Niño con pipa (fragmento), de
Pablo Picasso.
Por
Sergio Zabalza
Página 12 - Argentina
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¿Qué implican los portazos, las discusiones, las largas horas en la cama? ¿El refugio “autista” en la parafernalia tecnológica? ¿Los tatuajes, los peinados extraños o el vestir provocativo? ¿El pegoteo al amigo? El recorrido del tren adolescente experimentará avatares cuyas estaciones sólo emergen caso por caso. La adolescencia es un momento privilegiado para orientar el goce hacia el lazo social. Se trata de que los adultos aprovechen esta carta en espera.
De acuerdo con la operación de lectura que Lacan realiza sobre el texto freudiano, el lenguaje preexiste al sujeto y sus efectos se van manifestando de distintas maneras, a medida que el soporte material que compone el basamento neurológico del cuerpo asimila las consecuencias del trauma que la irrupción del orden simbólico imprime en el viviente.
Una latencia que adolece
Desde esta perspectiva, no nos
pasa inadvertida “la latencia de que adolece todo significable”1 propia de la
especial temporalidad con que la estructura significante impone su ley. En
primer lugar, por el efecto retroactivo en virtud del cual hay que esperar la
respuesta del Otro para darnos por enterados de la significación de nuestro
mensaje.
Al respecto, basta con
registrar la angustia que nos invade si el rostro de nuestro semejante denuncia
alguna incongruencia en nuestro discurso. Apenas nos animamos a preguntar: “¿dije
algo malo?”, para saber de qué se trata. Lo cierto es que muchas veces no
necesitamos de un otro actualizado en carne y hueso para advertir nuestros
errores, dado que en nosotros mismos la instancia que emite o escribe las
palabras no es la misma que la que las escucha o las lee. A veces nos
sorprendemos por los fallidos que cometemos, sin necesidad de que alguien tenga
que avisarnos. Las lecturas diferidas de los emails o los mensajes en los
contestadores son nuestros mejores testimonios.
Pero, en segundo lugar, “la
latencia de que adolece todo significable” también habla del dolor de una carta
en espera2, una marca que aguarda ser leída. Tal como Emma, aquella paciente de
Freud –con fobia a entrar en las tiendas– que recién durante su pubertad acusó
recibo del abuso del cual había sido víctima en el local de un pastelero,
cuando apenas contaba con ocho años de edad. La conclusión a la que arriba
Freud es que en ese entonces todavía no estaban las representaciones necesarias
para dar cuenta de aquel trauma, por eso concluye: “El retardo de la pubertad
posibilita unos procesos primarios póstumos”.3 En nuestros términos diríamos
que, en virtud de “la latencia de que adolece todo significable”, recién en la
pubertad Emma estuvo en condiciones de leer su carta en souffrance (en
suspenso, a la espera).
Lo decisivo está en que con esa
marca la joven hace un síntoma que le permite localizar la amenaza que viene
del Otro y, de esa manera, organizar su realidad y su cuerpo de deseo. Porque,
en definitiva, no debe ser casualidad que la fórmula con que Lacan da cuenta de
la pulsión articule la demanda con el sujeto –($ ¸ D)–, si a fin de cuentas, el
mismo Freud decía: “Confesémoslo llanamente: no esperábamos que el peligro
pulsional interno resultara ser una condición y preparación de una situación de
peligro objetiva, externa”.4
De manera que allí, donde el
pequeño otro se torna amenazante –o decepcionante según el caso–, el sujeto
hace un síntoma con las huellas que le dejaron las más tempranas experiencias
con el Otro de los primeros cuidados. No en vano para Freud el síntoma es una
formación de compromiso entre el yo y la pulsión, tanto como para Lacan, el síntoma
es una cuestión de escritura.
Ahora bien, ¿es que ya está
todo escrito en la temprana infancia o como nos muestra el caso Emma la
adolescencia es un momento de máxima creatividad subjetiva? ¿Es que la carta en
espera guarda un mensaje congelado o, por el contrario, la adolescencia muestra
que la operación de la lectura es la que otorga una significación al texto de
la realidad psíquica que conforman las huellas mnémicas freudianas?
Del título en el
bolsillo a la detumescencia
Por lo pronto, se suele hablar
de la adolescencia en términos de un segmento etario que comienza a partir de
los doce o trece años y que, en nuestras culturas, se extiende hasta edades
cada vez más avanzadas. Mi perspectiva difiere por completo.
En efecto, en virtud de “la
latencia de que adolece todo significable”, entiendo la adolescencia como el
pathos que la cadena significante de un sujeto atraviesa, en su afán de
abrochar una significación lo suficientemente consistente como para tramitar la
desmesura de un cuerpo, cuyo crecimiento no da tregua. Se trata de la
precipitación inherente a un momento de concluir.
En sus Escritos, Lacan se sirve
de tres tiempos lógicos5 para ilustrar la especial temporalidad que la
estructura significante imprime en el ser parlante: el instante de ver, el
tiempo de comprender y el ya mencionado momento de concluir. ¿Sería abusivo
emplear esta formulación para considerar a la inquietante turgencia que asoma
en la entrada al Edipo como el instante de ver y a la detumescencia que llega
de la mano de la pubertad como el momento de concluir? Seguramente que sí.
Aunque “los títulos para usarlos en el futuro”,6 que el sujeto recibe a la
salida del famoso Complejo, insinúan la latencia de un tiempo para comprender;
esto hace que la única respuesta sensata a la pregunta acerca de qué es un niño
sea: “déjate ser”.7 Por lo menos hasta que la pubertad precipite el trabajo psíquico
necesario para identificarse a un síntoma, tal como Dora8 con su tos, Ernst9
con sus Ratten o Emma con su horror a las tiendas.
Desde esta atrevida
perspectiva, para cualquiera que se toma el tren de la adolescencia, las señales
del andén marcan el último y urgente tramo de un derrotero –nunca tan propicia esta
palabra– que va del “título en el bolsillo”10 a la detumescencia, con la
angustia de equipaje y el síntoma como privilegiado partenaire. Por eso, en la
clínica con adolescentes, nuestras intervenciones deben ser sumamente
cuidadosas con este incipiente compañero de viaje, cuya función ulterior
consiste nada menos que en organizar la economía libidinal de un sujeto.
Es que lejos de pretender su
eliminación –tal como proponen los afanes normativos del Ideal de salud– para
la perspectiva freudiana, el síntoma constituye un recurso privilegiado por
surgir allí donde algo no fue: el encuentro con el objeto de la satisfacción.
“El Hombre es la enfermedad
mortal de la Naturaleza”11 dice Hegel –según la lectura de Alexandre Kojeve– al
tiempo que, por su parte, Slavov Zizek agrega: “El Hombre –Hegel dixit– es un
animal enfermo de muerte, un animal extorsionado por un insaciable parásito
(razón, logos, lenguaje).”12 En este punto, nunca tan oportunas las citas del
filósofo, para denunciar el desarreglo estructural que nos distingue del resto
de los seres vivos: hablar nos cuesta la pérdida del goce.
El catastrófico exilio que
padece el psicótico es el mejor testimonio de nuestras aseveraciones. Seres que
por carecer de inscripción del registro simbólico están habitados por los
fantasmas de un desatado lenguaje que les desarma el cuerpo y los somete a una
bizarra obediencia. El alienado no recupera goce porque jamás lo ha perdido, en
la psicosis el síntoma no es una formación de compromiso entre el yo y la pulsión.
Razón de más para colegir por qué en la actividad masturbatoria de la
adolescencia encontramos el hilo de Ariadna de tantos desencadenamientos.
Examinemos, por el contrario,
el caso de Juanito.13 La fobia –su creación sintomática– le permitió tramitar
la turgencia que asomaba con el Edipo, sobre todo la diferencia que esa
voluptuosidad denunciaba, a saber: la ausencia de pene en la madre.
El niño, cadena significante
mediante, coligió que el hacepipí es un elemento fuera del cuerpo que se saca y
se vuelve a poner, se pierde y se recupera. Operó la castración simbólica, con
el consecuente efecto de que la felicidad del goce valga más para el órgano que
para su portador14, alternativa esta última enloquecedora y que sume al sujeto
en el autoerotismo. Por eso, Lacan expresa que a la salida del Edipo, el niño
tiene “el título en el bolsillo”: hay una marca.
Ahora bien, si en la
adolescencia hay que sacar “el título del bolsillo”: ¿es este un paso automático?
Que estén las cartas echadas, ¿quiere decir que estén leídas?
A juzgar por las ceremonias con
que las distintas culturas y religiones sancionan la entrada en la adultez,
poco tiene que ver el término de la infancia con el fluido carácter de una
instancia natural. En efecto, el Bat Mitzvah entre los judíos, la confirmación
entre los católicos o la fiesta de quince entre los gentiles –para no mencionar
la infinidad de hitos ceremoniales con que cada etnia deja su marca a esa edad–
hablan de una sanción simbólica como requisito para acceder a los privilegios y
responsabilidades de una posición más cercana a la adultez.
Por la misma razón, el acceso a
la detumescencia supone mucho más que la mera eyaculación. En efecto, si la
complementariedad sexual está perdida desde siempre, para acceder a la
diferencia que supone un otro hay que sacar el título del bolsillo –el
instrumento que papá me donó– y leer las marcas, las huellas en torno a las
cuales se organizó un cuerpo erógeno, para enfrentar lo incierto de un
encuentro que no tiene pautas instintuales preestablecidas.
Escuchar el síntoma
“Freud (...) ha tenido el mérito
de darse cuenta de que la neurosis no era estructuralmente obsesiva, que era
histérica en el fondo, es decir ligada al hecho de que no hay relación sexual,
que hay personas que eso les da asco, lo que así y todo es un signo, un signo
positivo, que eso les hace vomitar”.15
Resulta sorprendente considerar
entonces que el alcohol, el uso del Viagra16 entre los jóvenes, el consumo de
sustancias, la frigidez, la obesidad, los vómitos, la eyaculación precoz, las
inhibiciones o las somatizaciones, por mencionar tan sólo algunos ejemplos, son
pasibles de adquirir un valor sintomático cuando se los considera como
instrumentos para un desencuentro con la pulsión que encarna el pequeño otro.
El valor de una intervención
psicoanalítica reside en eliminar el padecimiento al poner el síntoma al
servicio del lazo social. Por eso, si el inconsciente es “lo que se lee antes
que nada”,17 para propiciar otra lectura de la carta en espera, primero hay que
respetar las huellas y los síntomas. Al respecto, Lacan no se priva de
denunciar que los “saludables” rodeos significantes que desvanecieron el síntoma
de Juanito, no impidieron que el muchacho conservara para siempre una
empobrecedora posición narcisista con respecto las mujeres.18
De allí que en la clínica sea
menester emplear una fina escucha para despejar, entre el material clínico,
aquellos elementos significantes propicios para condensar el goce que arma el
semblante de un cuerpo de deseo. Porque en virtud de las marcas que dejó el
Edipo y de los obstáculos al déjate ser que propicia la latencia, el recorrido
del tren adolescente experimentará avatares cuyas estaciones sólo emergen caso
por caso. Razón de más para que el fino borde de la clínica imponga una
prudencia, cuya única brújula es la ética del psicoanálisis. Para mencionar tan
sólo algunos ejemplos:
¿En qué momento de la urgencia
propia del momento de concluir está el sujeto que habla con la anodina y lenta
cadencia propia de quien quiere parar el mundo –el tren– y bajarse, vaya a
saber dónde? ¿Transita su monocorde letanía al servicio de hacerse un lugar
frente a las exigencias del ideal paterno o, por el contrario, resbala en torno
a una fijación narcisista sobre los objetos primarios?
Los portazos en casa, las discusiones,
las largas horas en la cama, ¿hablan de una latencia que empezó a adolecer o de
un síntoma plenamente instalado que admite el forzamiento propio de una
intervención analítica?
El “autismo” que se refugia en
la parafernalia tecnológica de los MP 3, 4, 5; iPod, televisión, chats, etc., ¿forma
parte de la gestación de una necesaria e imprescindible intimidad o se trata de
una inhibición encubierta?
Los extravagantes rasgos con
que un joven se hace un semblante al tatuarse, lucir extraños peinados o
vestirse provocativamente, ¿están al servicio de una identificación que
propicia el lazo social o, por el contrario, son tributarias de un brutal
sometimiento a la tiranía del grupo de pares?
El pegoteo al amigo, ¿habla de
una compensación imaginaria cuya fragilidad trasunta un precario armazón simbólico
o de un apoyo propicio para separarse del adulto?
¿Tenemos que intervenir para
que un sujeto adopte “el tipo ideal de su sexo”? ¿Por qué? ¿Cuándo?
¿Constituyen los vómitos después
de comer el llamado al Otro propio de un acting o forman parte de una compulsión
que abreva en la pulsión de muerte?
¿Qué lugar tiene el consumo de
drogas en la vida de un joven? ¿Es siempre una adicción?
Una orientación para la
intervención
Es notable advertir que con
todo lo determinante que resulta ser el Complejo de Edipo en la vida de una
persona, sin embargo, hay cuestiones que sólo se dirimen en las cercanías de la
pubertad. Por ejemplo, una elección homosexual, tal como Freud deja bien en
claro a propósito de Leonardo.19
Al respecto, en “La estructura
de los mitos en la observación de la fobia de Juanito” Lacan efectúa algunas
precisiones por demás llamativas. Destaca el gusto que al niño le provoca ver a
su madre en ropa interior, en contraposición al asco que le causa encontrarse
con las bragas sueltas por algún lugar de la casa. Y sentencia: “la elección
está hecha - Juanito no será nunca un fetichista”.20
Bien podemos entrever que el
tiempo futuro empleado en la frase marca la imposibilidad de asumir la condición
fetichista a los cinco años de edad: en todo caso, si están dadas las
condiciones, tal inclinación se consumará sólo más adelante cuando llegue la
pubertad, aunque tampoco eso es seguro. Lo cierto es que la sentencia afirma por
la negativa un determinante que rechaza una modalidad de goce y una elección de
estructura, porque cierra la puerta a una cierta y muy precisa perversión.
Si comparamos ambas
afirmaciones –la de Freud con Leonardo y la de Lacan con Juanito– ¿podríamos decir
que en la pubertad se elige por la afirmativa algo de lo que a la salida del
Complejo de Edipo se salvó por la negativa? En otros términos, si a los cinco o
seis años de edad se cierran las puertas a determinadas posibilidades, quedan
otras latentes que al llegar a la pubertad adolecen hasta que el sujeto
encuentra el punto de capitón con que sellar el fantasma que tramita el trauma
que constituye y determina su particular modalidad de goce. Por eso, toda la
cuestión relativa a la función paterna durante la adolescencia ronda en torno a
la cuestión que ilustra este ejemplo: Si Juanito hubiera disfrutado del espectáculo
de las bragas sueltas por allí, ¿significaría esto que sí o sí terminaría
siendo un fetichista? No.
Esta situación inacabada otorga
su valor a nuestra intervención en la clínica con adolescentes, toda vez que
apela al núcleo ético que constituye el corazón de la práctica psicoanalítica:
la relación entre el goce y el lazo social. Aquí es donde el padre síntoma
encuentra su lugar privilegiado para hacer un lugar al Otro –sea este la ley,
las normas, los ideales familiares o el partenaire–, a partir de lo más
singular del sujeto.
Pére-versión
Respecto del lugar del padre en
la decisiva instancia de la pubertad, es curioso observar que a Lacan le llevó
dieciocho seminarios –y otros tantos años– para aceptar de pleno derecho, lo
que en un principio asomaba como un exceso escandaloso. En efecto, si en 1957
formulaba: “Como la experiencia nos enseña, en la asunción de la función sexual
viril (...) es preciso que el padre real juegue de verdad el juego. Debe asumir
su función de padre castrador, la función de padre en su forma concreta, empírica,
casi iba a decir degenerada”,21 recién en 1975 acepta hablar de péreversión
para describir la función paterna. [Las negritas son mías].
No sería descabellado
considerar que esta renuencia temprana encuentra su asidero en cierto sesgo
normativo con el que Lacan aborda la instancia de castración propia de la función
paterna, durante los primeros años de su enseñanza cuando, por ejemplo, habla
de la identificación con el “tipo ideal de su sexo”.22 Pero años más tarde,
cuando la orientación por lo real lo lleva a rescatar la dimensión plenamente
singular de la subjetividad, no tiene reparos en hablar de péreversión al
conceptualizar aquella versión del padre que –por transmitir un deseo– hace
lugar al goce que conviene al sujeto: el padre síntoma.23
¿Cuál es el sentido de esta
sorprendente afirmación? A mi entender, el aspecto más saliente de esta
orientación es la de hacer un lugar a la particularidad subjetiva merced a un
desvío respecto al Ideal social, sexual, de adaptación, de salud, etc., sin que
tal maniobra consista en una transgresión. Aquí encuentra su lugar la invención
cuya raíz anida en la más rancia inspiración freudiana.
En efecto, en la Conferencia 23
24 –dedicada a la formación de síntoma– Freud hace un elogio del artista quien,
al transformar el material que le brindan sus fantasías y sus más acendradas
fijaciones narcisistas, se granjea el favor de las mujeres y la admiración de
sus pares.
Si bien el saber hacer allí con
el síntoma 25 que Lacan propone, no necesita del reconocimiento social que
reciben algunos artistas; abreva, sin embargo, del mismo material que Freud señala
en su conferencia: aquellas tempranas huellas que determinaron las fantasías y
fijaciones narcisistas.
El arte de la invención –hacer
algo con eso que está ahí ya dado– consiste en leer de manera tal que la
particularidad subjetiva encuentre un lugar en el Otro. La adolescencia es un
momento privilegiado para orientar el goce hacia el lazo social. Se trata de
que los adultos aprovechen esta carta en espera.
* Psicoanalista. Texto
extractado de El Lugar del Padre en la Adolescencia (Letra Viva).
1 Jacques
Lacan: “La significación del falo”, en Escritos 2, Siglo Veintiuno Editores,
Buenos Aires, 1988, p. 672.
2 Alusión
a “...nos espera en la casilla una carta (une lettre)...”, desarrollado por
Jacques Lacan: “El Seminario sobre La Carta Robada”, en Escritos 1, Siglo
Veintiuno Editores, Buenos Aires, 1998, p. 18.
3 Sigmund
Freud: “Proyecto de...”, p. 407.
4 Sigmund
Freud: “32ª conferencia. Angustia y vida pulsional”, en Obras Completas,
Volumen XXII, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1979, p. 80.
5 Jacques
Lacan: “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo
Sofisma”, en Escritos 1, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2002, pp.
187203.
6 Jacques
Lacan: “Los Tres Tiempos del Edipo (II), en El Seminario, Libro 5, Las
Formaciones del inconsciente, (1957-1958), Editorial Paidós, Buenos Aires,
1999, p. 201.
7 Jacques
Lacan: “El Símbolo ?”, en El Seminario, Libro 8, La Transferencia, (19601961),
Editorial Paidós, Buenos Aires, 2003, pp. 269284.
8 Dora:
referencia al más famoso caso freudiano de histeria. Sigmund Freud: “Fragmento
de análisis de un caso de histeria (1905 [1901]), en Obras Completas, Volumen
VII, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1978, pp. 1108.
9 Ernst
Lorenz era el nombre del paciente conocido como el hombre de las ratas. Sigmund
Freud: “A propósito de un caso de neurosis obsesiva” (1909), en Obras
Completas, Volumen X, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1980, pp. 119249.
10 Jacques
Lacan: “Los Tres Tiempos...”,p. 211.
11
Alexander Kojeve: La idea de la muerte en Hegel, Leviatán, Buenos Aires, 1990,
p. 77.
12 Slavoj
Zizek: El Sublime Objeto de la Ideología, Siglo Veintiuno Editores, Buenos
Aires, 2003, p. 27.
13 Jacques
Lacan: “La estructura de los mitos en la Observación de la fobia de Juanito”,
en El Seminario, Libro 4, La Relación de Objeto, (19561957), Editorial Paidós,
Buenos Aires, 1994, pp. 201391.
14 “no hay
más felicidad que la del falo. (...) Sólo que la teoría freudiana, donde pone
el acento es en que el único que es feliz es el falo, no su portador.” Jacques
Lacan: “El campo lacaniano”, en El Seminario, Libro 17, El Reverso del Psicoanálisis,
Editorial Paidós, Buenos Aires, 1992, pp. 7778:
15 Jacques
Lacan: “Clase del 19 de abril de 1977”, en Seminario 24, Lo no sabido que sabe
de la una equivocación se ampara en la morra, (19761977), inédito.
16 Viagra:
medicación para el tratamiento de las disfunciones eréctiles.
17 Jacques
Lacan: “Epílogo”, en El Seminario, Libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales
del psicoanálisis, (1964), Editorial Paidós, Buenos Aires, 1984, p. 287.
18 Jacques
Lacan: El Seminario, Libro 4, La Relación de Objeto, (19561957), Editorial Paidós,
Buenos Aires, 1994, pp. 410411.
19 Sigmund
Freud: “Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci”, en Obras Completas, Volumen
XI, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1997, p. 113.
20 Jacques
Lacan: El Seminario, Libro 4,..., p. 351.
21 Ibídem,
pp. 366367.
22 Jacques
Lacan: “La Significación del Falo”, en Escritos 2, Siglo Veintiuno Editores,
Buenos Aires,1988, p. 665.
23 Jacques
Lacan: “Clase del 21 de enero de 1975”, en Seminario 22, RSI, inédito. “Un
padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho, el dicho
amor, el dicho respeto está –no van a creerle a sus orejas– père-versement
orientado, es decir hace de una mujer objeto a minúscula que causa su deseo.”
24 Sigmund
Freud: “23ª conferencia. Los caminos de la formación de síntoma”, en Obras
Completas, Volumen XVI, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1978, pp. 342343.
25 Jacques
Lacan: “Clase del 16 de noviembre de 1976”, en Seminario 24, Lo no sabido que
sabe de la una equivocación se ampara en la morra. Ver también, Jacques Lacan: “Del
sentido, del sexo y de lo real”, en El Seminario, Libro 23, El Sinthome,
Editorial Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 117-126.