Opinión
Por Alberto Arteaga Sánchez - Abogadoaas@arteagasanchez.com
Confirmado.com.ve
Paradójicamente, la Operación de Liberación del Pueblo arremete contra el pueblo sin discriminación alguna, apresa, dispara, impide la labor informativa y, siendo previamente avisada, ahuyenta a quienes tienen la verdadera responsabilidad por los hechos denunciados.
Confirmado.com.ve
Paradójicamente, la Operación de Liberación del Pueblo arremete contra el pueblo sin discriminación alguna, apresa, dispara, impide la labor informativa y, siendo previamente avisada, ahuyenta a quienes tienen la verdadera responsabilidad por los hechos denunciados.
Una cosa es una operación o una
actividad de vigilancia, rastreo o prevención de delitos que infunda confianza
en la colectividad, asediada por la delincuencia y otra cosa es la práctica de
operativos policiales represivos que, como es usual y siempre lo ha sido, da
lugar a injustificados atropellos a la población más humilde, siempre a la
orden para pagar por su condición de pobreza, a la que se unen hoy los
disidentes políticos por el simple hecho de serlo, dejando fuera a los
verdaderos “capos”, acostumbrados a enfrentar, en mejores condiciones, a las “fuerzas
del orden”.
Se dirá, de una vez, que las críticas
a estas intervenciones de las fuerzas policiales son injustas y solo tienen
motivaciones políticas, ya que después de reclamar acciones del Estado contra
la violencia y la inseguridad, ahora se censura su intervención con el alegato
de la violación de los derechos humanos.
En verdad –es necesario decirlo–
este nuevo plan para atender el legítimo reclamo de seguridad de la ciudadanía
no es nuevo, salvo por el nombre carente de todo sentido de “Liberación del
Pueblo”, igual que el de “niños de la Patria” para llamar a la infancia
abandonada o de “privados de la libertad” para hacer referencia a los presos o
encarcelados. Equivale sin más esta estrategia a la de los múltiples operativos
del pasado remoto y más reciente, enmarcados en la consigna de “plomo al hampa”
o de las tristemente recordadas redadas de vagos y maleantes del criticado “hampoducto”
que, sin más, conducía a los calificados por el Gobierno como peligrosos al
infierno de “El Dorado”.
Sin duda se impone una acción
efectiva del Estado contra la delincuencia desbordada e impune, pero la solución
no se concreta en estos improvisados operativos en los que siempre terminan
pagando justos por pecadores.
Como suele ocurrir, la receta
es la más sencilla de enunciar y la más difícil de poner en práctica, ya que
nada se ha hecho con carácter de permanencia en estos años, salvo dejar hacer y
dejar pasar, para encontrarnos inmersos en el mundo de la anomia, de la
impunidad absoluta y de la carencia de todo esfuerzo serio para transformar el
sistema penitenciario en un sistema rehabilitador.
No se trata de aprobar nuevas
leyes, ni de abogar por la pena de muerte, proscrita por la Constitución y
erradicada -al menos en teoría- por nuestra tradición y compromisos
internacionales, en razón del respeto absoluto al derecho a la vida y el
rechazo a toda forma de crueldad. Sencillamente, se trata de sentar las bases
de un sistema eficiente de justicia penal, que de alguna manera funcione, como
ha llegado a funcionar el Seniat, en sus momentos estelares, trasmitiéndole a
la colectividad que “el crimen no paga”, que la policía si tiene sus medios e
instrumentos para investigar y su presencia se hace sentir por los resultados
de su labor; que la Fiscalía posee la capacidad y la mística para conducir y
alentar un justo proceso como parte de buena fe; que los jueces, en tiempo
breve, pueden hacerle frente a un juicio imparcial; y que el sistema
penitenciario, deslastrado de la injusta mayoría de reclusos sin condena, en
manos de personal calificado, en locales dignos y con tratamiento humanitario,
es capaz de devolver a la sociedad ciudadanos honestos que no reincidirán en
sus delitos.
Esto no debe ser una utopía.
Podemos logarlo con el compromiso del Estado de sacar la política del sistema
de justicia, con la designación de auténticos profesionales de probada
honestidad, eficiencia y preparación en los cargos policiales, fiscales,
judiciales y penitenciarios y acabando, de una vez por todas, con las apetencias
de quienes han convertido a la justicia penal en un instrumento al servicio de
sus intereses y transformando esa vieja maquinaria incapaz de responder a las
exigencias de la nuevas leyes en un sistema armónico con aptitud para
satisfacer la aspiración más elemental y legítima de justicia del pueblo
venezolano.