Por PAUL KRUGMAN / NEW YORK TIMES
John Lewis en el
puente Edmund Pettus en Selma, Alabama, en 2015. Cincuenta años antes Lewis fue
golpeado y sufrió una fractura craneal por manifestarse ahí. Credit Bill Clark .
Cuando era joven, el congresista John Lewis, quien
representa a casi todo Atlanta, puso su vida en riesgo en búsqueda de la justicia.
Como un líder en la lucha por los derechos civiles, recibió varias golpizas. Y,
en uno de sus momentos más famosos, encabezó la demostración que llegó a ser
conocida como el Domingo Sangriento, en la que sufrió una fractura de cráneo a
manos de policías estatales en Alabama. La indignación pública que surgió tras
la violencia de ese día de 1965 ayudó a que fuera adoptada la Ley de Derecho al
Voto (Voting Rights Act).
Ahora, Lewis dice que no acudirá a la toma de posesión
de Donald Trump, a quien considera un presidente ilegítimo.
Como era de esperarse, tal declaración provocó una
reacción histérica y difamatoria por parte del presidente
electo, quien, por supuesto, tuvo su inicio en la política cuestionando falsa y
repetidamente el derecho a estar en el cargo del presidente Obama. Pero Trump,
quien nunca ha sacrificado nada ni tomado riesgo alguno para ayudar a otros,
parece tener una animosidad especial hacia los verdaderos héroes. Quizá
prefiere a los manifestantes que no son golpeados.
Pero esto no se trata de los desvaríos de Trump. En
vez, hay que preguntarnos si Lewis estuvo en lo correcto. Moral y
políticamente: ¿está bien declarar que el hombre que está a punto de mudarse a
la Casa Blanca no es legítimo?
Sí, claro. De hecho, es un acto patriota.
Bajo cualquier estándar razonable, la elección de 2016
estuvo manchada. No solo por los efectos de la intervención rusa a favor de
Trump; Hillary Clinton muy probablemente habría ganado si el FBI no hubiera dado
la impresión falsa de que había nueva información dañina sobre ella, a pocos
días de la votación. Fue una infracción grotesca y deslegitimizadora, en
particular en contraste con el rechazo de la agencia de discutir la conexión
rusa.
¿Había más ahí? ¿La campaña de Trump se coordinó
activamente con una potencia extranjera? ¿Hubo una camarilla dentro del FBI que, de
manera deliberada, llevó a cabo las investigaciones lentamente sobre esa
posibilidad? ¿Aquellos rumores escabrosos sobre las actividades de Trump en
Moscú son verdad? No hay cómo saber, aunque la extraña adulación de Trump hacia Vladimir Putin hace que las acusaciones
sean difíciles de ignorar.
Incluso sin tener respuestas concretas a esas
interrogantes, podemos decir que ningún presidente electo estadounidense ha
sido menos meritorio del cargo. Entonces ¿por qué no cuestionar su legitimidad?
Hablar de manera franca sobre cómo Trump llegó al
poder no es solo decir la verdad. También es una manera con la que se podría
limitar ese poder.
Sería muy distinto si el comandante en jefe diera
señas de humildad o indicios de que se ha dado cuenta de que cumplir su
responsabilidad hacia la nación requiere mostrar respeto hacia la importante
mayoría de los estadounidenses que votó en contra de él, aun a pesar de la
intromisión rusa y la desinformación del FBI. Pero no lo hecho ni lo hará.
En cambio, está atacando y amenazando a cualquiera que
lo critique, mientras se rehúsa a reconocer que perdió el voto popular. Y está
rodeándose de gente que comparte su desprecio hacia todo lo que es bueno en
Estados Unidos. Lo que estamos viendo, obviamente, es una kakistocracia:
el gobierno de los peores.
¿Qué podría restringirlos? El congreso todavía tiene
bastante poder en su arsenal para tirar de las riendas al presidente. Y sería
bueno imaginarnos que hay suficientes legisladores atenidos al pueblo que
pueden desempeñar ese papel. En particular, tres senadores republicanos que sí
tengan conciencia podrían hacer mucho para proteger los valores
estadounidenses.
Pero es más probable que el congreso desafíe a un
ejecutivo seudoautoritario y canalla si los integrantes del cuerpo legislativo
se dan cuenta de que ser meros facilitadores conlleva un costo político.
Lo que eso significa es que Trump no debe ser tratado
con deferencia simplemente por la posición que logró incautar. No debe
permitirse que use la Casa Blanca como el trono de alguien abusivo. No debe
poder esconderse detrás de lo majestuoso que es el cargo. Dado lo que sabemos
del carácter de este hombre, queda claro que otorgarle un respeto inmerecido
solo lo empoderará para que se comporte mal.
Y recordarle a la gente cómo llegó a donde está es una
herramienta importante para prevenir que se haga de ese respeto que no merece.
Recuerden, decir que la elección estuvo manchada no es una teoría conspirativa:
es la verdad simple y llana.
Ahora, van a acusar a cualquiera que cuestione la
legitimidad de Trump de no ser patriótico. Porque eso es lo que la gente en la
derecha siempre dice sobre cualquiera que critique a un presidente republicano.
(Curiosamente, no sucede lo mismo cuando hay ataques contra los presidentes
demócratas). Pero el patriotismo significa defender los valores de tu país, no
prometer lealtad a un Querido Líder.
No, no debe volverse un hábito el deslegitimar
resultados electorales que no nos gustan. Pero esta ocasión es excepcional y
merece que le demos el tratamiento apropiado.
Así que agradezcamos que John
Lewis tuvo el coraje de pronunciarse. Fue algo patriótico y heroico. Y Estados
Unidos necesita ese heroísmo ahora más que nunca.