Opinión
Por Ibsen Martínez
El País
La novela Gorky Park, del estadounidense Martin Cruz-Smith, sitúa en la antigua Unión Soviética las aventuras del investigador Arkady Renko. Para esclarecer unos asesinatos, Renko pide a un excéntrico antropólogo forense que reconstruya los rostros desollados de tres cadáveres que el deshielo ha dejado al descubierto en el Parque Gorki de Moscú.
Hugo Chávez halló su Gerásimov en Philippe Froesch,
artista francoalemán que se dedica a reconstruir el rostro de figuras
históricas. En entrevista concedida por Froesch a la periodista venezolana
Valentina Lárez y publicada en El Tiempo de Bogotá, en 2012,
Froesch narra haber sido contratado por Chávez para obtener, con tecnología
digna de la serie CSI: Cyber el “verdadero rostro” de Simón Bolívar, a partir
de tomografías de su osamenta.
Un vídeo, disponible en Youtube, registra la
exhumación de los restos del Libertador, requeridos por Froesch para su
trabajo. Es un grotesco documento de la demencial necrofilia que anima el culto
a la personalidad de Chávez. Un equipo de patólogos forenses, embutidos en
trajes blancos que evocan a los astronautas de 2001. Odisea en el espacio, de
Stanley Kubrick, abren un sarcófago y exponen el esqueleto de Bolívar, quien
murió en 1830 y yacía en el Panteón Nacional desde 1876. La banda sonora de
esta operación encaminada al análisis de ADN y la imagenología es el himno
nacional de Venezuela. Chávez mostró, muy ufano, el tétrico videoclip en su
programa Aló, presidente.
El propósito de Chávez era verificar que los restos
exhumados fuesen, en verdad, los de Bolívar y, de ser así, corroborar o
invalidar la hipótesis de que el Padre de la Patria no murió tuberculoso, como
me enseñaron en la escuela, sino que fue envenenado. El autor intelectual del
magnicidio habría sido el prócer independentista neogranadino Francisco de
Paula Santander, rival vitalicio de Bolívar y, según Chávez, diabólica
prefiguración de Álvaro Uribe Vélez.
El espectrógrafo de masas, sin embargo, no mostró
trazas de arsénico. La hagiografía chavista sugiere, además, que Bolívar pudo
ser hijo de una esclava negra y por eso, de grande, se convirtió en un
abolicionista muy chévere.
Bolívar fue, nadie lo duda, aristócrata y rico: un
gran cacao, un blanco criollo descendiente directo de vascos llegados a
Venezuela en el s. XVII. En 1825, posó en Lima para el retratista Gil de
Castro, y dictaminó que el resultado era “de la mayor exactitud”. En ese
retrato, las peninsulares facciones del Héroe son el cruce perfecto entre un
José María Aznar, narigudo, con bigotazo, y un Imanol Arias chaparrito y de
incipiente calva.
Sorprendentemente, el Bolívar de Froesch muestra
pronunciados arcos superciliares y labios gruesos, afroantillanos: un Bolívar
zambo, palabra esta que, me apresuro a decir, no entraña desdén de castas ni
racismo. Designa, llanamente, al mestizo de negro e indio que somos casi todos
en Venezuela.
El retrato “oficial” de Bolívar que Henry Ramos Allup,
nuevo presidente de la Asamblea Nacional, ha desalojado del Capitolio para
indignación de Maduro guarda tan protochavista parecido con Chávez que solo se
echa de menos la verruga en la frente.
¿Cómo era el rostro de Bolívar? No lo sé. Y a los
venezolanos que hoy hacen fila para comprar comida y medicamentos inexistentes,
o retirar de la morgue el cadáver de un ser querido, asesinado por el hampa,
tampoco parece importarles un carajo.