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26 septiembre, 2013

A PROPÓSITO DE LOS 40 AÑOS DE LA MUERTE DE ALLENDE: Dos reflexiones


Allende, el cambio y la codicia



Por Martín Granovsky

La reunión fue en Washington. Se realizó cuando el ataque de los Estados Unidos al gobierno de Salvador Allende estaba por conseguir el jaque mate. Por los Estados Unidos participaron siete funcionarios del Departamento de Estado, con su jefe William Rogers al frente. Por Chile otros siete. Encabezaba la delegación chilena el entonces embajador en Washington, el socialista Orlando Letelier, que terminaría como ministro de Defensa de Allende y en 1973 sufriría prisión y tortura antes de que una campaña internacional obtuviese su liberación y le permitiese viajar al exterior. También participó un joven diputado de la Unidad Popular, Luis Maira. El encuentro fue áspero y duro. Por si alguno tenía dudas, al final de dos días de discusiones bilaterales, Rogers y Kissinger mantuvieron una reunión a solas con Letelier. Como consejero de Seguridad Nacional, el cargo desde donde Washington articula la política exterior y la de inteligencia de la presidencia, Kissinger no tenía obligación funcional de encontrarse con los chilenos. Pero quiso hacerlo.(...)

Rogers se quejó del trato de Allende a las empresas norteamericanas nacionalizadas. Y luego de Rogers, Kissinger habló sin vueltas: “América latina es una región de casi ninguna importancia... Chile no tiene ningún valor estratégico. Nosotros podemos recibir cobre de Perú, Zambia, Canadá. Ustedes no tienen nada que sea decisivo. Pero si hacen ese proyecto de camino al socialismo del que habla Allende, vamos a tener problemas serios en Francia e Italia, donde hay socialistas y comunistas divididos, que con este ejemplo podrían unirse. Y eso afecta sustancialmente el interés de Estados Unidos. No vamos a permitir que tengan éxito. Tengan eso en cuenta”.
Maira, que fue embajador del gobierno de la Concertación en la Argentina, suele contar el episodio para ilustrar hasta qué punto la situación chilena era clave para Washington en el tablero mundial de la Guerra Fría. Y también cuenta Maira que pocos meses después de esa reunión en Washington, él y otros sobrevivientes del golpe de Augusto Pinochet terminaron en el exilio. (Refugiado primero en Caracas y después en los Estados Unidos, Letelier fue asesinado por un comando pinochetista en Washington el 21 de septiembre de 1976.)
Un día, cenando en Buenos Aires con Ricardo Lagos y un grupo de argentinos, narró Maira: “Cuando llegamos a México nos dimos cuenta de que nos había derrocado una potencia a la que no conocíamos bien por dentro. En 1974 fundamos el Centro de Investigación y Docencia Económicas, el CIDE. Y nos pusimos a estudiar todo. Todo. Desde la Constitución de los Estados Unidos hasta su historia. Desde sus mecanismos de decisión hasta el papel del Congreso. No podíamos seguir ignorando en detalle una realidad tan decisiva”.
No solo los exiliados chilenos se hicieron cargo de analizar en profundidad qué había ocurrido en Chile y por qué. También la izquierda europea buscó entender el mensaje enviado por Washington sobre todo a Italia, donde el Partido Comunista había crecido hasta ser el más grande de Occidente y ya representaba a uno de cada tres votantes.
Enrico Berlinguer era el secretario general del PCI. En 1980, diez años después del triunfo de la Unidad Popular y siete años después del golpe, Berlinguer analizó el papel obligatoriamente bivalente de Allende. Primer papel: el Compañero Presidente debía ser “el supremo aval de la legalidad vigente”. Segundo papel: estaba obligado a convertirse en “el líder del movimiento popular para su profunda renovación”.
Según Berlinguer, esa contradicción que el propio Allende encarnaba en sí mismo “podía resolverse en la medida en que la Unidad Popular hubiese logrado mantener aislado al ‘enemigo principal’, por un lado, y por el otro fundir en la sociedad la alianza entre las masas inorgánicas, el proletariado y las capas medias, además de mantener en el Parlamento un entendimiento mínimo entre las fuerzas que habían elegido a Salvador Allende”. De ese modo, “la realización del programa habría dado origen al nacimiento de una mayoría social –antes que electoral–, o sea la formación de un bloque histórico que, en su proceso de desarrollo, fundaría la nueva legalidad, la nueva democracia chilena”.
Para Berlinguer, un gran mérito de Allende es que “murió ejerciendo su papel de magistrado supremo de una legalidad pisoteada por traidores, por fascistas”, y su ejemplo significó lo contrario de lo que el dirigente italiano llama “grandes cinismos”.
Y otra virtud del gobierno de la Unidad Popular que señalaba el secretario del PCI fue “haber abstraído por primera vez la noción de ‘justo provecho’ del contexto ético-religioso medieval, precapitalístico, en que nació, para instalarlo como principio jurídico internacional: con la ley de nacionalización del cobre chileno, que fija en el 12 por ciento anual los márgenes de provecho reconocido a las compañías que habían explotado las minas, sustrayendo de la indemnización debida a raíz de la nacionalización lo que ellas habían percibido más allá de ese plafond”. Leída desde hoy, parece una crítica a la agresión contra la humanidad por parte de un sistema financiero hipertrofiado.
El mundo es otro, pero dos desafíos parecen vigentes a cuarenta años del golpe en Chile y el suicidio de Allende, el 11 de septiembre de 1973: cómo lograr una gobernabilidad que permita cambiar las cosas y cómo colocar un límite a la codicia desenfrenada.


La verdadera muerte de un presidente
Gabriel García Márquez

A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad.
La contradicción más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitian una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.
La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder.
Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulso a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un presidente sin poder.
Resistió durante seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista Augusto Olivares que resistió a su lado hasta el final fue herido varias veces y murió desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro de la tarde el general de división Javier Palacios logró llegar hasta el segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando. Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con la Embajada de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera Allende le gritó: Traidor, y lo hirió en la mano.
Allende murió en un intercambio de disiparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales en un rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozo la cara con la culata del fusil.
La foto existe: la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado que a la señora Hortensia Allende, su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no le permitieron que le descubriera la cara.
Había cumplido 64 en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.
Lo que piensa Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegitimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un  sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro.
El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedo en nuestra vida para siempre. Fragmento del texto Chile: el golpe y los gringos del escritor Gabriel García Márquez, publicado por Taller UNED, 1974.