El
uso sexista del lenguaje
|
| ||||
Leí
con interés de feminista, traductora y docente de talleres sobre lenguaje
incluyente el informe de Ignacio Bosque titulado «Sexismo
lingüístico y visibilidad de la mujer», cuya publicación a
principios de este mes puso nuevamente sobre la mesa un debate que se
esperaría rancio por innecesario en sociedades encaminadas hacia una
auténtica democracia, y seguí con curiosidad sus repercusiones en distintos
medios. Si bien la reacción más ostentosa es el llamado «Manifiesto de apoyo»
al lingüista que ya cuenta con más de 500 firmas, los comentarios en blogs y
periódicos, así como en listas de correo de profesionales de la lengua
obligan a una reflexión crucial para atender la desigualdad y el uso del
lenguaje para perpetrarla y perpetuarla.
Lo primero que se advierte es la escasa capacidad
de disentir con respeto y cortesía; la descalificación y la diatriba,
expresadas de manera culta o vulgar, marcan el tono de la mayoría de los
intercambios. El segundo hecho que llama la atención es el desconocimiento
generalizado de nociones clave para sostener un debate productivo. Es común
encontrar expresiones como «yo no soy machista ni feminista» o «se insiste en
confundir sexo y género». Aprovechemos la renovada controversia para
puntualizar brevemente algunos conceptos.
El feminismo no es la
contraparte del machismo
El
feminismo es un movimiento social de larga data cuyo principal objetivo ha
sido promover la valoración de lo considerado femenino por oposición a la
exaltación de lo considerado masculino. El feminismo, como todos los grandes
movimientos de la historia de la humanidad, ha evolucionado con el tiempo y
sus demandas o reivindicaciones han cambiado o se han reformulado, y el
debate en su seno está vivo, lo que habla de su buena salud.
El
motor del feminismo no es propugnar la superioridad de las mujeres sobre los
hombres, sino fomentar la igualdad en el acceso a las oportunidades en todos
los ámbitos de la vida y construir sociedades donde la diferencia sexual no
se traduzca en desigualdad. La lucha feminista cuestiona todo el entramado
socioeconómico porque desarticula los atributos tradicionalmente adjudicados
a los seres humanos a partir de su genitalidad, al tiempo que abre un abanico
de posibilidades para el desarrollo de todas las personas en la esfera
pública y en el ámbito privado. Algunas conquistas del feminismo son tan
obvias que muchas mujeres, sobre todo las que gozan de un mínimo bienestar
material, se benefician de ellas sin detenerse por un momento en la
complejidad de su historia: participan activamente en la vida política,
tienen acceso a la educación formal, eligen casarse o divorciarse o vivir
solas o en pareja, optan por la maternidad o renuncian a ella, reciben un
sueldo por el trabajo realizado fuera de casa, adquieren y heredan bienes,
viajan solas o con quien ellas prefieren, expresan sus opiniones, se vinculan
afectiva y sexualmente por elección y no por necesidad. Gracias al feminismo
hay hombres con derecho a una licencia de paternidad, hombres que disfrutan
de la crianza de sus hijos y dejan lentamente el mandato social de ser proveedores
intachables o amantes incansables so pena del cuestionamiento de su
masculinidad. En síntesis, mujeres y hombres ejercen derechos que han
naturalizado e incluso afirman que ser feminista hoy es anacrónico, como si
viviéramos en plena equidad. Sin embargo, el feminismo sigue planteando la
urgente necesidad de continuar modificando un sistema social y económico
basado en el trabajo gratuito de las mujeres, un sistema que no las dota de
la infraestructura para realizarse laboralmente y como personas sin sentirse
culpables por parejas o familias rotas, pero que también aprisiona a los
hombres en el estereotipo de la violencia, la sexualidad que sigue el modelo
aprendido de la pornografía, la fortaleza inquebrantable y la insensibilidad.
Por el
contrario, el machismo sí sostiene la superioridad de los hombres sobre las
mujeres y su contraparte es la androfobia, no el feminismo. El machismo,
cobijado con el disfraz de la galantería y la protección, o diáfano en su
prepotencia y control, coloca a poco más de media humanidad en situaciones de
desventaja económica y condiciona sus posibilidades de elegir con libertad.
No deja de sorprender, por cierto, la cantidad de personas aún convencidas de
que son solo las madres quienes «crían» a los machos, cuando una mirada
mínimamente atenta y seria evidencia que la plaga del machismo es
responsabilidad de toda una sociedad que forma y educa a partir de valores
discriminatorios en el hogar (incluido el padre presente o ausente), la
escuela, la televisión, los medios electrónicos y la publicidad. Es también
inaudito constatar cuánta gente todavía señala por qué las mujeres no buscan
la igualdad laboral «hacia abajo», a saber, por qué no luchan por empleos en
los sectores predominantemente masculinos que se distinguen por la
precariedad. Quizás la respuesta radique en que la mayor parte de la
población pobre del planeta ya está conformada por mujeres, y en que son
ellas quienes llevan siglos limpiando la mierda propia y ajena.
Sexo y género
El
sexo es biológico y se determina a partir de tener pene o vagina y el aparato
reproductor correspondiente. La categoría sexual es esa primera etiqueta
(«niño» o «niña») que nos colocan al nacer. A diferencia de lo que sostienen
muchos lingüistas, la palabra género es mucho más que una categoría
gramatical: este vocablo es de uso común desde hace decenios en disciplinas
como la antropología y la sociología para referirse a la construcción
cultural de la diferencia sexual, es decir, los atributos socioculturales que
se otorgan a quienes nacen con sexo de hombre y a quienes nacen con sexo de
mujer. ¿Qué significa culturalmente ser hombre o ser mujer? ¿Cómo determina
nuestra sexualidad las relaciones de poder que se establecen en el entorno
social? Por ejemplo, en la cultura de los países de habla hispana se supone
que los hombres son proveedores; un varón desempleado puede caer en una
depresión clínica aterradora, no solo porque no dispone de ingresos, sino
sobre todo porque no está cumpliendo con la función social que se le ha
impuesto. Seguramente se le escuchará decir «soy un fracasado»… si cuenta con
la contención necesaria para expresar sus emociones. Por desgracia, lo común
será que recurra al alcohol, un medio culturalmente fomentado y considerado
masculino para evadir la realidad.
Desde
luego, sexo y género no son palabras intercambiables, pues sus significados
son claramente diferentes: sexo es genitalidad, en tanto género es la
identidad que se adopta por un proceso de socialización en determinada
cultura, en otras palabras, la asunción de comportamientos conforme a lo que
se supone femenino o masculino.
El lenguaje incluyente
En lo
que respecta a las críticas hacia los manuales para un uso no sexista del
lenguaje, lamento que gran parte del debate caiga en el reduccionismo al centrarse
en el desdoblamiento de sustantivos o la nefasta arroba, e ignorar otras
propuestas viables para la comunicación escrita entre las organizaciones y la
sociedad, por ejemplo la preferencia de sustantivos colectivos incluyentes
como «profesorado» o «cuerpo docente», «niñez» o «infancia», «población»,
«personal médico»; la preferencia de sustantivos abstractos (por ejemplo, en
lugar de decir «el director» o «el gerente» si no sabemos el sexo de la
persona en el cargo o se trata de un texto general, decir «la dirección» o
«la gerencia»), y las propuestas fácilmente adoptables tanto en la escritura
como en la expresión oral, como la eliminación del supuestamente genérico
universal «hombre» y la adopción de «humanidad», «ser humano», «persona» o
«gente» según el contexto, y el uso del femenino en las profesiones y puestos
que, sabemos, están ocupados o pertenecen a mujeres. Es revelador que aún se
cuestione la feminización de las profesiones u ocupaciones, particularmente
en casos en los que no hay argumento gramatical que valga (arquitecta,
médica, ingeniera). La razón detrás de ese masculino presuntamente universal
no es otra que la mayoría masculina en esas profesiones u ocupaciones. No
olvidemos que cuando los varones incursionan en ámbitos tradicionalmente
femeninos se masculiniza el sustantivo o se inventan nombres nuevos. Nadie
dice «el enfermera», «el nana», «el costurera» o «el modista», «el cocinera»
ni «el azafata» o «el aeromoza». ¿Por qué? Pues porque el camino más
corto para insultar a un hombre es feminizarlo, por eso se prefiere
«enfermero», «cuidador» o «niñero», «cocinero» (o «chef»... aunque no siempre
lo sea), «sastre», «sobrecargo» o «comisario a bordo».
Quisiera
resumir mi postura sobre el sexismo lingüístico y la visibilidad de las mujeres
con el siguiente fragmento, tomado de un texto que
publiqué en 2009 sobre la necesidad de un periodismo con
perspectiva de género:
Demasiada
tinta se ha perdido en chistes fáciles y laboriosos cuestionamientos por
igual que pretenden (y muchas veces consiguen) echar por tierra un debate
capaz de ser fructífero y motivarnos a reflexionar sobre el porqué de
nuestros decires. Hoy se dedican páginas enteras a discutir si la palabra
«presidenta» rasguña la semántica, en tanto las mismas personas que dicen
defender una lengua a la que, contra viento y marea, quisieran preservar
inmaculada, nunca antes cuestionaron el uso de palabras como «sirvienta» o
«asistenta». Hoy se dedican horas a discutir si la noción «violencia de
género» es lingüísticamente correcta (y lo es en tanto se refiere a actos de
agresión verbal, física, psicológica o sexual cometidos en la esfera
doméstica o pública, ya sea por un hombre o una mujer, en contra de otra
persona, también varón o mujer, so pretexto de que no cumple con las
expectativas socioculturales adjudicadas a su sexo biológico), mientras miles
de seres humanos la padecen en todos los rincones del planeta. Las grandes
plumas publican diatribas centradas en el poco afortunado desdoblamiento o
duplicación de sustantivos como estrategia para evitar el masculino genérico,
pero ni siquiera mencionan la multiplicidad de recursos viables que plantean
otras propuestas. Se dice que queremos cambiar la realidad a partir del
lenguaje, no que creemos en la necesidad de nombrar nuevas dinámicas
sociales, y nuestros críticos se pierden en polémicas bizantinas en lugar de
colaborar con el cambio social desde todas las trincheras, incluida la de la
palabra. Aportar al genuino debate requiere de reconocer el valor de
conceptos que delimitan un objeto de estudio y nos permiten avanzar en la
reflexión de temas fundamentales para el bienestar de todas las personas. No
sorprende que aquello que antaño se consideraba chismerío, aquelarre y escasa
capacidad de articulación de las mujeres, y fuera motivo de mofa entre la
mayoría de los hombres, sea hoy el motor de la descalificación automática y
gratuita. Es que, para decirlo sin eufemismos, resulta más políticamente
correcto intelectualizar el machismo que reconocerlo en el espejo.
Más allá de las anteojeras
académicas
¿Dónde
está, pues, el sexismo en el uso del lenguaje? Además de atender las
estrategias lingüísticas incluyentes ya citadas, es necesario reconocer y
combatir las numerosas expresiones sexistas que persisten en todos los países
de habla hispana, por ejemplo:
Feminizar
ofende. ¿Quiere usted
agraviar, ridiculizar o degradar a un varón? Es muy sencillo: feminícelo.
Recurra directamente al femenino del insulto o dígale que llora o baila como
niña, se queja o fastidia como mujer, es un mantenido o parece maricón. No
olvidemos que la homofobia es prima hermana de la misoginia y que en nuestras
culturas prevalece el mito de que todos los hombres homosexuales en el fondo
son o quisieran ser mujeres.
Licencias
lingüísticas masculinas.
Si usted es mujer, ¿ha notado que en distintas situaciones cotidianas hay
hombres que se arrogan el derecho de hablarle con una familiaridad que no
usarían con uno de sus pares, usar palabras cariñosas o de clara referencia a
su físico, sin conocerla en absoluto? Un empleado en un aeropuerto o banco la
llama «nena» si usted es joven o «linda» si ya no lo es tanto, pero conserva
cierto atractivo; un camarero la llama «damita» o usa otro diminutivo que no
viene al caso. Si usted es la camarera o la empleada y él es el cliente, peor
será.
Imposibilidad
de expresarse acerca de una mujer sin mencionar su físico o su relación con
un hombre. Una
constante en conversaciones, reportajes periodísticos, editoriales, noticias
y prensa rosa es que cuando se habla de una mujer, aun cuando se destaque su
talento, carácter, actitud profesional o determinación para afrontar la vida,
se añade alguna observación sobre su belleza o falta de ella, su atractivo
sexual gracias o a pesar de su edad, delgadez o gordura. También es común
definirnos a partir de nuestra relación erótica o afectiva con un hombre: «es
la mujer de Fulano» o «la ex amante de Sutano». Asimismo, cuando se señala el
machismo o la misoginia en el comportamiento o la actitud de un hombre es
común que éste responda aludiendo a entes supuestamente universales y
exclusivamente femeninos, como la belleza o la ternura, para justificar o
eliminar del intercambio dicho comportamiento o actitud. Pensemos en respuestas
tipo «¡Cómo pueden tacharme de misógino, si me encantan las mujeres!»,
«¿Machista, yo? Si lo primero que reconozco es su belleza, mucho hacen con
alegrarnos con su presencia» o «¡Qué guapa te ves enojada!».
El
cuerpo de las mujeres como bien público. El cuerpo de las mujeres no es suyo, pertenece y
sirve a las televisoras, las agencias de publicidad, los medios electrónicos,
las empresas que organizan concursos de belleza para niñas de 5 años hasta
mujeres de veintitantos, los rotativos que adornan las páginas deportivas con
semidesnudos femeninos, las instituciones religiosas, el Estado y sus
políticas de control o fomento de la natalidad o los ejércitos que han hecho
de la violación un arma de guerra. El vínculo entre estos usos del cuerpo de
las mujeres y la violencia verbal, psicológica, económica, sexual y física
que se ejerce contra ellas se explica por un continuo que parte del cuerpo de
las mujeres como el principal elemento que las define en el contexto social,
un cuerpo que es propiedad de una sociedad patriarcal que califica y
descalifica conforme a su imagen, se apropia y desprecia con base en lo
meramente visual, premia y castiga principalmente por cómo nos vemos, qué
edad tenemos y qué tan sexuales somos o parecemos. Son incontables los programas
de televisión de habla hispana donde las mujeres son fundamentalmente
atractivo visual o blanco de toda clase de bromas de mal gusto, programas que
forman opiniones y modelos de comportamiento. La publicidad no solo continúa
perpetuando los estereotipos del éxito masculino (dinero y sexo) y el éxito
femenino (casa impecable, ropa sin gérmenes, niños sanos y comida rica);
además, el cuerpo de las mujeres sigue siendo el objeto publicitario más
rentable y funciona para vender prácticamente cualquier idea, producto o
servicio. Se trata de un cuerpo que no es un espacio íntimo del que solo
dispone su dueña, por eso en nuestras culturas tantos hombres se viven con el
derecho de violentarnos por la calle con los mal llamados piropos, de invadir
nuestra intimidad o interrumpir nuestros pensamientos cuando caminamos solas
por la calle, y se transforman en corderitos cuando vamos acompañadas de un
hombre, al que no solo consideran como un par, sino como dueño de nuestro
cuerpo… y entonces nos convertimos en propiedad ajena. Por eso es posible
fotografiarlo, dibujarlo, tocarlo, mirarlo o gozarlo sin permiso,
transformarlo en herramienta de marketing, violarlo, golpearlo o mutilarlo.
Visto
el panorama, casi dan ganas de dar la razón parcialmente a los académicos y
sus inoportunos informes. Reflexionemos sobre el lenguaje periodístico,
cómico, publicitario, empresarial, militar y político, pero también sobre
nuestro lenguaje cotidiano, casi siempre plagado de expresiones que denotan
una doble moral, fomentan estereotipos y legitiman la violencia sutil o
descarnada.
|