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12 febrero, 2015

“¡Sólo hablamos inglés, no español!” dice un folleto lleno de odio que dejaron en la puerta de mi casa


MONICA RHOR 

Los signos de exclamación captaron mi atención.
La frase está en el último párrafo del folleto que dejaron en la puerta de mi casa anunciando un nuevo servicio local de jardinería entre errores gramaticales, apóstrofes mal colocados y capitalización al azar. Dicha frase me dejó perpleja y furiosa: “¡Sólo hablamos inglés, no español!”
Las palabras estaban subrayadas para dar mayor énfasis y me erizaron la piel, además de tensar mi espalda. El mensaje, codificado en un lenguaje torpe y sin sutilezas, no podía ser más claro: no contratamos ni brindamos servicios a personas de su clase, es decir, hispanos, gente que habla español, inmigrantes. “¡Sólo hablamos inglés, no español!’(...)

Este tipo de mensaje ya lo he escuchado antes, cuando era una niña en Nueva Jersey, de jovencita mientras caminaba con mi madre por las tiendas. Como periodista en una sala de redacción, donde la educación no resultó ser una barrera contra la ignorancia.
Nací en Ecuador, pero vine a Estados Unidos con mi familia cuando tenía tres años. El español y el inglés fluían en nuestro hogar de manera equilibrada. Estudié la sintaxis, el ritmo y la fluidez de ambas lenguas. Me maravillé con lo poético que es el castellano y perfeccioné la mecánica del inglés.
Crecí hablando ambos idiomas y aprendí a amarlos a los dos.
En nuestros libreros había libros para perfeccionar nuestro inglés, como enciclopedias encuadernadas en cuero teñido de azul, novelas condensadas en las ediciones de Readers Digest, libros de referencia como “Word Power Made Easy”. Todas las semanas, mi madre nos llevaba a una biblioteca de donde salíamos con montones de libros. A menudo, la bibliotecaria dudaba de que pudiéramos leer tantos libros en siete días. Pero cada semana la dejábamos sorprendida.
Sin embargo, los domingos en la mañana despertábamos con el sonido de la música ecuatoriana con la zampoña, el lúgubre acordeón y las letras llenas de nostalgia de un país a miles de millas de distancia. Alrededor de la mesa en la cocina, mis parientes narraban historias de cómo era la vida en Ecuador y su melodioso español me envolvía como una manta calentita y cómoda. Pero mi cultura latina y el orgullo por mis raíces nunca fueron un impedimento para mi crianza estadounidense.
Ni cuando los chicos de mi barrio arrojaban el vocablo peyorativo “spic” (término para indicar que la palabra speak, hablar en inglés, está mal pronunciada) en mi cara, ni cuando el empleado de una tienda nos siguió por los pasillos después de oírnos hablar en español, o cuando un colega en un periódico anterior donde trabajé sugirió que me habían contratado por mi etnia, no por mi talento.
Nadie ha logrado nunca hacerme sentir inferior, indigna o avergonzada de mis raíces, mi cultura y mi idioma. Tampoco estaba dispuesta a permitir que un folleto xenófobo cambiara eso.
Decidí llamar al número que aparecía al final del folleto y le dije al jardinero que su postura de inglés solamente me resultaba ofensiva, que la difusión de la tolerancia no era la mejor manera de impulsar un negocio y que sus errores gramaticales demostraban que su inglés no es muy bueno. Después le di las gracias y colgué. Pero ahora creo que me habría gustado decirle más cosas.

Me habría gustado señalar que mi español no me hace sentir menos estadounidense ni que su inglés plagado de errores lo hace más estadounidense, que aprender otro idioma no es una amenaza sino una virtud.
También me habría gustado explicarle que un idioma no es sólo un medio de comunicación ni un mero conjunto de consonantes y sílabas. Se trata de nuestra identidad, de nuestro derecho de nacimiento, de nuestros huesos y tendones.
El español era la lengua que mi madre usaba para arrullar a sus hijos entre sus brazos. Fue el idioma con que me instaron a dar mis primeros pasos, el idioma que servía para calmarme cuando me golpeaba una rodilla y despertaba sobresaltada tras haber tenido una pesadilla.
Era el idioma de las canciones de cuna que me hacían dormir cuando era una bebita, la primera expresión de amor, la melodía de la familia y del hogar.
El español es el idioma de las aventuras picarescas escritas por Cervantes, del realismo mágico de Gabriel García Márquez, del genio cómico de Cantinflas, de la brillantez cinematográfica de Almodóvar. Es la lengua de mi corazón, de mi alma, de mi ser.
Si subestimas mi idioma, me estarás subestimando a mí. Vuelve a colocar la intolerancia en mi puerta y no te gustará la lengua que vas a escuchar.