PAVEL GÓMEZ
Moisés Naím es uno de los intelectuales venezolanos más influyentes del planeta. En el año 2010, recibió el premio Ortega y Gasset; y el 2014, el Instituto Gottlieb Duttweiler (Suiza) lo incluyó dentro de los 100 líderes intelectuales globales más influyentes, por su libro “El fin del poder”, junto a pensadores como Jürgen Habermas, Mario Vargas Llosa, Joseph Stiglitz y Gabriel García Márquez.
La explicación que ofrece Naím sobre
“la necrofilia ideológica, o el amor ciego por las ideas muertas”, es algo así
como que la gente se engancha con ideas fracasadas, y se deja seducir por
populistas, simplemente porque es idiota. Y esta persistente idiotez explicaría
que los venezolanos hayan votado una y otra vez por el chavismo, o que los
argentinos se hayan enamorado perdidamente de Juan Domingo Perón y su esposa
Evita, o que Podemos sea un hit en España, o que una fracción no despreciable
de los electores estadounidenses estén babeados por Donald Trump, o que una
amplia mayoría de los jóvenes norteamericanos sean fans de Bernie Sanders.
Efectivamente, hay ideas nefastas que,
pese a las pruebas en contrario, sobreviven y encuentran eco con cierta
recurrencia y con una sorprendente capacidad para diseminarse epidémicamente.
Como un primer ejemplo tenemos al maoísmo, y su manifestación conocida como “la
Revolución Cultural”, los cuales han sido procurados con sanguinario frenesí
por sectas como Sendero Luminoso, en Perú, o el Khmer Rouge en Camboya.
La revolución cultural fue una suerte
de cruzada emprendida por Mao Zedong, entre 1966 y 1976, que identificó a los
burócratas e intelectuales como símbolos de la decadencia capitalista, ordenó
cerrar las universidades y academias y obligó a los estudiantes, académicos y
profesionales a ir a trabajar al campo, para que se inocularan con los “más
puros y revolucionarios valores del campesinado”.
Si usted quiere conocer más sobre esta
tristemente seductora hoguera del conocimiento y del aparato productivo chino,
durante la cual germinaron las más bajas pasiones, puede leer las entretenidas
novelas de autores como Diane Wei Liang o Qiu Xiaolong. Ambos escritores, por
cierto, participaron en las revueltas estudiantiles de los ochenta, y fueron
expulsados de China inmediatamente después de la masacre de Tiananmen.
Otra variante de ideas funestas,
prima-hermana de las ideas maoístas, es el populismo. Ampliamente estudiado, el
populismo tiene al menos dos características. La primera es el uso de una
retórica basada en símbolos de “salvación de los desamparados” por parte de un
líder carismático; en la construcción de un relato de sanación socio-cultural
mediante el aparente empoderamiento de los excluidos, de los Olvidados, como
los aludió Luis Buñuel en su célebre película de 1950.
La segunda característica del populismo
es que, de manera recurrente, los gobiernos que lo pregonan suelen poner en
práctica políticas económicas que tiene fines nobles (reducción de la
desigualdad) pero traen resultados catastróficos: alta inflación, escasez
generalizada de productos y empobrecimiento repentino de vastos sectores de la
población. Basta vivir en la Venezuela de los últimos años para saber de qué
estamos hablando.
En 1989, los economistas Rudiger
Dornbusch y Sebastián Edwards dirigieron un ampliamente documentado estudio
denominado “La macroeconomía del populismo”. Por ello, la gran pregunta que
Naím evade o aborta, es ¿por qué gana popularidad el populismo, pese a que hay
abundante evidencia histórica sobre lo pernicioso de sus resultados? ¿Será
porque, como afirma Naím, una mayoría de los electores son circunstancial o
sistemáticamente idiotas?
Otra manera, quizás más anecdótica pero
igualmente reveladora de aproximarse al fenómeno del populismo es la hipótesis
del “accidente histórico”, postulada casuísticamente por Laureano Márquez, un
influyente politólogo y humorista venezolano.
Márquez escribe una popular columna
semanal en el periódico venezolano Tal Cual y su cuenta en Twitter tenía, en
enero de 2016, cerca de dos millones cien mil seguidores. En aquel momento,
este número representaba el puesto 30 en el ranking de venezolanos con más seguidores
en Twitter.
En un tuit, registrado inicialmente el
08 de mayo de 2015, y luego retuiteado periódicamente por un número de sus
seguidores, Laureano Márquez escribió lo siguiente:
“…Venezuela saldrá adelante. Esta
tierra tiene demasiada inteligencia y gente buena. Es un traspié de la
historia. Eso es todo. Pasará.”
No hay dudas de que muchos venezolanos
están agobiados por una inflación de tres dígitos, una agobiante escasez y un
grado de inseguridad personal tan alto que Caracas encabezó, en 2015, el ranking
de las ciudades más peligrosas del mundo. Caracas figuró como la líder mundial
en tasa de homicidios, con cerca de 120 asesinatos por cada 100.000 habitantes,
y de las 10 primeras ciudades con mayor incidencia de homicidios en el planeta,
tres eran venezolanas.
Muchos de sus seguidores seguro
deseaban lo mismo que Laureano: que mejorase la situación económica de
Venezuela, que las tensiones sociales, políticas y culturales evolucionasen
hacia algo mejor. Pero hay un rasgo clave en aquel tuit de Márquez que está
contenido en la frase “Es un traspié de la historia”.
Es como decir que un país quedó
atrapado en 17 años de funesto y destructivo populismo por accidente, como
resultado de circunstancias fortuitas, poco menos que gratuitamente. Pero, ¿es
el populismo accidental, fortuito, simplemente “un traspié de la historia”, un
mal paso, algo así como una incidental torcedura de tobillo?
Volvamos entonces a la alarma disparada
por el artículo de Naím: si bien se ha documentado la macroeconomía del
populismo, aún debemos explicar su microeconomía. ¿Por qué los electores votan
por gobiernos populistas? Y la respuesta no puede ser “la estupidez humana” o
“un traspié de la historia”. Es crucial abordar esta pregunta, sobremanera ante
un potencial escenario de transición política. De las posibles respuestas
depende el tipo de instituciones que debamos diseñar para evitar un
resurgimiento populista, tarde o temprano.
La idea de la imbecilidad humana como
fuente de equivocaciones electorales es tan peligrosa como simplona. Si se
concluyera que la idiotez no se distribuye normalmente en el padrón electoral,
entonces podrían resurgir propuestas de voto censitario o restringido.
¿Acaso alguien podría pensar en
mecanismos para evitar que la suerte de los más lúcidos quede a merced de las
preferencias electorales de los más imbéciles? La idea del accidente histórico
podría resultar igualmente cegadora.
La comprensión de la microeconomía del
populismo es quizá el punto de partida para lograr prevenirlo. Porque si
seguimos sin comprender la lógica individual de su elección, sus gatilladores
en el comportamiento de los electores, es casi imposible diseñar instituciones
que efectivamente lo prevengan. Porque el germen estará allí, latente, presto a
revivir cuando de nuevo se conjuguen las condiciones para su reverdecimiento.
La escritora Diane Wei Liang, quien
pasó parte de su infancia en un campo de trabajo en una remota región de China
durante la Revolución Cultural, muestra un episodio revelador en una de sus
novelas. La protagonista, la señorita Mei, conversa con un simpático taxista,
quien le cuenta de sus sacrificios para lograr que su hija estudie en una
costosa universidad. Mei le comenta que ella logró estudiar cuando la
universidad era gratuita, a lo que el taxista responde señalando el pequeño
retrato de Mao Zedong que cuelga del retrovisor: “Por eso llevo esto. Las cosas
eran diferentes cuando el Presidente Mao estaba vivo”. Ante aquello Mei se
pregunta: “¿Cómo era posible que gente que había sobrevivido a algunos de los
peores movimientos políticos de Mao siguiera idolatrándolo hoy en día, como si
hubiera sido su protector y salvador?”
¿Cuán diferente es lo que cuenta Wei
Liang a los altares de Hugo Chávez que pueden observarse en Venezuela, y que
quizá sobrevivan al control político de sus herederos?
Hoy más que nunca es necesario
comprender la filigrana de las motivaciones electorales de los votantes que
prefieren las ideas populistas. Por ello, por favor, no se tomen en serio la
perorata sobre la necrofilia ideológica del señor Naím, y comiencen por leer el
artículo publicado en 2013 por Daron Acemoglu, Georgy Egorov y Konstantin
Sonin, que se titula “Una teoría política del populismo”.
Pavel Gómez es economista y profesor de estrategia en la
universidad Adolfo Ibañez de Chile. Ha sido catedrático del IESA.