Amanda Mars
El País
Hay trabajadores en Estados Unidos que acaban el turno, recogen sus bártulos y se van a dormir a un albergue para indigentes
El próximo ocupante de la Casa Blanca deberá afrontar problemas
estructurales de Estados Unidos como el de los empleados que, al acabar su
turno, recogen sus bártulos y tienen que irse a dormir a un albergue para
indigentes.
A la cita con
este periódico, en el centro de Manhattan, llega tarde y azorada. En el trabajo
también se presentará unos minutos después de la hora acordada. Las demoras se
suceden y se retroalimentan. Como ese día tiene el turno de las tres de la
tarde, probablemente no llegará a casa hasta pasadas las 10 de la noche y eso,
a los 27 años, se lo apuntan como falta. No porque viva en el seno de una
familia estricta, sino porque esa es la hora límite de llegada al albergue para
indigentes en el que duerme cuando sale de trabajar en McDonald’s. Al menos,
ese día es sábado y no se tiene que organizar para llevar y recoger del colegio
a los niños de ocho, siete y cuatro años. Allí también suelen afearle los
retrasos.
La vida de Y., como pide que se la identifique, no es
una rareza: una tercera parte de las familias que duermen en los centros para
los sin techo de la ciudad tienen al frente a una persona con empleo. Pero en
Nueva York, trabajar ya no significa ganarse la vida. En Estados Unidos como
conjunto, tampoco: seis de cada 10 hogares que se encuentran bajo el umbral de
la pobreza en todo el país tienen a al menos uno de sus miembros empleados,
según el Instituto de Política Fiscal.
“Trabajo entre 25 y 30 horas semanales; no he conseguido que me den más. Y saco normalmente unos 280 dólares brutos a la semana. En cuanto los tengo, lo primero que hago es comprar la comida, no da para mucho más, pagar el teléfono, el metro… Necesito eso para poder trabajar”, explica. Lleva en el albergue para indigentes, junto con los niños y su pareja, desempleado, varios meses, desde que les desahuciaron de su apartamento en el distrito de Brooklyn. En Nueva York la vivienda es, además, un motor de pobreza: un estudio en el Bronx, construido en un programa dirigido a “bajos salarios”, cuesta 867 dólares mensuales (unos 790 euros), y para solicitarlo hay que acreditar un sueldo anual de entre 31.098 y 36.300 dólares (de 28.300 a 33.000 euros).
“Trabajo entre 25 y 30 horas semanales; no he conseguido que me den más. Y saco normalmente unos 280 dólares brutos a la semana. En cuanto los tengo, lo primero que hago es comprar la comida, no da para mucho más, pagar el teléfono, el metro… Necesito eso para poder trabajar”, explica. Lleva en el albergue para indigentes, junto con los niños y su pareja, desempleado, varios meses, desde que les desahuciaron de su apartamento en el distrito de Brooklyn. En Nueva York la vivienda es, además, un motor de pobreza: un estudio en el Bronx, construido en un programa dirigido a “bajos salarios”, cuesta 867 dólares mensuales (unos 790 euros), y para solicitarlo hay que acreditar un sueldo anual de entre 31.098 y 36.300 dólares (de 28.300 a 33.000 euros).
Cuando el
trabajo no da lo bastante, el empleado recurre a la asistencia pública para cubrir
sus necesidades básicas. El 71% de los sostenidos por los programas de ayuda a
los pobres son hogares cuyo cabeza de familia trabaja, según un informe del
Centro de Investigación del Empleo y la Educación de la Universidad de
Berkeley, que cifra la factura anual de estas ayudas en 152.000 millones de
dólares. Si una empresa con amplios beneficios paga sueldos inferiores al nivel
de subsistencia, está trasladando los costes a los contribuyentes
estadounidenses, concluyen estos investigadores.
El gigante de
la distribución Walmart, la empresa con más trabajadores del
país, que obtuvo unas ganancias de 14.690 millones de dólares limpios el año
pasado, se topó con una polémica considerable en 2013. Algunas de sus tiendas
en Ohio pedían donativos para los trabajadores de la cadena en situación de
necesidad. “Por favor, donen aquí productos de comida para que los empleados en
situación de necesidad puedan disfrutar de una cena de Acción de Gracias”,
rezaba uno de los carteles fotografiados en Cleveland.
“Si empresas
tan grandes como Walmart o McDonald’s pagasen lo mínimo para vivir, todos esos
recursos se destinarían a lo que realmente hace falta, y los subsidios no se
convertirían, al final, en ayudas indirectas a las empresas que desde luego no
necesitan”, se queja Héctor Figueroa, presidente del sindicato de trabajadores
de servicios SEIU. Estas grandes corporaciones se han convertido en símbolos de
la precariedad salarial del país, aunque el problema de los trabajadores pobres
está extendido entre el sector servicios.
Lázaro
Monterrey, de 40 años, lleva cinco meses trabajando en el aeropuerto de Boston
y saca 10,5 dólares la hora, de miércoles a viernes, así como los domingos, de
dos de la tarde a 22.30. Cuando estaba empleado en la construcción, se hacía
con entre 15 y 20 dólares, lo cual era muy distinto. Cuida de su hija
adolescente, recibe ayudas médicas para pobres y dinero en efectivo para comer.
El de la
comida rápida fue el sector que prendió la mecha de la lucha por el sueldo de
15 dólares por hora, que ha ganado varias batallas, como en California y Nueva
York, cuyos gobiernos los han asumido como salario mínimo a lograr en un
horizonte de varios años. Entre 2006 y 2014, el salario mínimo federal pasó de
5,25 a 7,25 dólares por hora. La presión también ha cambiado algunas cosas en
las empresas. La citada McDonald’s elevó en 2015 el sueldo mínimo de sus
empleados un 10%, hasta algo más de 10 dólares por hora. Y Walmart anunció ese
mismo año que lo llevaría al mismo nivel. Pero algunos empleados se quejan de
que ahora han perdido jornada.
Tras la Gran
Recesión, el paro se halla en mínimos en el país más rico del mundo, pero
muchos de esas nuevas labores ocupan menos de 40 horas semanales, aunque el
trabajador pida más. Stan Veuger, del Instituto de Empresa Americano, un
influyente laboratorio de ideas conservador, advierte de que un incremento de
hasta 15 dólares la hora del salario mínimo supondría “la destrucción de muchos
empleos”. A su juicio, “se les puede ayudar de otra forma, con ayudas en sus
impuestos, por ejemplo, y dirigido a los hogares, no se puede afrontar igual el
caso de un estudiante con su primer empleo y una familia”.
La de Y. es
una más en una amalgama de estadísticas, aunque la situación le avergüence y
oculte lo del albergue en el trabajo. La tendencia a la desigualdad no va de
republicanos o demócratas, se ha construido con los años. Eso explica que
trabajadores como ella no tengan precisamente las elecciones de la semana que
viene en su cabeza.