El Comercio
Aún hoy, cada vez que Sue Klebold está en una sala de espera, cruza los dedos para que la llamen por su nombre, no por su apellido. No ha superado el temor a ser reconocida y, por ende, estigmatizada. El pasado fin de semana, después de diecisiete años de un silencio absoluto, Sue, madre de Dylan Klebold —uno de los dos adolescentes que el 20 de abril de 1999 ingresaron a la secundaria de Columbine, vestidos de negro, mataron a trece personas, dejaron heridas a otras veinticuatro y acabaron suicidándose— habló por primera vez en televisión. La entrevista, concedida a la periodista Diane Sawyer para el programa «20/20» de ABC, fue vista por más de siete millones de espectadores.
Además de declarar sobre el día
del exterminio y el infierno de los años siguientes, Sue comentó detalles de «A
mothers’ reckoning: living in the Aftermath of Tragedy» [«El juicio de una
madre: viviendo las secuelas de la tragedia»], el libro de memorias que acaba
de publicar, donde reflexiona sobre los actos salvajes que Dylan perpetró y se
recrimina por no haber estado «más alerta» para detectar lo que ella prefiere
llamar «la enfermedad cerebral» de su hijo criminal.
A lo largo del texto, Sue pide
constantemente perdón a los deudos de las víctimas de la masacre de Columbine,
pero en ninguna de las trescientas páginas consigue referirse a su hijo como
asesino. Han pasado casi dos décadas, pero no lo admite. Para ella, el Dylan
que crío en Denver, el «sunshine boy» que armaba altas torres de legos, que
creció conversando a diario con sus padres y rodeado de amigos, no puede ser el
mismo sujeto que en abril del 99 apareció en la portada de «Time» bajo el rótulo:
«El monstruo de al lado».
Las veces que rebuscó los cajones de Dylan, nunca encontró drogas ni armas. Tampoco esos diarios donde él, con un lenguaje procaz y violento, subrayaba el odio que le inspiraba la gente del instituto y barajaba la posibilidad de quitarse la vida. Nada hacía pensar a Sue que, a los diecisiete años, su «dulce hijo» estuviera carcomido por la venganza, a punto de convertirse en homicida.
Las veces que rebuscó los cajones de Dylan, nunca encontró drogas ni armas. Tampoco esos diarios donde él, con un lenguaje procaz y violento, subrayaba el odio que le inspiraba la gente del instituto y barajaba la posibilidad de quitarse la vida. Nada hacía pensar a Sue que, a los diecisiete años, su «dulce hijo» estuviera carcomido por la venganza, a punto de convertirse en homicida.
El conmovedor testimonio de Sue
Klebold nos devuelve a una verdad tan antigua como natural: la intimidad de
todo hijo es una habitación impenetrable. Aunque el padre haya puesto en marcha
su vida y crea conocerla desde el principio; aunque la haya modelado
jerarquizando una serie de valores, nada garantiza que el hijo siga ese patrón
al momento de construir su mundo autónomo y privado. Basta que un estímulo
externo digamos incorrecto conecte con los disturbios propios de todo ADN para
que el más sólido predicamento familiar se venga abajo.
A pesar de esa paradoja,
mantengo intactas mis ilusiones de ser padre. No es solo una demanda biológica
agudizada por los cuarenta años cumplidos. Tampoco un afán meramente
reproductivo. Es algo más. Acaso la posibilidad de influir en un sujeto nuevo y
que él influya en mí desde la pureza de su ignorancia. Los amigos de mi edad,
aquí en Madrid, casi todos padres primerizos, se juntan ocasionalmente en un
parque. Se han vuelto muy versados en lo que a lloriqueos, cochecitos y colores
de caca se refiere. Incluso aseguran que las mujeres los miran más desde que
sacan a pasear a sus bebés. Quién sabe. Lo cierto es que cuando los escucho
hablar de cómo empieza a manifestarse el carácter de sus hijos, y los oigo
quejarse y reírse de los rigores de la crianza, pienso automáticamente en el
hombre que seré cuando me toque orientar una vida, y en el grado de suerte
necesario para que funcione tan hermoso experimento.
Esta columna de Renato Cisneros
fue publicada en la revista Somos. Ingresa a la página de Facebook de la
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