PABLO GUIMÓN – EL PAIS SEMANAL
Tiene 71 años, pero ya ha disfrutado al menos tres vidas. Militante impenitente en la trinchera de los Rolling Stones, vuelve con su nuevo disco en solitario, ‘Crosseyed Heart’
Su satánica majestad nos recibe en París para hablar de la memoria del rock, de la vigencia arrebatadora del blues y de la única adicción que asegura no haber logrado dejar: la música
En algún momento de mediados de la década
pasada, Keith Richards decidió que había llegado el momento de contar su
historia. Asegura que durante años durmió solo dos veces por semana. Eso,
sumado a la intensidad con la que ha exprimido sus horas de vigilia, le lleva a
calcular que, a sus 71 años, ha vivido el equivalente a tres vidas.
Luego están sus numerosos escarceos con la muerte,
imprudentes o fortuitos. El primero, siendo solo un bebé. Durante la Segunda
Guerra Mundial la familia Richards escapó de Dartford (Reino Unido) a un lugar
más seguro, y su madre contaba que, cuando volvieron a casa, los proyectiles de
la Luftwaffe habían
alcanzado la cuna de su hijo. Sobrevivió a la batalla campal de Altamont, a
diversos incendios, a la heroína; casi muere aplastado por sus libros y, más
recientemente, tras caerse desde un árbol en las islas Fiji. Todo ello ha cimentado la
leyenda de que Keith Richards es, aparte de las cucarachas, el único organismo
que sobreviviría a una hecatombe nuclear. Entre la vida y la muerte había,
pues, mucho que contar.
La realidad y la leyenda se mezclan concienzudamente
en la biografía de la oveja negra de la banda de rock más importante de la
historia. Su pis probablemente no es azul, por mucho que lo diga su amigo Tom
Waits en un poema que le ha dedicado. Pero sí es cierto, por ejemplo, que en
2007 esnifó una pizca de cenizas de su padre que se cayeron sobre la mesa,
reconoce, antes de esparcir el resto bajo un roble que había plantado en su
honor. “Para el 99,9% de la gente, Keith Richards era solo un hombre con un
canuto en una mano y una botella de Jack Daniel’s en la otra”, comprendió el
protagonista, “maldiciendo el hecho de que la licorería ya haya cerrado”. Había
que desmitificar, pero solo lo justo. Su vida es su vida, ya era tarde para
inventarse otra.
Los Stones estaban inactivos después de una gira que terminó en 2007. Animal de rock and roll, Richards no
lleva bien los parones. Así que se puso a mirar atrás. Escribió un libro, Vida,
con la ayuda del periodista James Fox, publicado en 2010 con tanto éxito que
prácticamente reinventó el género de las memorias de una estrella del rock. Y
después, por primera vez en 23 años, volvió al estudio sin los Stones para
grabar su homenaje personal a la música con la que ha crecido. Lo hizo sin
prisas, arropado por sus amigos, y el resultado es Crosseyed Heart,
el tercer disco en solitario de sus 50 años de carrera, que ve la luz ahora. Un
álbum con sabor a testamento musical.
Los únicos tiempos en que hago cosas solo son los periodos durmientes de
los Stones. Dormidos, como los osos, nunca sabes cuándo despertarán”
Recibe a El País Semanal en una suite
de un hotel elegante de la avenida George V parisiense. Habla con su voz
cascada de barítono, salpicando su discurso con risas de esas que devienen en
tos, y mueve las manos como tocando acordes en el aire. Resulta imposible no
fijarse en ellas. En ese grueso anillo de una calavera que, aunque quisiera, ya
nunca podrá salir por las falanges hipertrofiadas de unos dedos que llevan más
de medio siglo sujetando cigarrillos y produciendo los riffs más famosos del mundo.
Junta las palmas de esas manos huesudas y las pega a
un lado de la cara para explicar cómo acabó, tanto tiempo después, metido de
nuevo en un estudio para grabar sus canciones. “Los Stones habían entrado en
uno de sus periodos de hibernación”, cuenta. “Dormidos, como los osos. Y nunca
sabes cuándo se van a despertar. No sonaba el teléfono, no había llamadas,
nadie que dijera vamos a trabajar. Los únicos tiempos en que hago cosas solo
son los periodos durmientes de los Stones. Ya sucedió a finales de los ochenta,
cuando hice mi primer disco en solitario [Talk is cheap, 1988]”.
Pero esta vez era distinto. Para cuando terminó sus
memorias, su satánica majestad se dio cuenta de que se había convertido en un
hombre de familia, una faceta que no había cultivado hasta entonces. Y era
feliz. Un abuelo que disfrutaba de sus lecturas, de la compañía de su esposa,
de sus hijos y, sobre todo, de sus nietos.
Al margen del tabaco, el alcohol y un porro de
marihuana californiana al despertarse, Keith Richards asegura que ha dejado
las drogas. Los tiempos en que utilizó su cuerpo “como un laboratorio” han
quedado atrás. La única adicción que no ha conseguido superar, explica, es la
de la música. De ahí el título del recién estrenado documental sobre su figura,
dirigido por el oscarizado Morgan Neville para Netflix. Under the Influence, que se podría traducir como
“colocado”, no se refiere a las muchas sustancias que le han acompañado en su
vida. Se refiere a la música. Sumada al libro y al disco, la película
constituye la tercera pata de esa especie de testamento en vida, de ese
ejercicio de hacer balance en que ha estado inmerso. El metraje incluye
sesiones del nuevo disco, viejo material de los Stones y viajes a los lugares,
de Nashville a Chicago, que han forjado su bagaje musical. Es un homenaje a sus
maestros. A la música, su gran adicción.
“Si miro hacia atrás, la música ha sido mi principal
droga”, asegura. “La diferencia es que la música, además de metérmela, la saco
de mi cuerpo. Mientras que las otras drogas lo único que hago es ponérmelas. He
experimentado mucho. Me he convertido a mí mismo en un laboratorio. Soy de los
que piensan que mi cuerpo es mío y puedo hacer con él lo que quiera. A ver qué
hace esto por la nariz, a ver esto por la vena… Pero en un momento determinado,
hacia finales de los setenta, decidí que el experimento había ido demasiado
lejos. Fue un periodo muy interesante, pero tampoco creo que las drogas sean
nada del otro mundo. Algunas personas están enganchadas al café, lo cual no me
seduce mucho. Las drogas llenan titulares: ¡Keith Richards, ciego perdido! Pero
para mí fueron un experimento menor. Nunca pensé que estuvieran llevándose nada
más que mi propia vida. Yo creo que me aburrí de las drogas. ¿Sabe?, hay un
límite en la cantidad que puedes tomar. Comprendí que si no cortaba ese
experimento por lo sano, no habría más Stones. Y para mí eso sería
imperdonable. Así que paré. No es tan difícil. Ya sé que la gente se
escandaliza: ‘¡Oh, es adicto a la cocaína!’. La adicción a la cocaína no
existe. Es un hábito. Si te ponen en una isla desierta sin nada, lo superarás. Dormirás
mucho, probablemente quieras comer mucho, pero lo superarás. La única adicción
verdadera, la dura de verdad, es la heroína. Y probablemente el alcohol. Las
drogas duras son para mí algo de los setenta, y tampoco he pensado demasiado en
ellas desde entonces. He estado ahí, he hecho eso, se acabó. Me di cuenta de
que había ido demasiado lejos cuando empecé a ver que había demasiada policía a
mi alrededor. Y créame, puedo vivir sin policía”.
En la narración de su vida, a la policía le reserva un
papel estelar. Le dedica dos canciones en el disco. Y resulta significativo que
en sus memorias, de todas las anécdotas de las que dispone, Keith Richards
recurriera a uno de sus encuentros con la policía para empezar a contar su
historia. El día de 1975 en que él y Ron Wood fueron detenidos en Fordyce, Arkansas, subidos a
un coche con las puertas llenas de drogas, cuando detener a “la banda de rock
más peligrosa del mundo” se había convertido en un acto de patriotismo para
cualquier policía del sur de Estados Unidos. Aquello terminó con un juez
borracho, una multa de 165 dólares y un Chevrolet Impala amarillo abandonado,
que aún hoy Richards se pregunta si alguien seguirá conduciendo sin saber que
tiene las puertas llenas de drogas.
“Cuando escribes canciones cuentas experiencias que
has atravesado”, explica. “Y en mi caso, en algunas de las más interesantes
estoy yo corriendo delante de la policía. Recuerdo que, cuando mi hijo Marlon
tenía cinco años, yo le decía: ‘Eh, Marlon, vete a comprobar la ventana otra
vez’. Y él iba a la ventana y me decía: ‘Sí, el coche sin matrícula sigue
allí’. Era la policía, claro. ¿Pero qué estaban buscando? ¿De verdad no tienen
nada mejor que hacer que perseguir a un guitarrista? La policía no es perfecta. Afortunadamente, todo eso forma parte de un
experimento que ya he completado. Ya sé todo lo que quería saber de la cocaína,
la heroína y la policía. Pero algunas de esas historias dan para buenas
canciones”.
El rebelde por antonomasia asegura que ya no lo es.
Más aún: que nunca quiso serlo. “Soy la misma persona, pero realmente ya no soy
un rebelde”, explica. “Lo cierto es que nunca quise serlo. Pero tienes 19 años
y tu banda de repente se convierte en una fuerza social, algo que va mucho más
allá de hacer una serie de álbumes y singles. Se me dio toda la
libertad. La gente, todo el mundo ahí afuera que compraba nuestros discos, me
dio libertad. De alguna manera me decían: ‘Corre, haz lo que nosotros no
podemos hacer, que nos gusta ver a alguien haciéndolo’. Así que, a esa edad, lo
haces. Vale, piensas, tengo licencia para cagar en la calle”.
La idea de jubilarse, de dejar atrás medio siglo
de rock and roll, se le llegó a pasar por la cabeza. O algo así.
“¡Estaba mintiendo!”, asegura, y ríe y tose de nuevo. “Realmente no tenía
ninguna intención de retirarme. Para cuando terminé el libro, que me llevó dos
años, era como si hubiera disfrutado mi vida dos veces. Entonces me entraron
ganas de ir al estudio, pero no había nada de los Stones programado. Así que me
dije que igual era el momento de echar el cierre. Pero nunca lo pensé muy en
serio”.
Nunca quise ser un rebelde. Pero tienes 19 años y tu banda de repente se
convierte en una fuerza social, algo que va más allá de hacer álbumes”
En cualquier caso, ahí estaba Steve Jordan, viejo
amigo y habitual coproductor y batería en los discos en solitario de Richards,
para rescatarlo. “Steve vino y me preguntó sobre ‘Jumping Jack Flash’ y ‘Street Fighting
Man’. ‘Tío, ¿cómo las hiciste?’, me dijo. Y yo
le respondí que las hice tocando solo con Charlie [Watts, batería de los
Stones] en el estudio. ‘Son dos de las mejores canciones que habéis hecho
nunca’, me dijo, ‘¿y las hiciste con guitarra y batería?’. Steve me miró y me
dijo: ‘¡Yo soy batería, tío!’. Eso es lo que necesitaba, ese impulso. No hay
nada como amenazar con que te retiras para tener un poco de acción”.
Richards se embarcó entonces en una grabación “sin
fecha de entrega”. “Era solo jugar a ver qué pasaba”, recuerda. “El álbum
empezó a hacerse solo. Era la primera vez en mi vida que hacía un disco sin
plazos. Nos podíamos tomar nuestro tiempo. Invitamos a amigos, a Aaron Neville,
a Norah Jones, a Larry Campbell, a Bobby Keys. Y de repente, hay un álbum.
Justo en ese momento, hace dos o tres años, los Stones quieren volver a la
carretera. Y de ninguna manera voy a lanzar yo algo cuando los Stones están
trabajando. Ese es el motivo por el que sale ahora, pero el disco estaba listo
hace dos años. A veces me pregunto si los Stones no quisieron empezar a
trabajar porque sabían que yo estaba grabando”.
Cuando habla de los Stones, parece hablar de Jagger.
Ambos forman una de las relaciones de pareja más fascinantes que ha dado la
historia del rock. Nacieron con cinco meses de diferencia y coincidieron en la
escuela primaria. Pero cuando realmente conectaron fue la mañana del 17 de
octubre de 1961, cuando se encontraron en la estación de Dartford. Jagger se
dirigía a la London School of Economics, y Richards, a la escuela de arte. Richards llevaba su guitarra
de caja Höfner; Jagger, el Rockin’ at the Hops de Chuck Berry
y The Best of Muddy Waters. Las
diferencias que se describen en los relatos de aquel encuentro entre los dos
adolescentes siguen vigentes en su relación, más de 50 años después. El esnob y
el maldito. El cálculo y el caos. El cerebro y las tripas.
La carrera en solitario de Richards empezó cuando
Jagger, a finales de los ochenta, decidió hacer sus propios discos con músicos
más jóvenes. Richards optó por el blues y recurrió a Steve Jordan, batería con
el que acababa de trabajar en un documental sobre Chuck Berryen 1987. Los mismos músicos que juntó entonces,
bautizados como los X-Pensive Winos, son los que grabaron su segundo disco (Main
Offender, 1992) y los que le acompañan ahora, en el tercero.
“Perdiste el feeling / Ya no es tan
atractivo”, le dice a Jagger, probablemente, en ‘No me mueves’, la última
canción de la primera cara de su primer disco en solitario. Las dagas han
volado mucho en las dos direcciones, pero su relación, advierte Richards, hay
que entenderla desde el amor entre dos hermanos.
“Los dos valoramos nuestras diferencias”, explica. “Y
eso es porque nos damos cuenta, de alguna extraña manera relacionada con la
química, de que estamos enganchados el uno al otro. Ocasionalmente tendremos
desacuerdos, y la gente solo se entera de eso. Pero el 90% del tiempo estamos
tan cerca como se puede estar. ¡Hey, si tú eres mi hermano! Y tenemos
peleas. Pero adoro trabajar con el hombre. ¿Cómo podría no hacerlo? Es uno de
los mejores frontmen del mundo. Gran cantante, gran
movimiento. Y para mí, el mejor armonicista de blues del mundo”.
El mayor cumplido que le puedes hacer a un músico, a un juglar, es que hizo
su trabajo. Pasó la música, la transmitió e hizo a la gente feliz”
Los Rolling Stones terminaron en Quebec su gira
norteamericana el pasado mes de julio, y a principios del año próximo se
embarcan en una por Latinoamérica, que Richards confía en que les lleve a tocar
a Cuba. Después hay planes, todavía no muy concretos, para grabar un disco, el
primero desde A Bigger Band (2005). “Ya va siendo hora”, dice
Richards. “Creo que es un poco estúpido. Los Stones han hecho muchos de sus
mejores álbumes cuando, justo después de una gira, se metían al estudio. Porque
la banda está engrasada, perfecta, es un Rolls Royce. Ese es mi plan, o mi
sueño, si prefiere. Al mismo tiempo, sé que cuando acaba una gira todo el mundo
quiere desaparecer. Pero hay posibilidades, está en el aire de momento. Puede
que tenga que utilizar un revólver, rogárselo, arrastrarme…, pero haré lo que
sea, porque creo que es la manera de que podamos tener otro álbum de los Stones
realmente bueno”.
Los meses hasta que vuelva la actividad de los Stones,
Richards seguirá ocupado con Crosseyed Heart. Puede incluso que lo
saque a la carretera. Le gustaría tocar en directo ese blues, esa música que,
dice, es el origen de todo. “El jazz vino del blues”, explica. “Incluso One Direction, sin saberlo, están haciendo blues. Nunca se les
ocurriría, pero está dentro de lo que tocan. Es como la presión sanguínea, toda
la música tiene el blues. A veces es muy visible, otras veces descansa, se va a
la cama un rato y vuelve a despertarse. Es un flujo de sensibilidad, de
sentimiento. No importa cómo lo
llames . Rhythm and blues, hip hop, rock and roll.
Llámalo como quieras, pero hay blues dentro”.
De este ejercicio de hacer balance en el que ha estado
inmerso estos años, Richards ha sacado algo en claro: desearía pasar a la
historia como “un eslabón de una cadena”. “Me gusta pensar en mí como una parte
de una larga tradición de miles de años”, explica. “El juglar. El tío que toca
su música, que hace feliz a la gente y luego se va a hacer lo mismo en otra
ciudad. Y al final de todo puedes decir: él lo transmitió. Keith formó parte de
una larga línea de juglares, contadores de historias, músicos. Es el
sentimiento más cálido que soy capaz de imaginar. ¡Eh! Hice mi bolo, hice mi
trabajo. Casi consigo matarme por el camino, pero hice a mucha gente feliz. Eso
es lo que pretende ser este disco: un ejercicio de pasar la pelota. A veces me
ocurre que no sé muy bien por qué hago las cosas. Simplemente las hago y luego,
cuando me siento, soy capaz de identificar la fuerza que me empujaba. En esta
ocasión comprendí que lo que me movía era presentar mis respetos a toda esa
gente que me había inspirado. Deseaba hacer lo mismo que hicieron ellos
conmigo, transmitir ese conocimiento. El mayor cumplido que le puedes hacer a
un músico, a un juglar, es que hizo su trabajo. Pasó la música, la transmitió e
hizo a la gente feliz. ¡Y además hace años que no he matado a nadie!”.