Leonardo Boff
Adital
Adital
Antes de hacer cualquier comentario vale
la pena resaltar algunas singularidades de la encíclica Laudato sí del Papa
Francisco.
Es la primera
vez que un Papa aborda el tema de la ecología en el sentido de una ecología
integral (por tanto que va más allá de la ambiental) de forma tan completa.
Gran sorpresa: elabora el tema dentro del nuevo paradigma ecológico, cosa que
ningún documento oficial de la ONU ha hecho hasta hoy. Fundamenta su discurso
con los datos más seguros de las ciencias de la vida y de la Tierra. Lee los
datos afectivamente (con inteligencia sensible o cordial), pues discierne que
detrás de ellos se esconden dramas humanos y mucho sufrimiento también por
parte de la madre Tierra.
La situación actual es grave, pero el Papa Francisco siempre encuentra razones
para la esperanza y para confiar en que el ser humano puede encontrar
soluciones viables. Enlaza con los Papas que le precedieron, Juan Pablo II y
Benedicto XVI, citándolos con frecuencia. Y algo absolutamente nuevo: su texto
se inscribe dentro de la colegialidad, pues valora las contribuciones de
decenas de conferencias episcopales del mundo entero, desde la de Estados
Unidos a la de Alemania, la de Brasil, la de la Patagonia-Comahue, la del
Paraguay. Acoge las contribuciones de otros pensadores, como los católicos
Pierre Teilhard de Chardin, Romano Guardini, Dante Alighieri, su maestro
argentino Juan Carlos Scannone, el protestante Paul Ricoeur y el musulmán sufí
Ali Al-Khawwas. Los destinatarios somos todos los seres humanos, pues todos
somos habitantes de la misma casa común (palabra muy usada por el Papa) y
sufrimos las mismas amenazas.
(...)
(...)
El Papa
Francisco no escribe en calidad de Maestro y Doctor de la fe sino como un
Pastor celoso que cuida de la casa común y de todos los seres, no sólo de los
humanos, que habitan en ella.
Un elemento
merece ser destacado, pues revela la «forma mentis» (la manera de organizar su
pensamiento) del Papa Francisco. Este es tributario de la experiencia pastoral
y teológica de las iglesias latinoamericanas que a la luz de los documentos del
episcopado latinoamericano (CELAM) de Medellín (1968), de Puebla (1979) y de
Aparecida (2007) hicieron una opción por los pobres contra la pobreza y a favor
de la liberación.
El texto y el
tono de la encíclica son típicos del Papa Francisco y de la cultura ecológica
que ha acumulado, pero me doy cuenta de que también muchas expresiones y modos
de hablar remiten a lo que viene siendo pensado y escrito principalmente en América
Latina. Los temas de la «casa común», de la «madre Tierra», del «grito de la
Tierra y del grito de los pobres», del «cuidado», de la «interdependencia entre
todos los seres», de los «pobres y vulnerables», del «cambio de paradigma», del
«ser humano como Tierra» que siente, piensa, ama y venera, de la «ecología
integral» entre otros, son recurrentes entre nosotros.
La estructura de
la encíclica obedece al ritual metodológico usado por nuestras iglesias y por
la reflexión teológica ligada a la práctica de liberación, ahora asumida y
consagrada por el Papa: ver, juzgar, actuar y celebrar.
Comienza
revelando su principal fuente de inspiración: San Francisco de Asís, al que
llama «ejemplo por excelencia de cuidado y de una ecología integral, y que
mostró una atención especial por los más pobres y abandonados» (n.10; n.66).
Y entonces
empieza con el ver: «Lo que le está pasando a nuestra casa» (nn.17-61). Afirma
el Papa: «basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran
deterioro de nuestra casa común» (n.61). En esta parte incorpora los datos más consistentes
referentes a los cambios climáticos (nn.20-22), la cuestión del agua (n.27-31),
la erosión de la biodiversidad (nn.32-42), el deterioro de la calidad de la
vida humana y la degradación de la vida social (nn.43-47), denuncia la alta
tasa de iniquidad planetaria, que afecta a todos los ámbitos de la vida
(nn.48-52), siendo los pobres las principales víctimas (n. 48).
En esta parte
hay una frase que nos remite a la reflexión hecha en América Latina: «Pero hoy
no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte
siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones
sobre el ambiente, para escuchar tanto el grito de la Tierra como el grito de
los pobres» (n.49). Después añade: «el gemido de la hermana Tierra se une al
gemido de los abandonados del mundo» (n.53). Esto es absolutamente coherente,
pues al principio ha dicho que «nosotros somos Tierra» (n. 2; cf. Gn 2,7), muy
en la línea del gran cantor y poeta indígena argentino Atahualpa Yupanqui: «el
ser humano es Tierra que camina, que siente, que piensa y que ama».
Condena la
propuesta de internacionalización de la Amazonia que «solamente serviría a los
intereses económicos de las multinacionales» (n.38). Hace una afirmación de
gran vigor ético: «es gravísima iniquidad obtener importantes beneficios
haciendo pagar al resto de la humanidad, presente y futura, los altísimos
costos de la degradación ambiental» (n.36).
Con tristeza
reconoce: «nunca habíamos maltratado y lastimado a nuestra casa común como en
los dos últimos siglos» (n.53). Frente a esta ofensiva humana contra la madre
Tierra que muchos científicos han denunciado como la inauguración de una nueva
era geológica –el antropoceno– lamenta la debilidad de los poderes de este
mundo que, engañados, «piensan que todo puede continuar como está» como
coartada para «mantener sus hábitos autodestructivos» (n.59) con «un
comportamiento que parece suicida» (n.55).
Prudente,
reconoce la diversidad de opiniones (nn.60-61) y que «no hay una única vía de
solución» (n.60). Así y todo «es cierto que el sistema mundial es insostenible
desde diversos puntos de vista porque hemos dejado de pensar en los fines de la
acción humana» (n.61) y nos perdemos en la construcción de medios destinados a
la acumulación ilimitada a costa de la injusticia ecológica (degradación de los
ecosistemas) y de la injusticia social (empobrecimiento de las poblaciones). La
humanidad simplemente «ha defraudado las expectativas divinas» (n.61).
El desafío
urgente, entonces, consiste en «proteger nuestra casa común» (n.13); y para eso
necesitamos, citando al Papa Juan Pablo II: «una conversión ecológica global»
(n.5); «una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad» (n.231).
Realizada la
dimensión del ver, se impone ahora la dimensión del juzgar. Juzgar que es
planteado en dos vertientes, una científica y otra teológica.
Veamos la científica.
La encíclica dedica todo el tercer capítulo al análisis «de la raíz humana de
la crisis ecológica» (nn.101-136). Aquí el Papa se propone analizar la tecnociencia
sin prejuicios, acogiendo lo que ha traído de «cosas realmente valiosas para
mejorar la calidad de vida del ser humano» (n. 103). Pero este no es el
problema, sino que se independizó, sometió a la economía, a la política y a la
naturaleza en vista de la acumulación de bienes materiales (cf.n.109). La tecnociencia
parte de una suposición equivocada que es la «disponibilidad infinita de los
bienes del planeta» (n.106), cuando sabemos que ya hemos tocado los límites físicos
de la Tierra y que gran parte de los bienes y servicios no son renovables. La tecnociencia
se ha vuelto tecnocracia, una verdadera dictadura con su lógica férrea de
dominio sobre todo y sobre todos (n.108).
La gran ilusión,
hoy dominante, reside en creer que con la tecnociencia se pueden resolver todos
los problemas ecológicos. Esta es una idea engañosa porque «implica aislar las
cosas que están siempre conectadas» (n.111). En realidad, «todo está
relacionado» (n.117) «todo está en relación» (n.120), una afirmación que
recorre todo el texto de la encíclica como un ritornelo, pues es un
concepto-clave del nuevo paradigma contemporáneo. El gran límite de la
tecnocracia está en el hecho de «fragmentar los saberes y perder el sentido de
totalidad» (n.110). Lo peor es «no reconocer el valor propio de cada ser e
incluso negar un valor peculiar al ser humano» (n.118).
El valor intrínseco
de cada ser, por minúsculo que sea, está destacado de manera permanente en la
encíclica (n.69), como lo hace la Carta de la Tierra. Negando ese valor intrínseco
estamos impidiendo que «cada ser comunique su mensaje y dé gloria a Dios»
(n.33).
La mayor
desviación producida por la tecnocracia es el antropocentrismo. Este supone
ilusoriamente que las cosas solo tienen valor en la medida en que se ordenan al
uso humano, olvidando que su existencia vale por sí misma (n.33). Si es verdad
que todo está en relación, entonces «nosotros los seres humanos estamos juntos
como hermanos y hermanas y nos unimos con tierno cariño al hermano sol, a la
hermana luna, al hermano río y a la madre Tierra» (n.92). ¿Cómo podemos
pretender dominarlos y verlos bajo la óptica estrecha de la dominación?
Todas las «virtudes
ecológicas» (n.88) se pierden por la voluntad de poder como dominación de los
otros y de la naturaleza. Vivimos una angustiante «pérdida del sentido de la
vida y del deseo de vivir juntos» (n.110). Cita algunas veces al teólogo ítalo-alemán
Romano Guardini (1885-1968), uno de los más leídos a mediados del siglo pasado,
que escribió un libro crítico contra las pretensiones de la modernidad (n.105
nota 83: Das Ende der Neuzeit, El ocaso de la Edad Moderna, 1958).
La otra
vertiente del juzgar es de corte teológico. La encíclica reserva un buen
espacio al «Evangelio de la Creación» (nn. 62-100). Parte justificando el aporte
de las religiones y del cristianismo, pues siendo la crisis global, cada
instancia debe, con su capital religioso, contribuir al cuidado de la Tierra
(n.62). No insiste en las doctrinas sino en la sabiduría presente en los
distintos caminos espirituales. El cristianismo prefiere hablar de creación en
vez de naturaleza, pues la «creación tiene que ver con un proyecto de amor de
Dios» (n.76). Cita, más de una vez, un bello texto del libro de la Sabiduría
(11,24) donde aparece claro que «la creación pertenece al orden del amor»
(n.77) y que Dios es "el Señor amante de la vida” (Sab 11,26).
El texto se abre
a una visión evolucionista del universo sin usar esa palabra, hace un
circunloquio al referirse al universo «compuesto por sistemas abiertos que
entran en comunión unos con otros» (n.79). Utiliza los principales textos que
ligan a Cristo encarnado y resucitado con el mundo y con todo el universo,
haciendo sagrada la materia y toda la Tierra (n.83). Y en este contexto cita a
Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955, n.83 nota 53) como precursor de esta
visión cósmica.
El hecho de que
Dios-Trinidad sea relación de divinas Personas tiene como consecuencia que
todas las cosas en relación sean resonancias de la Trinidad divina (n.240).
Citando al
Patriarca Ecuménico de la Iglesia ortodoxa, Bartolomeo «reconoce que los
pecados contra la creación son pecados contra Dios» (n.7). De aquí la urgencia
de una conversión ecológica colectiva que rehaga la armonía perdida.
La encíclica
concluye esta parte acertadamente: «el análisis mostró la necesidad de un
cambio de rumbo… debemos salir de la espiral de autodestrucción en la que nos
estamos hundiendo» (n.163). No se trata de una reforma, sino, citando la Carta
de la Tierra, de buscar «un nuevo comienzo» (n.207). La interdependencia de
todos con todos nos lleva a pensar «en un solo mundo con un proyecto común»
(n.164).
Ya que la
realidad presenta múltiples aspectos, todos íntimamente relacionados, el Papa
Francisco propone una "ecología integral” que va más allá de la ecología ambiental
a la que estamos acostumbrados (n.137). Ella cubre todos los campos, el
ambiental, el económico, el social, el cultural y también la vida cotidiana
(n.147-148). Nunca olvida a los pobres que testimonian también su forma de
ecología humana y social viviendo lazos de pertenencia y de solidaridad de los
unos con los otros (n.149).
El tercer paso
metodológico es el actuar. En esta parte, la encíclica se atiene a los grandes
temas de la política internacional, nacional y local (nn.164-181). Subraya la interdependencia
de lo social y de lo educacional con lo ecológico y constata lamentablemente
las dificultades que trae el predominio de la tecnocracia, dificultando los
cambios que refrenen la voracidad de acumulación y de consumo, y que puedan
inaugurar lo nuevo (n.141). Retoma el tema de la economía y de la política que
deben servir al bien común y a crear condiciones para una plenitud humana
posible (n.189-198). Vuelve a insistir en el diálogo entre la ciencia y la
religión, como viene siendo sugerido por el gran biólogo Edward O. Wilson (cf.
el libro La creación: cómo salvar la vida en la Tierra, 2008). Todas las
religiones «deben buscar el cuidado de la naturaleza y la defensa de los pobres»
(n.201).
Todavía en el
aspecto del actuar desafía a la educación en el sentido de crear una «ciudadanía
ecológica» (n.211) y un nuevo estilo de vida, asentado sobre el cuidado, la
compasión, la sobriedad compartida, la alianza entre la humanidad y el
ambiente, pues ambos están umbilicalmente ligados, la corresponsabilidad por
todo lo que existe y vive y por nuestro destino común (nn.203-208).
Finalmente, el
momento de celebrar. La celebración se realiza en un contexto de «conversión
ecológica» (n.216) que implica una «espiritualidad ecológica» (n.216). Esta se
deriva no tanto de las doctrinas teológicas sino de las motivaciones que la fe
suscita para cuidar de la casa común y «alimentar una pasión por el cuidado del
mundo» (216). Tal vivencia es antes una mística que moviliza a las personas a
vivir el equilibrio ecológico, «el interior consigo mismo, el solidario con los
otros, el natural con todos los seres vivos y el espiritual con Dios» (n.210).
Ahí aparece como verdadero que «lo menos es más» y que podemos ser felices con
poco.
En el sentido de
la celebración «el mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio
gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» (n.12).
El espíritu
tierno y fraterno de San Francisco de Asís atraviesa todo el texto de la encíclica
Laudato sí. La situación actual no significa una tragedia anunciada, sino un
desafío para que cuidemos de la casa común y unos de otros. Hay en el texto
levedad, poesía y alegría en el Espíritu e indestructible esperanza en que si
grande es la amenaza, mayor aún es la oportunidad de solución de nuestros
problemas ecológicos.
Termina poéticamente
"Más allá del sol”, con estas palabras: «Caminemos cantando. Que nuestras
luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten la alegría de la
esperanza» (n.244).
Me gustaría
acabar con las palabras finales de la Carta de la Tierra que el mismo Papa cita
(n.207): «Que nuestro tiempo se recuerde por despertar a una nueva reverencia
ante la vida, por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad, por
acelerar la lucha por la justicia y la paz, y por la alegre celebración de la
vida».
Traducción de Mª
José Gavito Milano.