Sergio Ramírez
En sus tiempos de tupamaro,
aquel treintañero registrado en las fichas policiales como José Alberto Mujica
Cordano, se entregó a la vida clandestina para buscar cómo cambiar el mundo
desde las catacumbas. Participó en acciones guerrilleras espectaculares,
resultó herido de ocho balazos en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad,
salía de la cárcel y lo volvían a meter, logró fugarse dos veces, y sus años en
prisión vinieron a ser 15 en total. La dictadura militar lo declaró rehén
dentro de la cárcel, de modo que en cualquier momento podía ser ejecutado en
represalia por lo que sus compañeros hicieran en la calle.(...)
Lo
encerraron en un pozo subterráneo, donde apenas tenía espacio para moverse, tan
aislado del mundo que era fácil perder el sentido del tiempo y la realidad. A
veces podía leer fragmentos de periódicos de los que le daban para ir al
excusado, y entonces atisbaba, como a través de una rendija, algo de la vida
que bullía afuera, aunque se tratara de anuncios clasificados o una cartelera
de cine. Su única compañía eran unas ranitas a las que daba de comer miguitas
de pan. Y allí descubrió que las hormigas gritan. Si uno tiene la constancia y
la paciencia de llevárselas al oído, es capaz de escucharlas. Para esos
experimentos tenía todo el tiempo del mundo, y también para tratar de fijar en
la memoria fragmentos de libros leídos años atrás.
En
la novela El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, Edmundo Dantés
sufre en las mazmorras subterráneas una suerte parecida, y cuando al fin logra
la libertad, ya en sus manos el tesoro que lo hará rico y poderoso, su
dedicación sagrada es la venganza. Arruinar y afligir a quienes lo habían
enviado a prisión. Y entonces aprende que el desquite es una pasión que nunca
se sacia. En las novelas, donde se vive un mundo de posibilidades infinitas, el
escritor sabe que el camino de la venganza está lleno de atractivos para el lector,
que siempre quiere ver a los malvados castigados a cualquier precio, y que la
justicia triunfe aunque sea de manera inicua. En la vida hay otras escogencias
que son las que al final perduran porque tienen sustancia ética, y es esa la
sustancia de la que están hechos los verdaderos estadistas.
Cuando
un viejo guerrillero, un día encarcelado y humillado, llega al despacho
presidencial porque ha sido electo por el voto popular, debe saber que la
venganza sólo puede ser un estorbo para gobernar por encima de las pasiones,
las propias y las ajenas, así que el primer paso es desterrarlas, la primera de
ellas el sentimiento de venganza. Es lo que ocurrió con Nelson Mandela y lo que
ocurre con José Mujica, el presidente de Uruguay. Y si nos quedamos en la vecindad,
allí está la antigua guerrillera Dilma Rousseff, la presidenta de Brasil,
encarcelada y torturada, y Michelle Bachelet, que vuelve a la presidencia de
Chile, su padre asesinado por la dictadura de Pinochet.
La venganza personal desde
una alta posición de poder, en contra de quienes un día encarcelaron, vejaron y
torturaron al que ahora manda, es un acto que se coloca lejos de la perspectiva
de un estadista obligado a ver el todo de la sociedad, y el futuro de esa
sociedad, y resulta a la postre en un acto mezquino. Pero la venganza tiene un
campo de acción más amplio y peligroso. La venganza de clases, resultado del
odio de clases, que a su vez resulta de la lucha de clases.