Un dilema que no puede resolverse: la
democracia requiere tanto sustancia como procedimiento
El golpe de estado de Egipto parece haber
llevado al límite todas nuestras concepciones sobre la democracia
Mientras las urnas no estén en peligro,
la tentación de la fuerza ha de resistirse
El golpe de estado de Egipto parece haber
llevado al límite todas nuestras concepciones sobre la democracia. La tensión
proviene del hecho de que chocan frontalmente dos legitimidades, y las dos
reclaman para sí el mismo título de “democráticas”. Tomando prestada una
distinción de David Brooks, uno
de los defensores del golpe, podemos distinguir entre entre los partidarios del “procedimiento”
y los de la “sustancia”. Para los primeros lo importante son las formas, esto
es, las elecciones. Morsi había sido elegido democráticamente, y por tanto sólo
mediante las urnas podía ser destituido. Para los segundos lo importante no es
tanto cómo se hacen las cosas, sino qué cosas se hacen. El origen electoral de
un gobierno no lo legitima para llevar a cabo cualquier tipo de política, y
Morsi habría demostrado con su acción de gobierno que el islamismo, también el
moderado, es esencialmente incompatible con los postulados de la democracia.(...)
Por debajo de esta escueta presentación
bulle, por supuesto, un debate filosófico endiabladamente complejo. Ambas
perspectivas son en lo básico completamente ciertas, y lo son por igual. De
hecho, las democracias asentadas combinan los dos aspectos. El sustancial
mediante una Constitución que garantiza ciertos derechos que nadie, ni siquiera
una mayoría, puede tocar. El procedimental, mediante elecciones periódicas que
posibilitan que las diferentes mayorías hagan y deshagan en el gobierno y se
turnen el poder. Pero incluso en las democracias más estables ambos
planteamientos conocen momentos de fricción. A las chispas que entonces brotan
las denominamos “desobediencia civil” u “objeción de conciencia”, las formas
habituales en las que se expresa el choque entre lo legítimo y lo mayoritario
entre nosotros.
De hecho, ese era hasta el 3 de julio el
escenario en Egipto. Los opositores no se habían salido de las formas legítimas
de protesta. Alegaban haber conseguido 22 millones de firmas pidiendo la dimisión
de Morsi. Habían sacudido otra vez las televisiones del planeta desde la Plaza
Tahir. Habían apelado a la conciencia de sus conciudadanos y a la de los
extranjeros. Y, desde esa posición de fuerza, lanzaron un ultimátum a Morsi:
dimisión.
Pero, una vez que Morsi se niega a
dimitir, ¿es legítimo utilizar al ejército para desalojarlo del poder? Los
partidarios de la democracia como sustancia responden que sí, porque para ellos
Morsi y los islamistas no asumen ni respetan preceptos democráticos básicos –
esto es: sustanciales - como la pluralidad, la igualdad entre hombres y mujeres
o la libertad religiosa.
Son razones poderosas, por descontado,
pero escuchemos a los partidarios del procedimiento: mientras haya elecciones,
la violencia es injustificable. En esto recuerdan a Popper, para quien la
piedra de toque que venía a diferenciar una democracia de una tiranía era la
institución electoral, esto es, la capacidad de cambiar a los gobiernos sin
violencia. Sólo si Morsi hubiera acabado con la posibilidad de las urnas – y
nada hace pensar que fuera hacerlo, y de hecho nadie le ha acusado de ello –
sería legítimo el uso de la violencia. Mientras eso no suceda, la fuerza carece
de justificación y toca esperar.
Repito que son extremos de un dilema que
no puede resolverse: la democracia requiere tanto sustancia como procedimiento.
Pero, enfrentados al abismo de una realidad que necesita imperiosamente un
criterio claro para orientar la acción, a mí, como a Popper, el electoral me
parece el criterio fundamental. Mientras las urnas no estén en peligro,
mientras haya constancia de que a los tres años el pueblo va a ser capaz de
hablar, la tentación de la fuerza ha de resistirse.
¿Por qué? Porque todo procedimiento
encierra sustancia. El hecho de que existan elecciones implica que hay al menos
un derecho que queda en pie: el derecho al sufragio. El derecho a participar en
la vida colectiva y a sentirse parte de lo común. Un derecho en el que se sustancia
un valor que está en el origen de la ilustración y de la modernidad, y por
tanto de la democracia: la autonomía moral en el plano individual, el
autogobierno en el plano político.
A esa postura filosófica, arraigada en
puros conceptos teóricos, se suman además en el caso egipcio no pocos elementos prácticos que hacían todavía más
recomendable esperar. El primero, el ejército, que carece por completo de
credenciales democráticas: ha estado en el poder ininterrumpidamente desde los
años 50, se dice que controla el 30% de los recursos del país y tiene tras de sí
un historial de violaciones de derechos humanos aterrador. El segundo, la
fragilidad de la coalición opositora que legitimó el golpe, un batiburrillo que
va desde la izquierda progresista hasta un partido de corte salafista que está
más a la derecha religiosa que el propio Morsi, y que arroja un combinado
imposible. El tercero, que la propia espera producía sus frutos: Morsi se
deslegitimaba, la oposición ganaba prestigio.
El golpe y el inevitable recurso a la
violencia que lo acompaña cambian el escenario de raíz. El ejército vuelve al
poder, la coalición opositora empieza a hacer aguas y los islamistas moderados
sienten, con considerable razón, que se han pisoteado sus derechos. Se les ha
desapoderado de raíz: ya no pueden confiar ni siquiera en el procedimiento
democrático fundamental, el de las urnas… ¿qué garantías pueden tener después
de esto con respecto a una nueva convocatoria electoral?
Se ha hablado mucho de la terrible
irresponsabilidad de Morsi. Pero a mi juicio la responsabilidad de la oposición
es mucho mayor. Al abrazar el golpe han de abrazar también sus consecuencias. Y
la primera es evidente: el riesgo de un enfrentamiento civil. Sólo correr el
riesgo es una irresponsabilidad mil veces más peligrosa y condenable que
cualquiera de las torpezas y tropelías de Morsi, a quien respaldaba un débil e
incipiente entramado legal democrático que se tenía que haber protegido por
encima de todo.
Hace 10 años, en un país no muy lejano a
Egipto, ciertas potencias occidentales sucumbieron también a la tentación de la
violencia. En la más optimista de las lecturas de lo que entonces ocurrió, lo
que pensaron fue algo como esto: quitamos por la fuerza a un dictador y
forzamos manu militari una democracia. Al resultado de esa concepción simplista de las
cosas le llamamos hoy el desastre de Irak.
A los tres días del golpe en Egipto, uno
de los impulsores de la aventura iraquí, Tony Blair, publicaba en The
Guardian una defensa
del mismo. “Nuestros intereses nos empujan a involucrarnos”, escribía. Ni
siquiera se molestaba en decir, al menos, “nuestros valores”. ¿Hemos aprendido
algo desde entonces? Viendo las reacciones que ha suscitado el golpe entre
nosotros, yo diría que no demasiado.