Por Eric Nepomuceno / PAGINA 12 – Brasil
En la mañana de este jueves un juez de primera instancia de Brasilia suspendió la
asunción de Lula da Silva como jefe de Gabinete del gobierno de la presidenta
Dilma Rousseff. El nombre de ese portento de lucidez: Itagiba Catta Preta.
Al anochecer otro juez hizo lo
mismo. El nombre de ese monumento de sensatez: Regina Formisano.
Itagiba, el lúcido, argumenta que Dilma
Rousseff nombra Lula como ministro con el objetivo de protegerlo de otro juez
de primera instancia –siempre ellos– llamado Sergio Moro. Siendo ministro, solo
el Supremo Tribunal Federal puede procesar Lula y eventualmente ordenar su
arresto.
Regina, la sensata, fue más directa: dijo
que, al poner a Lula en las manos de la Corte Suprema del país, Dilma lo
entrega a un colegiado que tiene siete de sus once integrantes nombrados por
Lula.
Resumiendo: dos brillantes jueces de
primera instancia informan al país entero, desde el Olimpo de su sapiencia
suprema, que no se puede confiar en el Supremo Tribunal Federal.
Itagiba, el ampuloso, participó, en la víspera
de suspender el nombramiento de Lula, de una manifestación golpista en
Brasilia. Gritó, junto a otros alucinados, “Fuera Dilma” y “Renuncia ya”.
Ayer, luego de aparecer por primera vez en
la prensa, aclaró: “Yo estaba en la marcha como ciudadano, y no como juez:
haber participado no me impide de ser imparcial”.
Vamos a otro juez de primera instancia,
Sergio Moro. Se trata del responsable directo por una formidable secuencia de
abusos, por una fenomenal demostración de arbitrariedad cuyo resultado más
visible e inmediato es la convulsión política que en los últimos dos días
sacude a este pobre país.
Mencioné, en un artículo anterior, que esa
bizarra criatura padece de una enfermedad bastante común entre magistrados
brasileños, la hipertrofia aguda del ego. Quien la padece se cree Dios. En
algunos casos, llega a sentirse profesor de Dios. Mucho me temo que Moro haya
pasado a esa etapa.
Porque de no ser por esa razón, no existe
explicación alguna para sus actos. A ver: aseguró, por meses, que Lula da Silva
no era objeto de investigación de la Operación Lavado Rápido, que se desarrolla
bajo su responsabilidad directa. Era mentira. Luego, de la noche a la mañana
ordenó a la Policía Federal que Lula fuese convocado para prestar declaraciones
bajo “conducción coercitiva”. Esa medida, que equivale a una detención
temporaria, solo se aplica –al menos, así dice la ley– cuando el convocado
trata de escabullirse o se niega a comparecer. Lula jamás se había negado a
declarar, en las tres ocasiones anteriores que lo convocaron.
Por sus órdenes directas, el teléfono de
Lula siguió pinchado luego de que él hubiese comparecido para declarar y su
casa y otras instalaciones frecuentadas por él fuesen allanadas. Para culminar,
cuando Lula fue nombrado ministro y el caso salió de sus ávidas manos, Sergio
Moro difundió a la prensa el contenido de todas –todas– las grabaciones
realizadas por la Policía Federal desde el día 19 de febrero.
¿Con qué base jurídica? Ninguna. La ley
que permite que se espíe comunicaciones determina, clarito, que solamente las
conversaciones con “valor jurídico”, o sea que contribuyan para la elucidación
de conductas eventualmente delictivas, pueden ser divulgadas. Moro divulgó
todo. Y más: divulgó las fotos del interior de la casa de Lula, de su
instituto, de la finca donde suele pasar fines de semana. ¿Para qué? Para
exponerlo a la saña de los adversarios.
Hay más: la divulgación de una llamada de
la presidenta a Lula. Atención para el detalle: el teléfono pinchado era el de
Lula, pero quien llamó fue Dilma Rousseff. Lo que se violó ha sido la
privacidad de la mandataria. Y más: esa llamada ocurrió dos horas y 22 minutos
después de Moro haber ordenado la suspensión de las grabaciones. La Policía
Federal argumenta que la falla ha sido de la operadora Claro, que no desinstaló
el espionaje. Aunque sea verdad, ¿cómo Sergio Moro difundió una conversación
claramente obtenida después de sus órdenes para suspender las grabaciones? La
grabación fue pasada rapidito a la Globo, uno de los epicentros de lo que está
en marcha en Brasil, y que se llama golpe.
No es necesario mucho para constatar que
se trata de un golpe jurídico-mediático, con fuerte participación de sectores
de la Policía Federal. Alguien dijo alguna vez que no hay peor dictadura que la
del judiciario: lo primero que se elimina es la Justicia.
No sorprende, para nada, que la gran
prensa hegemónica esté a la cabeza del golpe. Tampoco es sorpresa que la
Federación de Industrias del Estado de San Pablo, la Fiesp, esté alegremente
involucrada: basta con recordar que, durante la más reciente dictadura militar
algunos de sus más altos dirigentes asistían a secciones de tortura, para alegría
de sus venas sádicas. No sorprende que la oposición, incapaz de proponer
alternativas a la crisis, se sume al golpe pero en rol secundario.
Finalmente, no sorprende la conducta sórdida
del Congreso, que ostenta la peor –la más desclasificada, la más descalificada–
legislatura de los últimos 35 años.
Lo que sorprende es que ninguna instancia
de la Justicia sea capaz de impedir que se cometan, impune y estúpidamente,
semejante cantidad de arbitrariedades y abusos. Que se viole con semejante tara
todos los principios más elementales del derecho.
Pobre país.