Página 12 - Argentina
Cuando fueron elegidas las primeras presidentas de sus países, ocasionaron gran malestar en las elites tradicionales. Una en 2008, otra en 2010.
Me acuerdo del primer
abrazo de ellas como presidentas, en una recepción en el Palacio San Martín, en
Buenos Aires, en 2010, y el profundo sentimiento de orgullo que han causado en
todos nosotros. Fue la primera visita de una de ellas como presidenta, para
reencontrarse con su amiga, ahora las dos jefas de Estado.
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Dos países conocidos por
su machismo, por sus elites conservadoras, donde las mujeres sólo cabían en las
fotos oficiales como primeras damas, de repente presentan al mundo dos mujeres
como presidentas. Y no dos mujeres cualquiera. Dos mujeres que han estado
alineadas en la resistencia en contra de las dictaduras de sus países. Una de
ellas, comprometida en la resistencia armada, detenida y brutalmente torturada
durante 22 días.
Las dos han resistido y
se han mantenido en la lucha, cambiando de forma de lucha, pero nunca cambiando
de lado, como gustan afirmar las dos. Por lo tanto, representan no sólo la
novedad de ser las dos primeras mujeres presidentas de sus países, sino también
dos mujeres que han transitado desde la lucha en contra de las dictaduras a la
Presidencia de la República.
Y tampoco para hacer un
gobierno más, sino para dar continuidad y profundizar a gobiernos que resisten
la ola global neoliberal y desarrollar políticas a contramano de esa ola, con
desarrollo económico y distribución de la renta, de afirmación de las
identidades nacionales de sus países, de integración regional.
Son las dos –y más,
todavía, su encuentro simultáneo como presidentas de los dos más grandes países
de Sudamérica– por lo tanto, símbolos de los nuevos tiempos, del siglo XXI de
América latina. Desde aquel primer abrazo en el Palacio San Martín, nos hemos
acostumbrado a verlas juntas, conversando, reuniéndose, abrazándose. Lo
hicieron, ahora, probablemente por última vez como presidentas de sus países.
Son ellas Cristina y
Dilma, Dilma y Cristina. Dos mujeres extraordinarias, que siguen generando en
las elites tradicionales reacciones brutales, que pasan de la crítica política
a las ofensas personales. Nunca dirigentes políticos latinoamericanos son víctimas
de tantas groserías, tantas agresiones, tantos prejuicios, como ellas siguen
sufriendo.
Pero nunca se les notó
ni siquiera una mueca de debilidad que pudiera hacer felices a las elites
tradicionales. Nada. La firmeza de las dos se mantuvo siempre, exuberante, con
la más grande dignidad que un mandatario de nuestros países ha tenido.
Las vamos a echar de
menos. Sus dos sonrisas, su elegancia, la grandiosidad de su entrega como líderes
de dos procesos irreversibles. Ellas seguirán amigas, seguirán en el mismo
combate de siempre, pero ya no como presidentas, como las hemos visto al final
de la reunión del Mercosur, en Palacio del Planalto, en el encuentro bilateral,
en último abrazo como presidentas, que concluye aquel primero, en el Palacio
San Martín, hace cinco años.