Rafael Osío Cabrices
Es cierto: la vida
en la ciudad venezolana es, más que difícil, pesadillesca. Aquella masa de
cornetazos y reguetón enturbiando el aire 24/7; aquella flexibilidad de la
realidad que te impide preverla, porque nunca sabes cuándo se irá la luz o se
secará el grifo o se llevarán la basura; aquella extraña lotería de la muerte
en la que es tan fácil ganarse un pepazo.
Uno se despierta,
cada día, y se pregunta cómo llegamos a esto. Y saca la cuenta y visualiza la
ecuación del desastre, y encuentra demasiados factores, todos demasiado
difíciles: policías y funcionarios mal pagados y corruptos; ciudadanías
desinformadas, apáticas o crónicamente conflictivas; ausencia de ley, de
infraestructura y de recursos; pésima arquitectura y aún peor urbanismo,
etcétera. Enumerar, aquí, es ponerse a llorar. Vale más aislarse con una
botella de algo fuerte y una torre de películas, sabiendo que protegerse del
desastre es, también, no hacer nada, abonar a la cuenta larga de la
indiferencia y del conformismo.
Estamos viviendo
muy, muy mal, y solemos decir que es una pesadilla, aunque sea la realidad,
aunque sea esto lo que es estar despierto. Falta saber qué clase de pesadilla
es, si acaso.
Una distopía es una
utopía que sale mal: una imagen del futuro en la que los grandes valores de la
humanidad, principalmente los anhelos de la Ilustración –libertad, igualdad,
fraternidad, progreso intelectual y material- han sido contaminados e
invertidos, y se han hecho armas de destrucción masiva –opresión, (...)
segregación, conflictividad, atraso intelectual y material.
En la distopía
prevalece un orden maligno, un ojo que todo lo ve, como en 1984,
Brasil, V for Vendetta. La libertad individual, gran conquista de la
modernidad, ha sido suprimida en la asfixiante dictadura distópica. De hecho,
esas historias partieron de la pregunta angustiante que Occidente debió hacerse
a partir de los años 30 del siglo XX: qué pasaría si los nazis o los soviéticos
se hubieran salido con la suya, si los totalitarismos hubieran derrotado a las
democracias en la Segunda Guerra Mundial. El alcance de los medios de masas y
la riqueza de las corporaciones que surgieron en la posguerra alimentaron los
argumentos y los recursos de la ficción distópica; el mismo Ray Bradbury puso a
la TV como la mala del cuento en Fahrenheit 451, su novela sobre un
mundo en que los libros están prohibidos y las masas se alojan en el
conformismo ante las drogas de diseño y las pantallas planas. Y bueno, no es
ninguna casualidad inocente que ese género televisivo que es hoy omnipresente,
el reality show, haya sido fundado con un programa holandés llamado Big Brother: así se denominaba
a la entidad omnisciente que lo sabía todo sobre los pobres súbditos del
régimen de 1984.
Una cosa muy diferente es la ficción
post-apocalíptica. Allí no hay orden sino barbarie. Coincide con la distopía en
la proyección de un futuro indeseable y en su vocación profética: así como la
distopía advierte contra los riesgos implícitos en la tentación totalitaria o
la sumisión al "mago de la cara de vidrio", como memorablemente llamó
Eduardo Liendo a la televisión, la ficción post-apocalíptica lo hace en cuanto
a los riesgos del desarrollo tecnológico. Mientras la distopía es parte del
tronco de la literatura política, la ficción post-apocalíptica está en la constelación
de la ciencia ficción, y su tema central es prometeico: los peligros del
conocimiento. Si aprendimos a manejar la energía nuclear, podemos terminar
arruinando el planeta con unas pocas bombas, o lograrlo con la contaminación de
las industrias, o con una epidemia provocada por un experimento nuestro que se
salió de control y se escapó de un laboratorio.
Ahí entran películas
como Doce monos, Mad Max, Blade Runner, algunas de ellas
basadas en relatos o en novelas. La energía es escasa, el gobierno débil, la
humanidad ha vuelto a sus orígenes tribales; en el espectro post-apocalíptico
–en el que los japoneses, tan experimentados en cuanto a catástrofes como
bombas atómicas, terremotos o tsunamis, son expertos- podemos tener a la
civilización o escondida bajo tierra mientras en la superficie quedan las
ciudades desiertas y en ruinas, como en Doce monos o Terminator, o malviviendo en
urbes profundamente disfuncionales y multiétnicas, como en Blade
runner, o simplemente merodeando como retazos salvajes de lo que alguna
vez fue una especie dominante: Mad Max, The Road, The Book of Eli.
La ciudad venezolana
tiene unos pocos momentos distópicos, como en general lo deben tener casi todas
las ciudades, salvo los norcoreanas, donde la distopía no es una metáfora sino
la vida cotidiana. Esos racimos de torres atiborradas de personas con un
minúsculo parque donde juegan más los narcotraficantes que los niños son una
pequeña utopía fallida: el modelo de Le Corbusier del barrio autosuficiente,
que en muchas partes se imitó mal, con pésimos resultados (como es una utopía
fallida la capital de Brasil, la modernista y desolada Brasilia, aunque sea tal
vez muy duro llamarla distópica).
Pero creo que son
más los ratos en que le recuerdan a uno más bien una historia post apocalíptica: Rescate
en el Barrio Chino, o Soilent Green. El estado físico de las cosas y el intenso
desgobierno están mucho más cerca de Mad Max que de 1984. Por muy
autoritaria que en efecto es la gente que dice estar gobernando, es tan incapaz
de ejercer orden como un gobierno post-nuclear que no tiene cómo hacerse
obedecer. La escasez, la delincuencia, la basura y la dureza de nuestra
existencia cotidiana nos hace pensar más en que sufrimos alguna especie de
cataclismo.
La avenida Bolívar
de Valencia, con las obras del Metro interrumpidas hace media década, parece
haber sido bombardeada. Los edificios en Caracas invadidos y administrados por
malandros no son nada orwellianos, sino todo lo contrario. La oscuridad de
nuestras noches, la virulencia de las lluvias y las sequías que hemos sufriendo
alternadamente o la incapacidad de las autopistas para conectarnos entre un
sitio y otro son más de Zombieland o de 28 días después que de V for
Vendetta. Aquí ya no tenemos activo ni el reactor del IVIC, pero salvando
las distancias, parecemos sobrevivientes de un accidente atómico. Si no,
pregúntenle a la gente que todavía vive en Amuay.
Tenemos ciudades post-apocalípticas. Hubo un
apocalipsis entre nosotros, a cámara lenta. Todo se volteó y se pervirtió. Pero
muchos de nosotros sobrevivimos, y nuestra vida es recuperable. Nunca será lo
mismo, pero definitivamente puede ser mejor que esto. Nuestras ciudades –donde
vivimos más del 80% de los habitantes de este país- pueden rescatarse, al menos
hasta cierto punto y nunca de un día para otro. Mal que bien, de esta pesadilla
catastrófica nos podemos despertar.