Ariel Dorfman * / PAGINA 12 - ARGENTINA .
Ariel Dorfman * / PAGINA 12 - ARGENTINA .
¿Quién diablos creó a Donald Trump?
Para explicar los orígenes de la inaudita candidatura del
billonario de Nueva York a la presidencia, muchos políticos y expertos
han recurrido persistentemente a Frankenstein, uno de los mitos
vertebrales de la modernidad, la historia de un monstruo colosal que se
rebela contra el científico que lo forjó. Estos observadores señalan la
atmósfera tóxica engendrada por los republicanos a lo largo de varias
décadas, Trump como la encarnación extrema de fuerzas que han atizado
las llamas del miedo, el racismo y la xenofobia, un monstruo espurio al
que es imposible ahora controlar.
Esta fórmula fácil, esta ecuación que compara a Trump con el
Monstruo y su Partido con el Hacedor, por irrefutable que sea, no nos
ayuda, sin embargo, a resolver el problema más urgente de cómo enfrentar
al beligerante billonario y detener su catastrófica carrera a la Casa
Blanca.(...)
Para ello, necesitaríamos acudir a la novela Frankenstein,
concebida hace dos siglos en el lúgubre verano de 1816 por una joven
llamada Mary Shelley, una lectura que nos permitiría ir más allá de la
simplificación a que su compleja y esclarecida fábula se ha visto
reducida por la cultura popular.
Admito haber sucumbido, de niño, a los placeres de esa simplificación.
Conocí por primera vez al monstruo en 1949 a través de la película
Abbott y Costello Contra los Fantasmas. Tenía siete años y recuerdo que
me aferré a la mano de mi mamá durante todo el trayecto de vuelta del
cine, en Manhattan, a nuestro hogar en el barrio de Queens, donde vivía
también Donald Trump, que recién había cumplido los tres años. Me
imagino que Trump hubiera noqueado al gigante cadavérico de un puñete en
plena cara, para citar una de las fanfarronadas que profiere contra
quienes protestan por sus mítines, pero confieso que yo temblaba de
miedo. Aunque a la vez fascinado, decidido a vencer mi aprehensión con
visitas a sus múltiples avatares, desde Frankenstein, aquella versión
fílmica de James Whale, hasta La Novia de Frankenstein y El Hijo de
Frankenstein e incluso El Fantasma de Frankenstein, donde Lon Chaney
reemplazó al perpetuo Boris Karloff.
A mi madre no le importó acompañarme a todos esos espectáculos,
siempre que le prometiera que leería en el futuro la novela original,
donde iba a descubrir que Frankenstein, según ella explicitó, “no es el
monstruo sino el genio arrogante que lo diseñó. Y eso te va a plantear
dudas que no van a ser de fácil resolución”. Y, de hecho, al beber de
esa fuente en mi tardía adolescencia, me atormentó una pregunta que debe
haber rondado a Mary Shelley cuando, pasando sus vacaciones en una
mansión suiza, junto a Lord Byron y su futuro marido, Percy Bysshe
Shelley, comenzó a escribir Frankenstein: ¿quién es el verdadero
monstruo, el engendro deforme que, contra su voluntad, cobra vida, o su
creador excesivamente ambicioso?
Volver a plantear hoy esa pregunta angustiosa nos permite
profundizar en lo que es de veras aterrador en la insurgencia de Trump:
el hecho de que legiones de ciudadanos voten a un hombre que se nutre
del miedo y se solaza con la tortura y las deportaciones masivas. Sin
esas multitudes perturbadas que proyectan sobre él sus incertidumbres,
pesadillas y deseos, Trump no existiría. ¿No son los verdaderos
monstruos los hombres y mujeres encantados por su carisma y
beligerancia, su incesante celebración de la avaricia y el machismo?
La tentación de construir una inmensa muralla en torno de esos
contrincantes, alejarlos de nuestra vida y de nuestra vista, es a menudo
avasalladora. Con más razón hay que tener cuidado de no imitar a los
seguidores de Trump, degradando y demonizándolos como si fuesen una
horda invasora y maligna.
Es precisamente esta deshumanización del Otro lo que la novela de
Mary Shelley critica. Aunque la mayoría de las versiones fílmicas
enmudecen al monstruo, en el libro él posee un alma frágil y
desesperanzada, capaz de articular su soledad, exigiendo que no lo
juzguemos por su exterior deforme. ¿Estoy delirando, siendo demasiado
cándido, si sugiero que lo que debemos sentir ante los adherentes de
Trump es más bien pena y compasión? Dejando de lado los violentos e
irredimibles fanáticos neonazis que ocupan los márgenes del movimiento,
¿acaso la inmensa mayoría de los que votan a Trump no residen en una
desolación existencial que se sintetiza en el epígrafe del Paraíso
Perdido de Milton que se cita en la primera página de Frankenstein,
invocación de Adán al Dios que lo labró: “¿Te solicité/ Que de la
oscuridad me promovieses?”
Es posible que sus huestes hayan creado a Trump y alentado su
revuelta, pero ¿qué Dios inmisericorde los promovió desde la oscuridad,
los hizo sentirse tan desamparados e indefensos, tan rabiosos y
agobiados por la crisis económica, que necesitan encumbrar a un demagogo
que apela a sus instintos más viles y utiliza la tristeza y la
inseguridad ajenas para incrementar su poder?
Aunque Trump termine finalmente derrotado, esos ciudadanos
confusos van a permanecer vastamente entre nosotros. Constituyen el
verdadero desafío. Si la zona más oscura de la historia norteamericana
les dio origen, estimulando su anhelo de un Superman como Trump que los
salvara, tendría que ser entonces la parte más luminosa de esa América
la que debería, después de mirarse intensamente en el espejo, responder a
la frustración de aquellos iracundos, convencerlos de que dejen de
conjurar falsos demonios desde el abismo y empiecen a pelear contra los
demonios tanto más tangibles de la guerra, la pobreza, el racismo, la
desigualdad de género y el cataclismo ecológico que nos amenaza a todos
por igual, los verdaderos terrores y monstruos que únicamente es posible
vencer lado a lado.
Solo si hallamos un modo de despojar a esos seguidores de Trump de
sus quimeras y su recelo, hallar un modo de que se les incluya en la
solución a los dilemas de nuestro tiempo, solo en ese caso podrán
tornarse maravillosamente proféticas las últimas palabras de Mary
Shelley en su novela, cuando se despide del Monstruo y de lo que hay de
monstruoso en todos nosotros: “Pronto fue llevado lejos por las olas, y
se perdió en la oscuridad y la distancia”.
* El último libro de Ariel Dorfman es Allegro, una novela narrada
por Mozart. Vive con su mujer, Angélica, en Chile y en Estados Unidos.