JOSÉ JAVIER ESPARZA
Vamos a viajar hasta el extremo oriente,
hasta el Japón. Allí encontramos a un personaje extraordinario, fuertemente
polémico, difícil de entender, fascinante por su obra –hermosísima– y
estremecedor por su vida y, sobre todo, por su muerte: Yukio Mishima, aquel
escritor que en los años setenta organizó un grupo paramilitar, asaltó el
cuartel general del Ejército japonés y allí mismo se hizo el ‘harakiri’.
Empecemos por esa escena trágica final. Es el 25 de
noviembre de 1970. Un grupo de hombres uniformados ha penetrado en el cuartel
general de las tropas de autodefensa japonesas; desde que acabó la Segunda
Guerra Mundial, Japón no tiene propiamente Ejército, sino esas fuerzas que
apenas mantienen un perfil militar. Los asaltantes son pocos y
muy jóvenes. Los manda, sin embargo, un hombre conocido: el escritor Yukio
Mishima, 45 años, tres veces propuesto para el premio Nobel y tan admirado
por su obra como célebre por sus extravagancias. Mishima sube al balcón del
edificio principal y dirige una arenga a los perplejos soldados.(...)
El escritor habla del honor del Japón y sus tradiciones.
Los semisoldados le responderán con abucheos y burlas. Mishima abandona el
balcón y se quita la vida. Su suicidio conmoverá al
Japón. El protagonista de ese acto teatral, Yukio Mishima, era
el escritor más célebre de su país. Se había identificado con la tradición y
con el espíritu samurái. Sin embargo, su infancia había estado en los antípodas
de todo eso. Hijo de un alto funcionario gubernamental, se había criado bajo el
mando de una abuela absorbente e hiperprotectora, un tanto demente, que le
aisló del mundo. Niño débil y enfermizo, intentó alistarse en el ejército
durante la segunda guerra mundial, pero una tuberculosis hizo que se le
rechazara. Para él fue una humillación.
La conquista de sí mismo
Toda la frustración que el joven Mishima experimenta en
el plano físico, es satisfacción en el plano cultural. Educado con esmero,
desde muy temprano encuentra refugio en la literatura. Escribe sus primeras
historias con doce años. Publica por primera vez en 1944, con diecinueve. La
vocación literaria de Mishima es un drama familiar: su padre se opone; su madre
le protege. Después de estudiar leyes, ingresa en la burocracia del Estado,
como quería su padre, pero no por ello deja de escribir. Esa
doble dedicación le resulta tan agotadora que su padre, por fin, cede y le
permite entregarse sólo a la literatura. En 1948 publica su
primera novela, Ladrones. Enseguida aparece su primer gran éxito, Confesiones
de una máscara. Tiene sólo 24 años y ya se ha convertido en una celebridad.
¿Qué tiene dentro este joven Mishima? Un mundo
escindido, roto. En su interior permanece el joven débil y pálido de su
infancia, afeminado y morboso, fascinado por la muerte. Pero también pugna por
salir una sensibilidad distinta que reivindica la fuerza, la salud, el
ejercicio físico. A partir de aquí, Mishima emprende una auténtica conquista de
sí mismo: se somete a una rígida disciplina de entrenamiento, hace pesas, se
inicia en el kendo y otras artes marciales. Construye su
personalidad, exterior e interior, con el rigor y la delicadeza que se tributa
a una obra de arte. No es sólo una apuesta estética; es también
una apuesta ética. Ahora bien, una ética que entra en clara contradicción con
el Japón de la posguerra.
En efecto, el horizonte que la posguerra ofrece a los
japoneses está a años luz del ideal heroico: un país lanzado a toda velocidad
por la senda del crecimiento económico y el progreso industrial. Y para la
sensibilidad de Mishima, esos valores son en realidad antivalores, y la
“acción” que proponen es sencillamente miserable.
Después del banquete
Así lo explicó en Introducción a la filosofía de la
acción: “¿Cómo es posible denominar “hombre de acción” a quien por su trabajo
de presidente en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias
para adelantarse a la competencia? ¿Y es tal vez un hombre de acción el que recibe
elogios porque aumenta las ganancias de su sociedad viajando a países
subdesarrollados y estafando a sus habitantes? Por lo general, son estos
vulgares despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres de acción en
nuestro tiempo.
Revueltos entre esta basura, estamos obligados a asistir
a la decadencia y muerte del antiguo modelo de héroe, que ya exhala un
miserable hedor. Los jóvenes no pueden dejar de observar con disgusto el
vergonzoso espectáculo del modelo de héroe, al que aprendieron a conocer por
las historietas, implacablemente derrotado y dejado marchitar por la sociedad a
la que deberán pertenecer algún día”.
Los jóvenes a los que apela Mishima no son los
rebeldes yeyés de las protestas estudiantiles. Porque el Japón de
este momento, años sesenta, se mueve al mismo ritmo que el mundo occidental: ha
adoptado sus vestimentas, sus músicas, su misma apariencia exterior. Y también
la agitación juvenil parece ser la misma que se respira en los Estados Unidos o
en Europa. Pero Mishima descree de esa efervescencia.
Así lo había escrito en 1960, en Después del
banquete:
“Los jóvenes de ahora hacen exactamente lo que siempre hicieron los
jóvenes. Sólo la indumentaria difiere. Los jóvenes creen estúpidamente que lo
que es nuevo para ellos debe serlo también para cualquier otro. Por mucho que
abominen de los convencionalismos, están simplemente repitiendo lo que otros
hicieron antes. La única diferencia es que la sociedad ya no se asombra tanto
como antes de sus extravagancias y que para llamar la atención los jóvenes han
de incurrir en exageraciones cada vez mayores”.
A esos jóvenes, Mishima les ofrece un ideal distinto:
frente a la decadencia moral y espiritual, reencontrar la huella perdida de su
tradición. Nuestro protagonista defiende la figura del emperador como la mayor
señal de identidad de su pueblo; defiende la memoria del samurai; defiende el
entrenamiento bélico; defiende el cultivo de las tradiciones culturales
japonesas. Todo ello en el mismo paquete, en un mismo corpus doctrinal. A
mediados de los años sesenta el propio Mishima se apunta a cursos de
entrenamiento en las Fuerzas de Autodefensa. Y enseguida empieza a reclutar un
pequeño ejército privado: la Tatenokai, la “Sociedad del Escudo”, integrada por
jóvenes estudiantes patriotas a los que proporciona entrenamiento militar e
imbuye de ideología tradicionalista.
No estamos hablando de un marginal o de un extremista;
estamos hablando de un autor que entre los años cincuenta y sesenta ha
construido una obra tan cuantiosa como extraordinaria –40
novelas, 18 obras de teatro, 20 libros de relatos, 20 libros de ensayos, un
libreto–, que ya está siendo traducido masivamente al inglés y que, por
otra parte, lleva una vida aparentemente normal, incluso occidentalizada. Es un
triunfador, un hombre de éxito: también su vida privada parece normal: casado, con
dos hijos. Pero Mishima se hace espectáculo, como corresponde a la sociedad
moderna: se hace retratar en innumerables poses, hasta desnudo.
¿Un provocador? Mucho más que eso: por ejemplo, Mishima
se retrata desnudo sin otro atavío que las joyas de su mujer y una espada del
siglo XVI, pero el espejo, la joya y la espada son los símbolos del emperador. Bajo
la provocación y el espectáculo, tan modernos, hay un mensaje cifrado de
defensa de la tradición. Todo es contradictorio en este artista que
representa al mismo tiempo la cara más contemporánea del Japón y la defensa de
las tradiciones perdidas.
Y todo esto, ¿es arte o es política? ¿Es la creación
estética de un artista o es un movimiento que aspira a hacerse con el poder? Es
ambas cosas. Para Mishima, las fronteras entre el arte y la política se han
borrado. ¿Por qué? Porque los políticos tratan de hacer suya la
irresponsabilidad del artista. Él lo explicaba así:
“El arte pertenece a un sistema que siempre resulta
inocente, mientras que la acción política tiene como principio fundamental la
responsabilidad. (...) El problema es que la situación
política moderna ha comenzado a actuar con la irresponsabilidad propia del arte,
reduciendo la vida a un concierto absolutamente ficticio; ha transformado la
sociedad en un teatro y al pueblo en una masa de espectadores, y, en
definitiva, es la causa de la politización del arte; la actividad política ya
no alcanza el nivel del antiguo rigor de lo concreto y de la responsabilidad”.
En esas condiciones, el artista adquiere voluntariamente
una responsabilidad que pasa de lo estético a lo político o, mejor aún, que
funde ambas esferas. El gesto político del artista no puede dejar de ser un
gesto artístico. Ese es el contexto que permite entender su suicidio, el 25 de noviembre
de 1970, con el que abríamos nuestro relato.
Esa mañana, Mishima entregó a su editor la última parte
de El mar de la fertilidad, su obra más perfecta; una excelente tetralogía
comenzada en 1964 e integrada por las novelas Nieve de primavera, Caballos
desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel. Cumplido
ese trámite, recogió un poema escrito días antes: el llamado jisei,
poema que uno debe componer antes de morir. También verificó sus últimas
disposiciones para la familia: que todos los papeles estuvieran en orden.
Acto seguido, se dirigió con cuatro hombres de la
Tatenokai, ataviados con su uniforme propio, al cuartel general en Tokio del
Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón. Pidieron visitar al
comandante en jefe. Éste les recibió en su despacho. Mishima y sus hombres
ataron al general a una silla, cercaron el despacho con barricadas y salieron
al balcón desplegando pancartas con sus reivindicaciones. Mishima subió a la
balaustrada y tomó la palabra ante la tropa, apiñada en el patio.
‘Seppuku’
¿Qué pedía el escritor? Muy sucintamente: que las
fuerzas de autodefensa se levantaran, dieran un golpe de Estado y devolvieran
al emperador a su legítimo lugar. La reacción de la tropa fue desoladora:
gritos, burlas. A Mishima, en todo caso, no le importaba la tropa. Terminó su
discurso y volvió al despacho. Allí cometerá seppuku.
El seppuku es una técnica compleja. El suicida debe
abrirse el vientre e, inmediatamente después, un ayudante ha de decapitarle con
un tajo de katana. El encargado de este último trance es el lugarteniente de
Mishima, Masakatsu Morita. Pero Morita falla por dos veces. Otro
miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, será quien dé el golpe de gracia.
Morita se suicidará también. Todos ellos pensarían en las palabras que Mishima
había escrito en su Introducción a la filosofía de la acción: “La acción tiene
el misterioso poder de compendiar una larga vida en la explosión de un fuego de
artificio. Se tiende a honrar a quien ha dedicado toda su vida a una única empresa,
lo cual es justo, pero quien quema toda su vida en un fuego de artificio, que
dura un instante, testimonia con mayor precisión y pureza los valores
auténticos de la vida humana”.
¿Por qué traer aquí, hoy, a Mishima? Porque desde su mundo,
que era el de la tradición japonesa, tan distinta a la nuestra, reivindicó
valores permanentes y además los expresó con una calidad sobresaliente. Mishima
desborda veneración por la belleza, gratitud al héroe, amor a una tradición
perpetuamente renovada, denuncia de la decadencia moral y espiritual. Su final
trágico, en el contexto de la cultura japonesa, quiso ser consecuente con una
opción de vida y de pensamiento. Hay que ser japonés para hacer algo así, pero
no es preciso serlo para entender el gesto; tampoco hay que ser japonés para
reconocer en Mishima a uno de los autores más sugestivos del siglo XX.