Trump haya conseguido vencer la contienda electoral con un discurso antisistema y anti-establishment cuando él puede ser fácilmente identificado como uno de sus más genuinos representantes.
Sin lugar a dudas, de entre todos los demagogos que la política norteamericana ha visto desfilar en la última década (y con el Tea Party han sido legión), Donald Trump es el amo y señor indiscutible. Sin embargo, haríamos un mal análisis si pensáramos que estas elecciones son la historia de un gran embaucador, un flautista de Hamelin que, apelando a las bajas pasiones de un grupo de electores hooligans, ha conquistado la Casa Blanca. Esta ha sido la historia que ha recogido la mayor parte de la prensa internacional y de la prensa liberal americana (la progresista). Por contra, se trata de una visión elitista que en el fondo piensa en los electores como unos imbéciles, o como si fueran menores de edad en el mejor de los casos, a los que no se les puede dejar que tomen decisiones sobre asuntos de Estado porque se dejan engañar por charlatanes.

Haríamos un mal análisis si pensáramos que estas elecciones son la historia de un gran embaucador que, apelando a las bajas pasiones de un grupo de 'hooligans', ha conquistado la Casa Blanca
Pero si por un momento analizamos a Trump por lo que simboliza, y no por sus salidas de tono discursivas, nos encontraremos con una visión muy reveladora sobre las razones por las que Trump esquivó en todo momento la terrorífica etiqueta de ser parte del establishment, aunque lo sea de pleno derecho por razones objetivas y subjetivas.
Un elemento recurrente durante todo el proceso de primarias republicanas y durante la campaña presidencial fue que la prensa anunciase la defunción de la candidatura de Trump a cada revés que éste sufría, con cada declaración polémica o escándalo que protagonizara el multimillonario. La situación era como vivir en un Domingo de Resurrección permanente, con un ave fénix resurgiendo constantemente de sus cenizas.
Y esto nos lleva a una de las preguntas más interesantes sobre la candidatura de Trump, y que sólo se puede responder acudiendo a la cultura política norteamericana, y no a la sabiduría convencional sobre discursos políticos e imagen pública que politólogos y periodistas han estado cultivando desde que la política de élites se convirtiera en política de masas, y esta última a su vez en espectáculo político.
¿Por qué Donald Trump resultó inmune a sus escándalos y otros políticos, como Hillary Clinton, se hundían con la más leve insinuación sobre su vida o la de cualquiera de sus colaboradores?
Donald Trump fue invulnerable porque no es la imagen de un político o empresario convencional, sino la imagen genuina del éxito bajo el American Dream.
Comencé esta serie definiendo lo que era el American Way & Dream  porque estas ideas son fundamentales para entender la narrativa vital de los americanos. Y lo más importante, expliqué cómo a través de las políticas económicas del último cuarto de siglo desaparecieron las condiciones para que el American Way & Dream  fuera factible, dentro de un relativo grado de espejismo y mito social.
Por otra parte, el lector recordará que a consecuencia de la globalización se realizó un reajuste en virtud del cual la población pasó de estratificarse dentro de una escala económica predominantemente nacional a una nacional internacionalizada, y que el encaje de los distintos sectores sociales por sus condiciones laborales y por su actividad productiva había redibujado la capacidad de la población para llevar a cabo su perspectiva vital, quedando unos integrados en la nueva realidad económica, y otros dislocados, viendo sus condiciones vitales deteriorarse a pesar de que en términos macroeconómicos hubiera crecimiento.
Esta situación globalizada presenta un gran contraste con la vida del periodo de postguerra en donde surgió el American Way & Dream. Pero esta ha sido una transformación silenciosa propia de todo cambio que es histórico. Las condiciones estructurantes que definen la vida de la gente se camuflan entre las modas pasajeras. Los ritmos de vida rutinarios proveen de una sensación de recurrencia y repetición que desdibuja los grandes cambios que suceden alrededor, y al final, los individuos y colectivos surgidos en una época concreta van quedando desactualizados, ajenos a la nueva realidad, y crecientemente conservadores ante un nuevo mundo cuyas claves no controlan del todo, pero que en apariencia no resulta tan distinto al antiguo. Entonces surge el malestar.
Cambia el modo de vida, pero no el discurso, las representaciones y las expectativas con respecto al antiguo mundo, y de este fenómeno surge una de las corrientes de la dislocación.
Con redes de solidaridad social débiles y garantías institucionales para una vida digna casi inexistentes, quedar expulsado del circuito laboral, o vivir bajo su amenaza, supone una condena a la exclusión
La otra, que es específica a nuestro momento histórico, surge como resultado de nuestra sociedad de consumo, donde la expulsión de grandes masas de población de dicho circuito de consumo supone la muerte social, incluso física. Un mundo donde las perspectivas vitales se circunscriben a países concretos, pero en donde las condiciones de trabajo escapan de los límites fronterizos. E incluso cuando el trabajo queda asegurado dentro de las fronteras, cualquier perturbación económica global puede transformar las condiciones económicas y laborales. Con ello podemos tomar conciencia de que el problema de nuestra situación no era que estuviéramos encadenados al consumo, como se expuso en muchas críticas de las últimas dos décadas, sino que estamos encadenados al trabajo, y que tenemos muy poco control sobre este, sobre sus condiciones, sobre la creación del mismo; nuestra incapacidad de vivir al margen del trabajo nos vuelve esclavos del proceso laboral y, a través de él, del sistema económico capitalista en su conjunto.
Dicho de otra manera, como nuestra supervivencia depende del consumo, y para consumir necesitamos salarios, y para tener salarios, trabajar, pero el hecho de que existan trabajos y sus condiciones ya no depende tanto del ámbito nacional, el único sobre el que tenemos algo de control por medio de la política, entonces sentimos que perdemos el control sobre la capacidad de asegurar nuestras condiciones vitales.  Y entonces surge el malestar.
Esto es igual de cierto tanto en países con un Estado del bienestar, como lo es en los Estados Unidos bajo el American Way & Dream. En Europa, un maltrecho Estado del bienestar herido por décadas de recortes puede atenuar algunos de los síntomas de estas dislocaciones. Pero en los Estados Unidos, donde las redes de solidaridad social son débiles y las garantías institucionales para una vida digna son casi inexistentes, el hecho de quedar expulsado o vivir bajo la amenaza de la expulsión del circuito laboral supone una condena social, a la pobreza y a la exclusión. Por eso la desaparición del American Way & Dream genera altas dosis de ansiedad que empujan a la población a buscar soluciones desesperadas por muy inverosímiles que parezcan.
Ante esta situación, durante las primarias y la posterior campaña se presentaron tres posiciones. La primera, representada por Clinton, negaba que existiera ningún problema de fondo, y defendía que el país, de la mano del presidente Obama, a la de la candidata Clinton, se encaminaba en un proceso de lento progreso hacia mayores cuotas de integración, igualdad y bienestar.
Frente a este discurso continuista y complaciente con el statu quo, se presentaron dos discursos coincidentes en apariencia pero diametralmente opuestos en su fondo.
El discurso de Bernie Sanders propuso enmendar la tradición del American Way mediante un nuevo contrato social para América, basado en la solidaridad social a través de la construcción de un Estado del bienestar y de la apuesta por continuar por el camino de la integración de las minorías al proyecto nacional, pero no a través de políticas de discriminación positiva, sino mitigando la desigualdad económica con programas sociales atendiendo a la renta (e incluyendo así a los blancos pobres también) y no por el hecho racial exclusivo, haciendo que la relación racial en los Estados Unidos transitase de la culpa y el odio a la solidaridad.
La campaña de Clinton negaba que existiera ningún problema de fondo y defendía que el país caminaba, de mano de los demócratas, hacia mayores cuotas de integración, igualdad y bienestar
El relato de Donald Trump, por el contrario, se reclamaba restaurador del American Way & Dream, y ahí residió la clave de su éxito. No negaba que hubiera un problema con el modo de vida y el sueño americano, como hacía Clinton, ni abogaba por reformarlo, como proponía Sanders, sino que planteaba recuperarlo como había sido en su época dorada en la América de posguerra. Hacer América grande de nuevo implica un recurso al pasado. La evocación de una grandeza perdida, de una sociedad industrial y de consumo, donde no había inseguridad económica ni delictiva porque reinaba el orden. El eslogan podría haber sido “recuperemos la América de siempre”, y habría funcionado igual. En el fondo el punto más revolucionario de la campaña de Trump no residía en sus ataques específicos contra las distintas minorías, por muy despreciable que resulte dicho recurso para la convivencia social y la dignidad de los colectivos. La mayor revolución de la campaña de Trump ha sido la impugnación de los avances modernizadores de los últimos cincuenta años, y ese hecho es mucho más agresivo con las minorías que cualquier insulto o bravuconada que Trump pudo usar durante la campaña.
Ambos, Sanders y Trump, competían entre sí por atraer el voto de los elementos dislocados de la sociedad, y hay que entender que el hecho de la dislocación no determina el voto hacia una opción rupturista progresista, o hacia una rupturista reaccionaria, sino que lo encamina tendencialmente hacia el voto protesta o la abstención por desencanto, pero sin determinar su signo.
Así, el voto de los dislocados se vuelve determinante para ganar las elecciones. Porque es un voto que atraviesa las distintas clases sociales, pero que se concentra en la clase trabajadora, una clase que especialmente en los Estados Unidos puede decantarse tanto a la izquierda como a la derecha. A la izquierda por su tradición sindicalista y de solidaridad obrera. A la derecha por su extendido catolicismo y fuerte vinculación a la imagen del American Dream, una sociedad de orden donde el trabajo es el vehículo al éxito, y como su mundo es un mundo que gira alrededor del trabajo, esto les condiciona a ser más permeables al discurso del American Dream. Los jóvenes, el otro gran sector de este grupo dislocado, encuentran que su conflicto, al igual que la clase trabajadora, es su relación con el trabajo. Pero en su caso, por su incapacidad de insertarse en el mercado laboral, o por hacerlo en condiciones muy inferiores a su preparación y extracción social de origen, les enajena del principal elemento discursivo e identitario del American Way & Dream. Así como desde la certeza de que su vida no será la historia de una progresión social por medio del éxito laboral.
Hacer América grande de nuevo implica un recurso al pasado. La evocación de una grandeza perdida,  de una sociedad industrial y de consumo, donde no había inseguridad
Por lo tanto, jóvenes y obreros partían desde una predisposición distinta a acoger a uno u otro candidato, y con muy poca predisposición a identificarse con el discurso de Clinton. Desarrollaré algo más este punto en la siguiente sección explicando cómo el Partido Demócrata perdió el voto obrero. Por el momento es suficiente saber que, de entre los dislocados con la globalización, los trabajadores blancos eran los más proclives a escuchar el discurso de Trump, porque es el discurso de una época dorada perdida donde, si bien ellos no eran la cumbre de la sociedad, al menos vivían bajo la promesa de que con su trabajo y esfuerzo algún día podrían llegar a serlo.
Este mito de la promesa del American Dream es uno de los elementos más movilizadores de las energías sociales en los Estados Unidos, y el más desmovilizador en términos de solidaridad por el cambio político y social.
Y en el momento en el que las promesas del American Dream parecen más difíciles de cumplirse por la desaparición del American Way, aparece un personaje que encarna la imagen del triunfo americano con todo su esplendor y exceso.
Califico a Trump de personaje no porque pretenda descalificarlo, sino por su condición pública en la cultura americana. Trump no es sólo una persona de carne y hueso, es un fenómeno de consumo de la cultura popular. Un personaje televisivo hecho carne que aparece para resolver los problemas del americano medio que lleva décadas familiarizándose con él a través de la televisión. Y es que si en Europa el nombre de Trump es relativamente nuevo, o sinónimo vagamente conocido de millonario, en los Estados Unidos no hay apenas un americano que no conozca a Trump y sus excentricidades.
Durante treinta y dos años Donald Trump ha protagonizado cameos en un total de doce películas y catorce series de televisión. Que el formato de aparición sea casi siempre el cameo es un dato relevante, ya que subraya la voluntad de escenificar al personaje construido alrededor de su figura. Un personaje que no sólo ha aparecido en piezas de ficción televisiva, sino que ha sido omnipresente en entrevistas, debates e informativos, sin olvidar su propio programa de radio, Trumped!. A esto hay que añadir  la transformación de su apellido y efigie en una marca de consumo. Además de las ya conocidas torres Trump, en el sector inmobiliario, que supone uno de sus principales activos, podemos encontrar hoteles, campos de golf y complejos residenciales con su nombre. Pero la cosa no queda ahí, entre la línea de productos Trump podemos encontrar comestibles, bebidas alcohólicas, perfumes, una universidad y hasta un juego de mesa con el que emular las aventuras inmobiliarias del multimillonario.
Pero si hay que destacar dos indiscutibles éxitos de Trump en la industria cultural estos son, primero, su programa de televisión The Apprentice, que se mantuvo en el aire diez temporadas, llegando a ser durante su primer año (2004) el séptimo programa de televisión más seguido con una media de 24 millones de telespectadores. Y en segundo lugar su libro The art of deal (1987), escrito en colaboración con el periodista Tony Schwartz, un libro mitad memorias, mitad libro de autoayuda financiera, del que se estima que se han vendido un millón de copias. A lo que se añade una lista de diecinueve títulos más escritos por él o en colaboración con otros periodistas, tratando todos de sus perspectivas financieras y políticas.
Y finalmente, aunque no por ello menos importante, Donald Trump ha sido junto a sus tres mujeres/exmujeres, centro constante de atención por parte de los medios del corazón, que llegan a un público que generalmente no está en contacto con las noticias políticas. Además “ha dirigido” agencias de modelos, de televisión, eventos deportivos, incluidos espectáculos de lucha libre de los que se declara fan. Una de sus apariciones estelares fue durante una apuesta con el milmillonario Vince McMahon en la llamada The billionaires battle, en donde no sólo enfrentaron a sus paladines de la lucha libre, sino que Trump se abalanzó sobre el otro milmillonario para partirle la cara en directo, y finalmente humillarle rapándole el pelo.
Imagínense la escena, y luego piensen en Hillary Clinton ofreciendo decenas de charlas remuneradas a todos los consejos de administración de Wall Street. Durante décadas Trump se dedicó a aparecer en los medios y situaciones que conectaban con la cultura popular estadounidense, mientras que Clinton se movió por los círculos más elitistas de la nación. El propio Trump en una entrevista realizada a finales de los años ochenta en la CNN reconocía que tenía mejor reputación entre los taxistas y trabajadores de Nueva York que entre sus colegas millonarios. En una entrevista realizada por Álvaro Guzmán para CTXT días antes de las elecciones en Pensilvania una mujer de mediana edad se refería a Trump como “a blue collar billionaire”, que se podría traducir como “un milmillonario de clase obrera”, lo que en términos estrictos es un contrasentido, pero en términos simbólicos apunta a una idea capital para entender la identificación de muchos americanos con Trump. Trump es un hombre del pueblo, de su cultura, que además es rico y un hombre de éxito. Es el cumplimiento del sueño americano. Y esa clave basta para que un hombre que posee más de tres mil millones y medio de dólares que su rival, Hillary Clinton, cuyo patrimonio se estima en treinta y un millones, consiga que muchos votantes identifiquen a Hillary Clinton con el establishment antes que a él.
Este hecho, además, es una de las razones por las que a Trump no le pasaron factura las innumerables salidas de tono que protagonizó durante la campaña. Al igual que Paris Hilton, Trump pertenece a un estilo de millonario showman y exhibicionista cuyas transgresiones no son motivo de reprobación real de la población. El americano medio les criticará en público, pero la admiración que despiertan entre grandes sectores de la población es mucho mayor. Esto es así porque su riqueza sirve para asegurarles la impunidad de la reprobación moral. La sociedad americana, en comparación con las europeas se encuentra imbuida de una salvaje represión moral de corte comunitario, que censura todo lo que escape a lo convencional. Y en este contexto, una de las mayores promesas del American Dream es que a través de la riqueza puedes escapar del juicio social y ganar la impunidad para ser quien tú realmente quieras. Por este motivo las provocaciones, la ostentación y los excesos de estos millonarios hacen que sean admirados como el cumplimiento de la promesa más profunda del sueño americano.
Hay otro aspecto de la retórica de Trump que conecta con esta idea. La idea de que él es un ganador y que eso le cualifica para ser un líder. Existe todo un discurso sobre la virilidad, la fuerza y el éxito que forma parte del imaginario del American Way & Dream, que divide el mundo entre “winners” y “losers”, y donde los ganadores cuentan con la patente de corso para hacer lo que quieran, porque en el fondo se lo han ganado. Donald Trump siente una necesidad compulsiva de hablar de sí mismo, y además en términos de ganador, posiblemente el término autodefinitorio que más utiliza. Y este recurso egocéntrico no causa rechazo entre buena parte del electorado americano. Primero porque es lo que se espera de un genuino ganador, y en segundo lugar porque eso les transmite esperanza. Muchos americanos conciben sus problemas en términos de “losers”, y el hecho de tener a un ganador de candidato les genera la ilusión de que con su ayuda podrán dejar de ser perdedores. Esta mentalidad es el precio más crudo de la cultura individualista americana.
Al igual que Paris Hilton, Trump pertenece a un estilo de millonario cuyas transgresiones no son motivo de reprobación real de la población
Sobre esta base discursiva del American Dream, y a través de utilizar su carisma para convertirse en un símbolo, Trump puso los cimientos para su victoria. El resto lo fue construyendo con una campaña que supo inspirarse en las dos victorias más genuinas del Partido Republicano. Las dos más anómalas de la trayectoria de dicho partido.
No es ningún secreto que la campaña de Trump tomó inspiración en las campañas de Nixon de 1968 y de 1972, en las que arrebató a los demócratas primero el norte industrial, y luego el sur blanco en lo que se conoció como la Southern Strategy (iniciada en realidad por Barry Goldwater, el padre de todos los ultraconservadores americanos). La Southern Strategy vinculó a los afroamericanos con el crimen, y al Partido Republicano como el partido del orden y de la mano dura frente a unos demócratas hippies y licenciosos. Trump realizó su Great Lakes Strategy en los mismos términos, añadiendo a los latinos a la lista de criminales. Nixon conquistó el sur de por vida para el Partido Republicano. El reto de Trump es hacer lo mismo con los Grandes Lagos y está por ver su suerte, aunque no cabe duda de que si consigue transformar su ajustada victoria en esa región en una reconfiguración de la coalición de votantes republicana, el partido será imbatible durante décadas.
No resulta sencillo visualizar cuánto hay de estructural  y cuánto de ira pasajero en el cambio de voto de la clase trabajadora de los Grandes Lagos. Ronald Reagan, la segunda fuente de inspiración de Trump, fue pionero en la estrategia de arrebatar el voto obrero a los demócratas, a niveles más profundos que lo que inició Nixon. Pero las políticas neoliberales de su década devolvieron el voto trabajador al Partido Demócrata con Bill Clinton.
Reagan y Trump son figuras fuertemente conectadas en un sentido simbólico y de liderazgo. Ambos son carismáticos exdemócratas y outsiders en su nuevo partido con un mensaje revolucionario para América, el de una revolución conservadora. Trump ha tomado de Reagan hasta el lema de su campaña, pues el famoso “Make America Great Again” es una copia descarada del lema de campaña de Reagan del año 1980 (“Let's make America great again”); ironía de la vida, Bill Clinton también lo utilizó en el año 1992.
El carácter iconoclasta que Trump comparte con Reagan es mucho más acentuado en el primero. De hecho, Trump ha llegado a pertenecer a tres partidos a los que ha abandonado y vuelto de manera constante: Demócrata (desde su juventud hasta 1987, volviendo en 2001-2009), Republicano (1987-1999, 2009 al presente) y reformista (1999-2000). Merece una mención, aunque no pueda tratarlo con exhaustividad, el apoyo de Trump al Partido de la Reforma del millonario populista tejano Ross Perot por dos razones. En primer lugar, porque hay mucho del estilo, la retórica y el espíritu de la política de Trump que están inspirados en Ross Perot. En segundo lugar, porque este no es el primer intento de Trump por alcanzar la presidencia. En las elecciones del año 2000, en las que George W. Bush se enfrentó a Al Gore, Trump exploró la posibilidad de concurrir por el Partido de la Reforma, incluso comenzó unas primarias. Pero al ver que competía con candidatos cuyo perfil abarcaba desde un casi nazi a un casi comunista, no confió en la consistencia del partido y se retiró.
Reagan planteo su revolución conservadora con un capitalismo global en pleno auge y Trump la suya con un capitalismo global fracturado
Esta experiencia sin embargo es importante porque ya en ese momento Trump expuso la mayor parte del que sería su programa político para la campaña presidencial de 2016. En el año 2000 Trump propuso: revisar los acuerdos de libre comercio con China y el NAFTA; endurecer la política fronteriza, endurecimiento del control de la financiación de los políticos por los donantes y lucha contra la corrupción en Washington; reforma de la ley de sanidad del momento y creación de un programa de lotería específico para financiar la lucha antiterrorista (antes del 11-S). Esto muestra que Trump es más coherente de lo que se le suele reconocer en los medios de comunicación, aunque abre la discusión a dos interesantes preguntas.
1) ¿Por qué Trump con un mismo programa ha podido conquistar el Partido Republicano y la presidencia, pero década y media antes no atraía a más del 7% del electorado?
2) ¿Cómo hubieran sido unos Estados Unidos gobernados por Trump durante el 11-S y posteriormente?
La segunda pregunta es sólo un contrafáctico de política ficción interesante para plantearse pero sin demasiada relevancia. La primera, por el contrario, sí resulta relevante porque nos pone sobre la pista de que la victoria de Trump no era inevitable. Sobre todo si tenemos en cuenta que en el año 2000 existía una derechización de la sociedad lo suficientemente marcada como para que, a pesar de las trampas, existiera la legitimidad conservadora para que fuera elegido Bush y nadie intentase impugnar el resultado.
Y es que en aquel momento ambos partidos se encontraban en la cúspide de su poder, las contradicciones con su sistema de votantes aún no habían estallado, y la etapa de crecimiento enmascaraba las enormes contradicciones que se estaban gestando en ese momento álgido de la globalización. Sin crisis económica, crisis política, y, lo que es más importante, sin el fracaso de la política institucional para resolver la crisis económica desde una perspectiva social, un candidato como Donald Trump no tenía nada que hacer.
La demonización de la clase obrera es otra forma de reforzar su exclusión. Y a la larga provoca una pérdida de identificación entre esta y la izquierda
Eso es lo que distingue a Trump de Reagan como candidatos de una revolución conservadora. Que Reagan plantea su revolución en el contexto de un capitalismo global en pleno auge (aunque el país atravesase una crisis económica local) y Trump la suya con un capitalismo global fracturado y unos Estados Unidos en el inicio de su decadencia. Pero a pesar de esta diferencia del momento histórico, sus victorias están cimentadas en que supieron captar la ansiedad de la población por escuchar un nuevo mensaje económico contrario al establecido. Y ambos derrotaron a un demócrata moderado fuertemente deslegitimado.
Esto me lleva a considerar la figura de la exrepublicana Hillary Clinton y la debacle demócrata que ella, su equipo, y el comité nacional demócrata perpetraron.
La dejación de funciones de los liberales y del Partido Demócrata
El mundo anglosajón fue pionero en el establecimiento de la izquierda socioliberal por parte y en contra de la antigua socialdemocracia (estableciendo con ello la conocida como tercera vía) y ha sido también pionero en su crítica.
Una de sus líneas de revisión más importante ha sido la representada por autores que desde la crítica cultural han vuelto a la identidad de clases. Owen Jones en Reino Unido, o Thomas Frank y Arlie Russell en los Estados Unidos son buenos ejemplos de esta corriente.
Owen Jones comentó durante una entrevista que la inspiración para su libro Chavs: la demonización de la clase obrera le surgió tras una cena que compartió con distintas personas de izquierdas. Durante la cena identificó todo un discurso de superioridad cultural por parte de dichas personas comprometidas con los desfavorecidos, que sin embargo se reían y ridiculizaban sus costumbres, argot, y en general toda su estética y referentes. Lo que subyacía en el discurso de esta gente progresista era todo un discurso e imaginario clasistas más propios de la derecha. Esto llevó a Owen Jones a escribir su libro como una llamada general de atención para la sociedad en su conjunto y la izquierda en particular:
La ridiculización y demonización de la clase obrera y los desfavorecidos es otra forma de reforzar su exclusión. Y a la larga provoca una pérdida de identificación entre las clases populares y la izquierda, así como aumenta la brecha que existe entre los desfavorecidos y los referentes progresistas, sus partidos, medios de comunicación y símbolos culturales; y todo esto abona el terreno para que la nueva extrema derecha ocupe el vacío referencial dejado por los progresistas.
Tres años antes de que Owen Jones saltase a la fama con su popular llamada de atención, en los Estados Unidos Thomas Frank publicaba su libro ¿Qué pasa con Kansas?: Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos. Aunque el libro no ha tenido el mismo impacto en Europa que el éxito despertado por la obra de Jones, se trata sin duda de una obra de referencia complementaria a la del británico y de rabiosa actualidad. De hecho, pocos libros explican mejor la llegada a la Casa Blanca de Trump que esta obra de 2004 escrita tras las elecciones presidenciales en las que John Kerry perdió contra Bush a pesar de la Guerra de Irak, y que intentó servir de advertencia a los demócratas y progresistas americanos para que no se durmieran en la complacencia. Huelga decir al calor de lo ocurrido que pocos se dieron por aludidos con la premonitoria advertencia.
Para los blancos conservadores, la vida es una cola que uno guarda esperando su llegada al éxito, pero ha empezado a colarse gente mediante las políticas de discriminación positiva
Cuando Thomas Frank volvió a su estado natal, Kansas, encontró con sorpresa que uno de los estados que históricamente había apoyado el populismo de izquierdas se encontraba a la vanguardia del discurso más reaccionario. Tras una rigurosa investigación halló que una gran cantidad de trabajadores que en el pasado se habían identificado con un discurso económico progresista no encontraban ningún referente para sus problemas en una izquierda que ya sólo hablaba de los problemas de las minorías raciales, el cambio climático y la exclusión de las mujeres. Todo ello en estados racialmente homogéneos y en decadencia económica desde hacía lustros. El hallazgo de la desconexión de la clase trabajadora y el Partido Demócrata, que los liberales estadounidenses han descubierto a principios de noviembre, fue anunciado hace ya doce años con todas sus características por Thomas Frank. Durante la campaña de 2016 Thomas Frank ya anunció que Hillary Clinton era la candidata menos competitiva que los demócratas podían nominar, así como denunció la transformación del Partido Demócrata en un partido de clase, pero no de clase trabajadora, sino de clase profesional (liberal). Representante de personas de clase media alta de las costas, con un discurso y prioridades totalmente desconectados de los problemas de la gente humilde y trabajadora.
Uno de estos exponentes de la clase profesional liberal, la socióloga y antropóloga Arlie Russell, se desmarcó de la complacencia generalizada entre sus pares llegando a la conclusión que desde la ciudad de Berkeley (California), uno de los grandes exponentes de la América cosmopolita y moderna, no tenía herramientas para entender lo que estaba pasando en su país. Arlie Russell no se conformó con constatar el road to desunion, el divorcio entre las dos Américas del que hablé anteriormente, y durante cinco años se sumergió en una de las zonas más ultraconservadora del estado de Louisiana (y en general de los Estados Unidos), para entender los motivos de la desunión en el contacto con la gente.
Lo que encontró allí sirvió para escribir su libro Strangers in their Own Land: Anger and Mourning on the American Right (Extranjeros en su propia tierra: ira y luto en la derecha americana), y este libro, que complementa los dos anteriores, cuenta una de las grandes paradojas de las políticas demócratas de los últimos cincuenta años. Louisiana es el estado que más ayudas federales recibe. Estas representan cerca del 44% de su PIB. Y sin embargo es el estado que presenta un mayor rechazo hacia el gobierno federal y mayor simpatía hacia el Tea Party. Y esto llevó a Arlie Russell a preguntarse cómo era posible que los mayores beneficiarios en términos relativos de la política de redistribución pública del presupuesto federal pudieran ser al mismo tiempo tan beligerantes con este.
Tras numerosas reuniones y entrevistas Arlie Russell encontró lo que ella denominó la “historia profunda” de estos colectivos. Ella definió esta idea como la historia de la vida tal y como la gente la siente, desprovista de juicios morales y de hechos. Inspirado por esta idea he intentado plantear en esta serie una visión combinada de la historia profunda de los americanos en general conectada con las causas históricas, sociológicas y económicas para explicar la llegada de Trump al poder, por eso mi insistencia en la centralidad del American Way & Dream.
La complacencia demócrata con respecto a la fortaleza de su coalición de votantes resultó letal. Olvidó la regla de oro de que si no se la cuida, se deshace
Pero volviendo al trabajo de Arlie Russell, lo que ella encontró como historia profunda de los blancos conservadores podría resumirse en la metáfora de la vida como una cola que uno guarda esperando su llegada al éxito. Pero en esa línea ha empezado a colarse gente por medio de las políticas de discriminación positiva para los afroamericanos, emigrantes, mujeres y minorías en general. Con cada nuevo grupo que se cuela la gente trabajadora y honrada debe dar un paso atrás alejándose más del éxito. Se trata de una traición a los valores más fundamentales del American Way & Dream, y por lo tanto una traición al contrato social. Estos blancos humildes sienten que están siendo subsidiados, pero que no se les provee de las condiciones para alcanzar por sí mismos las condiciones de vida que les gustaría tener. Esto les lleva a desarrollar una animadversión por el Estado, que debería guardar el orden en la cola y hacer cumplir las reglas de juego, y que no sólo no lo hace sino que cuela a otros al margen del mérito, para luego compensar al resto con migajas.
No importa lo ajustado a la realidad de este relato de vida. Lo importante es que condiciona la conciencia de una gran parte de individuos para los que la frase “Make America great again” significa devolver el orden a la cola, y por lo tanto restaurar la justicia social. Curiosamente Arlie Russell encontró también que existía una muy buena predisposición de estos votantes hacia Bernie Sanders y su mensaje
Su programa de un salario mínimo federal, la reforma del sistema impositivo para hacerlo progresivo, endurecer la legislación financiera (la famosa reforma de Wall Street), la creación de trabajos por medio de una política expansiva de inversión pública en infraestructuras recuperando la tradición del New Deal, la revisión de los tratados de libre comercio; y muchas más cuestiones que, en definitiva, suponen revisar un statu quo que en el mejor de los casos trae a los trabajadores la sensación de estancamiento vital, y en el peor una sensación de decadencia y deterioro.
El estado de ánimo y buena predisposición hacia Sanders que encontró Arlie Russell, y que se confirmaron en las primarias demócratas (con la victoria de Sanders en estados que generalmente están vedados a los demócratas), son dos datos que indicaban a los demócratas que su situación no tenía por qué estar perdida entre los votantes tradicionalmente conservadores, y entre el votante de clase trabajadora.
El hecho de que los dos candidatos que propusieron un programa de cambio con respecto a la política económica de la Era Obama ganasen en los mismos estados (salvo el sur, que inclinó la balanza hacia Clinton) indicaba que existía una demanda unificada de los votantes desfavorecidos, insatisfecha por el establishment demócrata. Y estos no quisieron darse por enterados.
Si analizamos en retrospectiva la actitud del equipo de campaña de Clinton ante el desarrollo de las primarias/campaña presidencial, nos encontraremos con que  se dio una situación muy paradójica que combinaba dos elementos contrapuestos. Por una parte, existía una fe ciega en las posibilidades de victoria de la candidata sobre Sanders y sobre Trump que les llevó a subestimar los movimientos del adversario. Este problema resultó acuciante durante la recta final de la campaña presidencial cuando Trump abandonó Florida para conquistar los estados de los Grandes Lagos que cimentarían el sorpasso en el colegio electoral (que no en voto popular). Esta complacencia de los demócratas con respecto a la fortaleza de su coalición de votantes resultó letal, pues supuso olvidar la regla de oro de que si una coalición de votantes no se cuida, se deshace, lo que supone otorgar la victoria al contrincante.
El grado de negligencia de los asesores de campaña de Clinton resulta bastante sorprendente, ya que se trata de uno de los grupos de políticos con una mayor trayectoria en Washington
Junto a esta fe ciega con respecto a las posibilidades de Clinton, con las filtraciones de Wikileaks se supo que en el equipo de Hillary existía una sensación de frustración por la falta de empuje de la candidata, y, sobre todo, por la falta de dirección y definición de la campaña. Estas críticas resultan especialmente chocantes viniendo de la cuenta de e-mail hackeada de John Podesta, el director de campaña de Clinton. Resulta evidente que si hay un responsable ante la ejecución y el contenido de la campaña ese es, además de responsabilidad de la candidata, un fallo del director de campaña, es decir, del propio Podesta. Pero el carácter errático de la campaña de Clinton no es una crítica que carezca de sentido. Si se analiza la situación es innegable que Clinton fue siempre una candidata a la defensiva cuyo discurso cambiaba amoldándose a los ataques del otro candidato. Y si hay un consenso asentado entre los especialistas en discurso político es que un candidato a la defensiva tiene escasas posibilidades de ganar unas elecciones, pues no es capaz de transmitir un mensaje de fortaleza y competencia que gane la confianza de los electores.  Y esta actitud de falta de iniciativa y de un criterio claro a la hora de defender un alineamiento político resultó letal para una candidata sobre la que siempre ha pesado la imagen de político deshonesto.
Ante Bernie Sanders, tuvo que rendir cuentas continuamente por su vínculos con Wall Street y por su apoyo a Bush en la Guerra de Irak. Hillary pasó de una defensa sin fisuras de la política de libre comercio de Obama a adoptar algunas de las medidas de Sanders sin con ello construir un mensaje económico claro. Ante Trump, Hillary tuvo que defenderse por el escándalo de su servidor privado de correos cuando era secretaria de Estado, así como dar explicaciones por los correos del Weinerleaks aireados por el FBI, de Wikileaks con respecto al DNC y Podesta, sobre su actuación como secretaria de Estado en Siria y Libia (especialmente por el ataque a la embajada de Bengasi), y por supuesto las acusaciones de Trump a Clinton de ser una política vendida al establishment y los poderosos, repitiendo los ataques de Sanders por las conferencias ante Wall Street, y añadiendo otras más descaradas que le tenían a él por protagonista, ya que en anteriores elecciones él financió las campañas de Clinton, denunciando el intercambio de favores entre él y su adversaria por ello.
El historial político de la candidata fue incapaz de resistir todos estos ataques. Pero peor que esto es el hecho de que esta dinámica de asalto constante a Clinton no era nueva por parte de demócratas descontentos y republicanos. Llevaba ocurriendo durante suficiente tiempo como para que el equipo de campaña estableciera una estrategia y protocolo de respuesta. Pero estaban tan convencidos de la victoria que ni se molestaron en hacerlo. Y si lo hicieron, no resultó para nada efectivo.
En general el grado de negligencia mostrado por Podesta y los asesores de campaña de Clinton resulta bastante sorprendente, teniendo en cuenta que se trata de uno de los grupos de políticos más profesionalizados y con una mayor trayectoria en Washington, lo que significa que son expertos en la guerra sucia, ya que sin serlo no se sobrevive dos décadas en la capital estadounidense.
Los republicanos presentaron a un candidato carismático y un mensaje poderoso: “Make America great again”, lo que significa actuar sobre la economía, algo que venían reclamando los electores desde hacía tiempo. Frente a esto los demócratas presentaron a una candidata distante y envuelta en escándalos cuyo único mensaje gravitaba alrededor de su figura: su capacidad de gestión y liderazgo y el hecho de ser la primera mujer candidata a la Casa Blanca. En realidad, el mensaje más repetido por su campaña ni siquiera trataba técnicamente de ella. Trataba de Trump. Los electores debían votar a Clinton porque era una candidata mejor y más digna que Trump. Debían votarla a ella para evitar que Trump llegase a la Casa Blanca. Pero ese mensaje resultó poco convincente cuando como candidata Clinton se mostró constantemente a la defensiva e incapaz de deshacerse de las sospechas de corrupción. ¿Si no eres capaz de gobernar una campaña cómo vas a responsabilizarte de gobernar un país?
Si el equipo de campaña de Clinton hubiera atendido a los datos de las regiones en vez de obsesionarse con Florida, podría haber retenido algún estado de los Grandes Lagos
A esto hay que sumarle un uso poco profesional de las encuestas. La mayor parte de la prensa (favorable a Hillary Clinton con un porcentaje de adhesión unificado hacia un candidato presidencial inédito en anteriores convocatorias electorales) se hizo eco de las numerosas nationwide polls y prestó poca atención a las statewide polls. Las primeras lo que ofrecen es un indicador de la diferencia de apoyo de un candidato sobre su contrincante, realizando preguntas a lo largo de todos los Estados Unidos y ofreciendo un cifra agregada de todas ellas. Sirven para medir el grado de apoyo de un candidato en el país en su conjunto, y funcionan bajo un supuesto que es falso en el sistema electoral: que los Estados Unidos forman una única circunscripción. Las statewide polls, por el contrario, miden la popularidad de cada candidato estado por estado, que es como se reparten los compromisarios.
La abrumadora mayoría de medios siempre se hace eco de las nationwide polls y pocas veces presta atención a los statewide polls salvo cuando se trata del estado al que pertenece la sede del medio de comunicación concreto. Hay una razón práctica para esto, y es que resulta más cómodo y sensacionalista dar un solo dato agregado que ofrecer una tabla con cincuenta y un datos distintos tomados en distintas  fechas. Vende más periódicos un titular con una sola cifra sobre la que se pueden hacer afirmaciones rotundas. Y a pesar de que las nationwide polls han sido tras la campaña ampliamente criticadas por mostrar una constante ventaja de Clinton sobre Trump (salvo algunas durante la recta final), ciertamente no se puede negar que si comparamos los datos de dichas encuestas con los resultados en voto popular, las nationwide polls no iban tan desencaminadas. Estas mostraban que Clinton iba a conseguir más votos que Trump y finalmente así ha sido, el problema es que no se repartieron geográficamente de manera que los demócratas pudieran aprovechar esa ventaja en votos.
Entre las statewide polls, muchas ofrecían un alto número de estados indecisos o con cifras de apoyo a los distintos candidatos muy oscilantes en las semanas previas a las elecciones. El equipo de Trump dirigido en aquella recta final por Stephen Bannon replegó a su candidato de Florida donde plantaba un duro pulso a Clinton tornando la contienda a su favor. Si Podesta y el equipo de campaña de Clinton hubieran atendido a los datos concretos de las regiones en vez de obsesionarse con Florida, el estado que robó las elecciones a Al Gore, podrían haber compensado los movimientos de Trump y retener algún estado de los Grandes Lagos. Se movilizó al matrimonio Obama para contrarrestar a Trump en esa zona, pero una vez más era un movimiento de defensa y reacción ante la toma de iniciativa del candidato republicano.
Los resultados electorales y la implosión demócrata
La obtención de resultados electorales oficiales en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos es una tarea ingrata, ya que el recuento de las papeletas compete a los estados que son los que ofrecen los datos provisionales, cada uno los suyos. El organismo federal responsable de dar los datos oficiales definitivos de la elección, la Federal Election Commission, tarda casi un año en hacerlos públicos (estiman que estarán para mediados de 2017), y no ofrecen datos provisionales, ni agregados, ni desagregados. La Associated Press se dedica a recolectar los datos provisionales de los estados, pero no ofrece una base de datos abierta al público, sino que se lo comunica a los periódicos que actualizan sus páginas web sin ofrecer datos tan básicos como porcentaje de participación, número de votos totales, o los votos obtenidos por los partidos minoritarios. Por lo tanto, los datos que se ofrecen a continuación no son datos oficiales de la Federal Election Commission y podrían ser matizados por el informe que publique ésta en unos meses.
A día 1 de diciembre, y con un recuento abierto en el estado de Wisconsin, y otros dos recuentos proyectados en Michigan y Pensilvania, los datos provisionales según el New York Times ofrecen una cantidad de votos de 64.817.808 con una tendencia al alza para Hillary Clinton (48%), lo que se traduce en 232 compromisarios. Con respecto a los 62.510.659 para Trump (46,3%), quien gana 306 compromisarios. Estos datos cambiarán cuando se terminen los recuentos. La distancia de votos es de 2.076.687 votos a favor de Clinton y podría incrementarse. Pero comparados con las anteriores elecciones, los republicanos han ganado 1.577.155 votos, mientras que los demócratas han perdido 1.097.987 votos, quizás algo menos. Los republicanos han ganado casi el mismo número de votos que han perdido los demócratas, por lo tanto los demócratas ganan en voto popular, mientras que los republicanos ganan en voto electoral.
Los estadounidenses no eligen a su presidente, sino que eligen un cuerpo de electores que se comprometen a transmitir el sentido del voto de los ciudadanos
Hay que realizar una aclaración a este respecto. Los Estados Unidos son una república presidencial desde sus inicios constitucionales. A pesar de lo que se suele decir, la idea original de los padres fundadores no era fundar una democracia, sino una república mixta, donde existirían elementos monárquicos (el presidente), elementos aristocráticos (el Congreso, el Senado y el Colegio Electoral para la elección del presidente) y elementos democráticos (los Town meetings a nivel municipal allá donde los hubiera, y el derecho de elegir representantes como derecho reconocido para aquellos ciudadanos que la ley estableciera, que nunca fueron todos). El derecho al voto fue establecido a nivel de cada estado, pero no a nivel federal (y mayoritariamente sigue siendo así), por lo que cada ciudadano vota de acuerdo a las leyes de su estado sin que exista un criterio unificado. La única excepción a esto fue el requerimiento establecido en la 14ª enmienda, aprobada en 1868 (81 años tras la aprobación de la Constitución), en el contexto de la reconstrucción tras la guerra civil. En ella se estableció, entre otras cosas, el derecho a la ciudadanía estadounidense a nivel federal y el derecho al voto para los varones de veintiún años en adelante, siendo esta la mínima cobertura común legal de derecho al voto.
Pero lo que hay que entender es que al contrario de la creencia general los estadounidenses no eligen a su presidente, sino que eligen  un cuerpo de electores que quedan comprometidos a transmitir el sentido del voto de los ciudadanos. Por eso en los Estados Unidos se les denomina cuerpo electoral y en España compromisarios. El compromiso es de respetar el sentido del voto, aunque se han dado casos en que algún compromisario ha votado en sentido distinto al que se comprometió con sus votantes, lo que ha llevado a algunos estados a desarrollar leyes punitivas para evitar esta situación. Al presidente de los Estados Unidos técnicamente no lo eligen los 231.556.622 americanos con derecho al voto, sino 538 electores, porque el sistema de elección no está pensado constitucionalmente para ser democrático, sino aristocrático. Sólo por la acción de dos siglos de presiones populares para el establecimiento de la democracia se ha conseguido extender el sistema mixto al sistema electoral, donde el elemento democrático es hoy en día predominante, aunque en ocasiones genere disfuncionalidades que desvelan el origen elitista del sistema que no ha desaparecido. Como el resultado actual, en el que Trump con menos votos se hará con la presidencia. No es la primera vez que ocurre. Ya ocurrió en 1824, 1876, 1888 y en el año 2000 (y ahora por quinta vez). De hecho, el origen del Partido Demócrata se encuentra en el primero de estos desajustes, tras las elecciones de 1824. Queda claro que este problema ni es nuevo ni es ajeno a la legalidad constitucional, aunque puede ser un elemento deslegitimador de la actual arquitectura democrática.
Esto en cuanto al funcionamiento del sistema en su conjunto. En lo que se refiere a estas elecciones, los partidos minoritarios han subido de manera espectacular con respecto a la anterior convocatoria, pero de manera desigual. El Partido Libertario es el que acusa la mayor subida con un total de cuatro millones de votos, con respecto al millón de votos que obtuvo en las pasadas elecciones, y el Partido Verde obtuvo un millón de votos, un incremento de algo más de medio millón de votos con respecto al 2012. El Partido Libertario en estas elecciones proporcionó un refugio natural para el electorado republicano más institucional que se resistía a votar a un candidato económicamente proteccionista y racista. Los verdes, por el contrario, capitalizaron parte del voto juvenil que Bernie Sanders había reunido alrededor de su plataforma Our Revolution.
El Partido Libertario alcanzo 4 millones de votos, frente al millón de votos que obtuvo en 2012, y el Partido Verde obtuvo 1 millón de votos, un incremento de algo más de medio millón
Pero si se atiende a estos datos, lo lógico es que una mayor pérdida de votantes demócratas hubiera reforzado al partido minoritario a su izquierda. Mientras que la presentación de un candidato con un perfil más derechista por parte del Partido Republicano hubiera ido en detrimento del partido minoritario, en líneas generales más a la derecha que los republicanos. Sin embargo, lo que ha ocurrido es que ha habido una fuga masiva de votos republicanos moderados al Partido Libertario (por presentar un perfil más tradicional con el de la derecha republicana estadounidense) como se muestra por los índices de apoyo a este partido que, quitando Texas, ha subido en estados  costeros y del norte sin una fuerte tradición libertariana. Mientras que el voto de izquierdas se ha fragmentado entre la abstención, el voto a Clinton y el voto a los verdes. Pero este factor no es decisivo, pues en los estados más liberales es donde se ha dado un mayor incremento de los verdes y en dichos estados Clinton no sólo no ha perdido votos sino que en algunos, como en California, ha ganado más votos que Obama en 2012.
Una combinación de abstención en estados del medio oeste y los Grandes Lagos, con un fuerte trasvase de votos a los republicanos es lo que explica por qué la caída de los demócratas en votos es tan acusada sin que eso se traduzca en una subida espectacular de los verdes (que apenas han recibido votos allí), así como por qué la subida espectacular de los libertarios no ha hecho mella en el Partido Republicano. Estos últimos han compensado la huida de sus moderados con voto obrero demócrata.
Esto confirma la hipótesis del colapso del sexto sistema de partidos. La diferencia entre republicanos y demócratas es que  los primeros vivieron su colapso antes de que comenzasen las elecciones, mientras que los segundos lo vivieron durante las mismas.
El colapso demócrata es el de una élite liberal de las costas por su propia incompetencia e insensibilidad ante los problemas de los trabajadores blancos pobres. Este problema es mucho más profundo de lo que parece, y se demuestra cuando se comparan los resultados de las primarias con los de las elecciones presidenciales.
Bernie Sanders se mostró durante las primarias mucho más fuerte en aquellos estados cuya pérdida ha sido clave para la derrota demócrata, y sus índices de movilización de voto en los estados en los que perdió contra Clinton en las primarias fueron superiores a los de Trump  (por ejemplo, Sanders atrajo menos votos que Clinton en el estado de Nueva York, pero más que Trump), por lo que si hubiera competido en dichos estados habría  superado con mucha probabilidad a Trump a pesar de no haber sido tan apoyado como Clinton. Mientras que en aquellos estados donde Clinton no era competitiva él hubiera tenido más posibilidades de mantener o conquistar dicho estado para los demócratas, como demuestran los resultados de las primarias.
Aun así, la situación de Sanders con respecto a la coalición de votantes demócratas dista de ser perfecta, ya que, como se evidenció durante las primarias, fue incapaz de atraer hacia su candidatura a las minorías raciales, con excepción de los indios nativos americanos, que le apoyaron en masa. Este indicador apunta a un problema estructural del Partido Demócrata que evidencia su colapso. La coalición de votantes demócratas de los últimos cincuenta años se ha deshecho debido a que ningún candidato es capaz de elaborar un mensaje que aúne al conjunto de desfavorecidos: a los blancos pobres con las minorías raciales excluidas.
De esta manera, si el colapso del Partido Republicano se debió a un agotamiento de su cúpula y a la incapacidad de generar un recambio desde la institución del partido, el colapso demócrata se ha producido por su base; más concretamente por la incapacidad de la cúpula demócrata de conectar con toda la base y mantenerla unida. Esto explica por qué la crisis republicana fue más temprana y por qué la crisis demócrata es más profunda.
Tras los resultados electorales el 8 de noviembre la cúpula demócrata terminó de desmoronarse, apuntando la tendencia posterior a la convención demócrata de Filadelfia. Debbie Wasserman y otros dos miembros del comité nacional demócrata dimitieron después de que Wikileaks filtrase que el partido había estado ayudando ilegalmente a Hillary Clinton durante las primarias. Donna Brazile, la actual presidenta interina del comité, encara una dura batalla para su confirmación en el cargo contra Keith Ellison, el candidato de Bernie Sanders.
Al igual que ocurriera en el colapso republicano, el Partido Demócrata ha visto desaparecer a la élite que ha llevado las riendas del partido desde hace décadas: las grandes dinastías de la Costa Este. En agosto del 2009 murió Ted Kennedy, quien desde el Senado controlaba lo que quedaba del poder de la poderosa familia en el Partido Demócrata. La adhesión de Ted Kennedy a Obama fue de gran importancia en su victoria frente a Hillary Clinton, y la última demostración de fuerza de la familia Kennedy.
Hillary y Bill Clinton, junto a colaboradores suyos como John Podesta o Debbie Wasserman, quedaron como el último gran poder en el Partido Demócrata una vez los Kennedy se extinguieron. Seguros de la victoria de Hillary Clinton, lo apostaron todo a estas elecciones y al perder lo perdieron todo.
Como en el caso republicano, ya sólo quedan líderes institucionales moderados y débiles cuyo traspaso de poder está comprometido. Tal y como ocurriera entre el Partido Republicano y el Tea Party, un potente movimiento más radical y externo al partido que impugna al presidente electo amenaza con tomar las riendas. Al contrario de lo que ocurrió con el Tea Party, los políticos y militantes de Our Revolution cuentan con un liderazgo fuerte y unificado alrededor de la figura de Bernie Sanders, y un mensaje sólido y cohesionado que fue generado alrededor de su candidatura en las primarias.
Por tanto, las posibilidades de que Sanders, Ellison, y el movimiento Our Revolution desplacen a la cúpula moderada restante es mucho mayor que en el caso republicano hace una década. Esta situación se ve acentuada si además consideramos que los demócratas moderados se han limitado a aceptar el proceso de transición del gabinete presidencial de Trump, mientras que la oposición efectiva a sus declaraciones y nombramientos la capitalizan Sanders y Our Revolution, cobrando la iniciativa con respecto a la línea oficial del partido.
Donald J. Trump derrotó a las dos grandes dinastías políticas, a la republicana de los Bush en las primarias de su partido y a la demócrata de los Clinton en las elecciones presidenciales. Con ello ha conseguido terminar de labrarse su figura de azote del establishment, y sólo Bernie Sanders y Our Revolution puede rivalizar con él a la hora de marcar la dirección en que evolucionará el sistema de partidos. ¿Recobrará Sanders a los electores perdidos, o iniciará Trump un nuevo sistema de partidos? De cómo se muevan ambos dependerá la formación de un nuevo capítulo en la historia política estadounidense.
--------------

Autor

Marcos Reguera