Opinión
Alfredo Toro Carnevali
El Universal
Para 1994, apenas unos años tras la caída de la Unión Soviética, las fuerzas armadas de Moscú habían pasado de cinco millones de efectivos a tan sólo un millón, los gastos en defensa del Kremlin se habían reducido en más de 230 mil millones en comparación con 1988, llegando a apenas 14 mil millones de dólares anuales y más de 700 mil soldados rusos habían sido retirados de Afganistán, Alemania, Mongolia y el Este de Europa. El deterioro de las fuerzas armadas era evidente y el país se mostraba incapaz de sostener su estatus de gran potencia. Boris Yeltsin buscaba un acercamiento con Estados Unidos y Europa Occidental, coqueteando incluso con la idea de una membresía en la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN).
De acuerdo a Fyodor Lukyanov (Foreign
Affairs, mayo/junio 2016), para estadounidenses y occidentales, el
legado de la caída de la Unión Soviética era sencillo: por una parte, Estados
Unidos había ganado la Guerra Fría y había ocupado su lugar como la única
superpotencia mundial. Por otra parte, la Rusia pos-soviética había sido
incapaz de integrarse al orden liberal pos-Guerra Fría liderado por Estados
Unidos. Occidente pensó que Rusia estaba destinada, de ahí en adelante, a jugar
un papel mucho menor en las relaciones internacionales. Líderes occidentales
asumieron que Rusia respondería a sus predicamentos financieros e
institucionales sumándose a los designios de la Unión Europea y la OTAN, como
una potencia regional menor.
Sin
embargo, como bien señala Dmitri Trenin en otro artículo del más reciente
número de la revista Foreign
Affairs, Rusia ha tomado un camino muy diferente al articulado por
líderes occidentales. A partir de 2008, Putin emprendería un agresivo programa
de reformas militares, acompañado de un aumento drástico del presupuesto militar
del país y una infusión de armas y sistemas bélicos modernos por parte de la
industria de defensa, que le darían a Rusia las bases para asumir un
papel mucho más asertivo en las relaciones internacionales. Las recientes
acciones rusas en Crimea y Siria dan muestra de ello.
En
2015, en el marco del conflicto en Crimea, Rusia llevó a cabo ejercicios
militares a gran escala en la frontera con Ucrania y estuvo a punto de colocar
sus fuerzas nucleares en alerta máxima, desafiando abiertamente la presencia
estadounidense en la región.
Por
su parte, en el marco de la guerra en Siria, el Kremlin realizó lanzamientos de
misiles desde sus buques de guerra en el Mar Caspio y el Mar Mediterráneo,
acompañados de cientos de misiones de sus aviones de combate. Con estas
acciones, Rusia rompía el monopolio estadounidense en el uso de la fuerza a
nivel global y reafirmaba su estatus como gran potencia.
Rusia
es el país más extenso del mundo y una de las cinco potencias que tiene un
puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU con derecho a veto. En
los últimos años ha modernizado sus sistemas y arsenales de defensa y cada vez
juega un papel más asertivo en las relaciones internacionales. Pero a mayor
asertividad rusa también mayores serán las acciones de Estados Unidos y la OTAN
para contener su reaparición en la escena internacional. Al menos tres
proyectos en marcha revelan esta intención.
En
primer lugar, está en marcha un proyecto para mejorar y fortalecer las
capacidades militares de la OTAN. En segundo lugar, Estados Unidos avanza hacia
el desarrollo de un sistema de defensa que protegería a todo Occidente ante
ataques con misiles balísticos, incluyendo misiles que pudieran provenir de
Rusia. En tercer lugar, Estados Unidos trabaja en el desarrollo de un sistema
que le permitiría atacar con armas convencionales cualquier rincón del mundo en
menos de una hora.
Rusia,
a su vez, ha reaccionado ante estos proyectos, modernizando su propio arsenal
nuclear y sus sistemas de misiles. De la misma forma, revisa los patrones
de despliegue de sus fuerzas en su frontera con Occidente, con lo cual
pareciera que nos estaríamos adentrando en otra era de grandes tensiones entre
grandes potencias.