Página 12 - Brasil
Alrededor de las dos y media de la tarde de este miércoles 14 de septiembre, mientras en San Pablo el ex presidente Lula da Silva cerraba un almuerzo con amigos pidiendo un segundo café, a 400 kilómetros de distancia, en Curitiba, capital de Paraná, el fiscal y predicador evangélico Deltan Dallagnol, de la Operación Lava Jato, detonaba una bomba inesperada.
Ya se sabía
que habría una denuncia a ser ofrecida al juez de primera instancia
Sergio Moro contra Lula da Silva, acusándolo, una vez más (y sin prueba
alguna), de haber sido beneficiado por la constructora OAS. Acorde con
esa acusación, Lula, a cambio de favorecer a la constructora, había
recibido un departamento de tres pisos en un edificio lujoso en el
balneario de Guarujá, a unos 60 kilómetros de San Pablo.
Lo que nadie esperaba, a empezar por el mismo Lula, era la extensión de la denuncia. Para Dallagnol, un joven funcionario con irresistible atracción por declaraciones bombásticas, Lula era nada menos que el “comandante máximo” de un esquema de corrupción implantado en su gobierno, con el único propósito de “perpetuarse en el poder”. Palabras contundentes, en un discurso absolutamente politizado, en el cual sólo faltó un detalle: pruebas.
Lo que nadie esperaba, a empezar por el mismo Lula, era la extensión de la denuncia. Para Dallagnol, un joven funcionario con irresistible atracción por declaraciones bombásticas, Lula era nada menos que el “comandante máximo” de un esquema de corrupción implantado en su gobierno, con el único propósito de “perpetuarse en el poder”. Palabras contundentes, en un discurso absolutamente politizado, en el cual sólo faltó un detalle: pruebas.
Sin ruborizarse ni por un
segundo, Dallagnol dijo que las acusaciones se debían a “datos e
indicios”, sin mencionar ni unos ni otros.
Para dar
más énfasis al espectáculo ofrecido a una prensa que desde hace mucho
olvidó el verbo “preguntar”, Dallagnol exhibió la imagen de una especie
de gran sistema solar, en que todos los casos apuntaban hacia el centro
de la ilustración: “Lula”.
La denuncia fue hecha poco después del cierre, en San Pablo, de
una reunión del Consejo Político del PT, integrado por militantes del
partido y por representantes independientes, en la cual se reiteraron
las advertencias relacionadas con las jugadas jurídicas que incidirían
sobre Lula da Silva, con el clarísimo aunqeu inconfesado objetivo de
inhabilitarlo para las presidenciales del 2018.
Se
mencionó, repetidamente, la realización de la conferencia de prensa
convocada por Dallagnol y otros jóvenes fiscales, y que sería el paso
siguiente de la campaña contra Lula en la Justicia cada vez más
politizada. Nadie, sin embargo, esperaba algo tan fuerte.
Luego de la
reunión, Lula da Silva eligió una mesa separada para almorzar con dos
amigos y un integrante del Consejo. Comió poco, pidió agua sin gas y
eligió milhojas como postre. En un clima de confianza y camaradería, oyó
de cada uno de sus interlocutores la sensación provocada por el golpe
institucional que liquidó el mandato de Dilma Rousseff, y confesó que, a
ejemplo de los otros tres, está profundamente entristecido con el
escenario vivido por el país.
Dejó absolutamente clara su intención no sólo de presentar
resistencia y oposición permanente al gobierno de Michel Temer, sino
también su disposición de promover una urgente renovación en el PT y
ofrecer alternativas concretas a las políticas de profundo retroceso que
serán implantadas.
Parecía
calmo y dispuesto. Sin embargo, al saber de la extensión de la denuncia
presentada, y cuando le informaron que su esposa, doña Marisa Leticia, y
uno de sus más íntimos amigos, Paulo Okamoto, presidente del Instituto
Lula, también habían sido denunciados, se irritó profundamente.
Sergio
Moro, el polémico juez de provincias que es idolatrado por la derecha
brasileña y por los medios hegemónicos de comunicación (aliados
esenciales al golpe institucional), tiene cinco días para decir si
acepta o no la denuncia planteada por el Ministerio Público.
La saña mesiánica del juez, que actúa mucho más como acusador que
como magistrado, indica que –a menos que ocurra algo inexplicable– la
denuncia será aceptada. Transformado en reo, Lula da Silva será llamado a
prestar declaración. La condena es considerada inevitable.
Si se
confirma, Lula podrá recurrir a una segunda instancia. Los antecedentes
muestran que esa segunda instancia suele confirmar (97 por ciento de los
casos) la sentencia de Sergio Moro. Eso no significa necesariamente que
Moro ordene su prisión. Pero implica la inhabilitación para disputar
las elecciones presidenciales de 2018.
No hay
prueba alguna contra el ex presidente. El inmueble mencionado (que, a
propósito, queda en un edificio de clase media, en un balneario
decadente) está a nombre de la constructora OAS, implicada en un sinfín
de denuncias de coimas y desvíos de dinero público, especialmente en la
estatal Petrobras.
La defensa fue hartamente
documentada por Lula: él y doña Marisa Leticia efectivamente compraron
un departamento en construcción. Cuando el edificio estaba prácticamente
listo, la constructora decidió hacer una reforma en el piso reservado
(y pagado en cuotas) por Lula. A última hora, la pareja desistió del
inmueble, y lo devolvió a la constructora, siguiendo una de las
cláusulas del contrato de venta.
Todo está
documentado. Y más: doña Marisa Leticia reclama, en la Justicia, la
devolución del dinero que la pareja pagó a la constructora.
Sin
embargo, nada de eso importa: al fin y al cabo, dicen los abogados del
ex presidente, la conducta política tanto del juez Moro como del fiscal
Delton Dellagnol es parte de algo mucho más ambicioso: impedir que Lula
da Silva intente volver al poder y, de paso, demonizar al PT.
En cinco días, o quizá menos, se sabrá.