Allende, el cambio
y la codicia
Por Martín Granovsky
La reunión fue en Washington. Se realizó cuando el ataque de los
Estados Unidos al gobierno de Salvador Allende estaba por conseguir el jaque
mate. Por los Estados Unidos participaron siete funcionarios del Departamento
de Estado, con su jefe William Rogers al frente. Por Chile otros siete.
Encabezaba la delegación chilena el entonces embajador en Washington, el
socialista Orlando Letelier, que terminaría como ministro de Defensa de Allende
y en 1973 sufriría prisión y tortura antes de que una campaña internacional
obtuviese su liberación y le permitiese viajar al exterior. También participó
un joven diputado de la Unidad Popular, Luis Maira. El encuentro fue áspero y
duro. Por si alguno tenía dudas, al final de dos días de discusiones
bilaterales, Rogers y Kissinger mantuvieron una reunión a solas con Letelier.
Como consejero de Seguridad Nacional, el cargo desde donde Washington articula
la política exterior y la de inteligencia de la presidencia, Kissinger no tenía
obligación funcional de encontrarse con los chilenos. Pero quiso hacerlo.(...)
Rogers se quejó del trato de Allende a las empresas
norteamericanas nacionalizadas. Y luego de Rogers, Kissinger habló sin vueltas:
“América latina es una región de casi ninguna importancia... Chile no tiene
ningún valor estratégico. Nosotros podemos recibir cobre de Perú, Zambia, Canadá.
Ustedes no tienen nada que sea decisivo. Pero si hacen ese proyecto de camino
al socialismo del que habla Allende, vamos a tener problemas serios en Francia
e Italia, donde hay socialistas y comunistas divididos, que con este ejemplo
podrían unirse. Y eso afecta sustancialmente el interés de Estados Unidos. No
vamos a permitir que tengan éxito. Tengan eso en cuenta”.
Maira, que fue embajador del gobierno de la Concertación en la
Argentina, suele contar el episodio para ilustrar hasta qué punto la situación
chilena era clave para Washington en el tablero mundial de la Guerra Fría. Y
también cuenta Maira que pocos meses después de esa reunión en Washington, él y
otros sobrevivientes del golpe de Augusto Pinochet terminaron en el exilio.
(Refugiado primero en Caracas y después en los Estados Unidos, Letelier fue
asesinado por un comando pinochetista en Washington el 21 de septiembre de
1976.)
Un día, cenando en Buenos Aires con Ricardo Lagos y un grupo de
argentinos, narró Maira: “Cuando llegamos a México nos dimos cuenta de que nos
había derrocado una potencia a la que no conocíamos bien por dentro. En 1974
fundamos el Centro de Investigación y Docencia Económicas, el CIDE. Y nos
pusimos a estudiar todo. Todo. Desde la Constitución de los Estados Unidos hasta
su historia. Desde sus mecanismos de decisión hasta el papel del Congreso. No
podíamos seguir ignorando en detalle una realidad tan decisiva”.
No solo los exiliados chilenos se hicieron cargo de analizar en
profundidad qué había ocurrido en Chile y por qué. También la izquierda europea
buscó entender el mensaje enviado por Washington sobre todo a Italia, donde el
Partido Comunista había crecido hasta ser el más grande de Occidente y ya
representaba a uno de cada tres votantes.
Enrico Berlinguer era el secretario general del PCI. En 1980,
diez años después del triunfo de la Unidad Popular y siete años después del
golpe, Berlinguer analizó el papel obligatoriamente bivalente de Allende.
Primer papel: el Compañero Presidente debía ser “el supremo aval de la
legalidad vigente”. Segundo papel: estaba obligado a convertirse en “el líder
del movimiento popular para su profunda renovación”.
Según Berlinguer, esa contradicción que el propio Allende
encarnaba en sí mismo “podía resolverse en la medida en que la Unidad Popular
hubiese logrado mantener aislado al ‘enemigo principal’, por un lado, y por el
otro fundir en la sociedad la alianza entre las masas inorgánicas, el
proletariado y las capas medias, además de mantener en el Parlamento un
entendimiento mínimo entre las fuerzas que habían elegido a Salvador Allende”.
De ese modo, “la realización del programa habría dado origen al nacimiento de
una mayoría social –antes que electoral–, o sea la formación de un bloque
histórico que, en su proceso de desarrollo, fundaría la nueva legalidad, la
nueva democracia chilena”.
Para Berlinguer, un gran mérito de Allende es que “murió
ejerciendo su papel de magistrado supremo de una legalidad pisoteada por
traidores, por fascistas”, y su ejemplo significó lo contrario de lo que el
dirigente italiano llama “grandes cinismos”.
Y otra virtud del gobierno de la Unidad Popular que señalaba el
secretario del PCI fue “haber abstraído por primera vez la noción de ‘justo
provecho’ del contexto ético-religioso medieval, precapitalístico, en que
nació, para instalarlo como principio jurídico internacional: con la ley de
nacionalización del cobre chileno, que fija en el 12 por ciento anual los
márgenes de provecho reconocido a las compañías que habían explotado las minas,
sustrayendo de la indemnización debida a raíz de la nacionalización lo que
ellas habían percibido más allá de ese plafond”. Leída desde hoy, parece una
crítica a la agresión contra la humanidad por parte de un sistema financiero
hipertrofiado.
El mundo es
otro, pero dos desafíos parecen vigentes a cuarenta años del golpe en Chile y
el suicidio de Allende, el 11 de septiembre de 1973: cómo lograr una
gobernabilidad que permita cambiar las cosas y cómo colocar un límite a la
codicia desenfrenada.
La verdadera muerte de un
presidente
Gabriel García Márquez
A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad.
La contradicción
más dramática de su vida fue ser al mismo tiempo, enemigo congénito de la
violencia y revolucionario apasionado, y él creía haberla resuelto con la
hipótesis de que las condiciones de Chile permitian una evolución pacífica
hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.
La experiencia le
enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno,
sino desde el poder.
Esa comprobación
tardía debió ser la fuerza que lo impulso a resistir hasta la muerte en los
escombros en llamas de una casa que ni siquiera era suya, una mansión sombría
que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó
convertida en el refugio de un presidente sin poder.
Resistió durante
seis horas con una metralleta que le había regalado Fidel Castro y que fue la
primera arma de fuego que Salvador Allende disparó jamás.
El periodista
Augusto Olivares que resistió a su lado hasta el final fue herido varias veces
y murió desangrándose en la asistencia pública.
Hacia las cuatro
de la tarde el general de división Javier Palacios logró llegar hasta el
segundo piso, con su ayudante el capitán Gallardo y un grupo de oficiales. Allí
entre las falsas poltronas Luis XV y los floreros de Dragones Chinos y los
cuadros de Rugendas del salón rojo, Salvador Allende los estaba esperando.
Llevaba en la cabeza un casco de minero y estaba en mangas de camisa, sin
corbata y con la ropa sucia de sangre. Tenía la metralleta en la mano.
Allende conocía
al general Palacios. Pocos días antes le había dicho a Augusto Olivares que
aquel era un hombre peligroso, que mantenía contactos estrechos con la Embajada
de los Estados Unidos. Tan pronto como lo vio aparecer en la escalera Allende
le gritó: Traidor, y lo hirió en la mano.
Allende murió en
un intercambio de disiparos con esa patrulla. Luego todos los oficiales en un
rito de casta, dispararon sobre el cuerpo. Por último un oficial le destrozo la
cara con la culata del fusil.
La foto existe:
la hizo el fotógrafo Juan Enrique Lira, del periódico El Mercurio, el único a quien se permitió
retratar el cadáver. Estaba tan desfigurado que a la señora Hortensia Allende,
su esposa, le mostraron el cuerpo en el ataúd, pero no le permitieron que le
descubriera la cara.
Había cumplido 64
en el julio anterior y era un Leo perfecto: tenaz, decidido e imprevisible.
Lo que piensa
Allende sólo lo sabe Allende, me había dicho uno de sus ministros. Amaba la
vida, amaba las flores y los perros, y era de una galantería un poco a la
antigua, con esquelas perfumadas y encuentros furtivos.
Su virtud mayor
fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de
morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués,
defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de
legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había
declarado ilegitimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de
los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que
habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada
de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar
un tiro.
El drama ocurrió
en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo
que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedo
en nuestra vida para siempre. Fragmento del texto Chile: el golpe y los
gringos del escritor Gabriel García Márquez, publicado por Taller UNED, 1974.