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24 febrero, 2010

CARABOBO NO CAMBIA



Orlando Zabaleta

Carabobo tiene sus peculiaridades dentro del mapa político venezolano. Es proverbial su tradicional complejidad política. Un partido dividido en dos fracciones a nivel nacional en Carabobo tiene tres fracciones. O más. Hay quien afirma que cargamos la “maldición de Miguel Peña” desde que, en Valencia, dividió a la Gran Colombia y desterró al Libertador.
Y hay algo de verdad en ello. Quizás la vieja raíz haya que buscarla en aquella rivalidad de la oligarquía valenciana con la caraqueña que tanto pesó en el siglo XIX. La tara de una oligarquía provinciana, ambiciosa y excluyente no es poca cosa.

El boom petrolero de los setenta, y sus efectos socio-económicos, nos desarrolló un alto porcentaje de clase media. Una clase media con características aluvionales, cuyo terror a la proletarización la llevaría a partir del 2000 a olvidarse totalmente de sus modestos orígenes. La alta densidad de la clase media presente en el Este de Caracas, en el Zulia y aquí, explica la fuerza de la Oposición en esas regiones.

Lo cierto es que en Carabobo los procesos de cambios se atascan. Hasta la revolución llega tarde o llega tibia a estas tierras. Por eso padecimos al celismo, esa simbiosis de oligarquía con malandraje, como una mancha asfixiante. Y no tuvimos otra forma de deshacernos de él que caer en la dinastía salista, un intento malogrado de construir una nueva derecha para los tiempos post AD y COPEI. Y cuando el chavismo logra desalojar a los Salas de la gobernación, lo hace con el proyecto sin futuro de un general esencialmente de derecha y cuyas ínfulas de líder lo enceguecían.

Nótese la constante. Así como Miguel Peña, el mantuanaje y los inefables muy bien vestidos abogados rodearon a Páez, siempre están esos “merodeadores”. Aprovechados y zalameros.

“El Amo”, “El Jefe”, “El Doctor”, “El General”, son los adulantes motes que les han dado a los poderosos señores que han personificado el poder en Carabobo, las más de las veces por circunstancias sociales más que por méritos propios.

Carabobo, cuya importancia social, económica y política en el país es evidente, sigue sin rumbo cierto. El proceso de cambio que vive el país prende a ratos y se debilita luego, a despecho de amplios sectores populares que sueñan y apuestan a otra situación. Y es que sin Valencia no es posible tomar la gobernación de Carabobo. Y menos mantenerla. Estamos hablando de casi la mitad de la población del estado. Aunque el chavismo ganó la Alcaldía de Valencia, lo hizo “coleándose” entre la división de la oposición.

El salismo, cuya aspiración a ser un proyecto nacional se frustró hace años, tiene la certeza de que el poder del “clan italiano” significa su muerte. Y no le falta lógica. De allí lo que a primera vista pareciera un contrasentido: que dos opciones con políticas semejantes, “italianos” y salistas, que se dirigen al mismo público, que tienen idénticas raíces sociales, no pudieran entenderse para las elecciones de alcalde. Los dos vaqueros no caben en el mismo pueblo.
Del otro lado de la acera, pareciera no tenerse conciencia de que la Alcaldía de Valencia se ganó con el 38%. Era como para arrancar una sonora señal de alarma. Una alarma que pitara que lo estamos haciendo mal.

La victoria de la alcaldía de Valencia, por lo menos, expresa un deseo de cambio de un importante sector de la ciudad. Una ciudad que lleva cincuenta años creciendo a la buena de Dios. Incluso esta aspiración de cambio se encuentra hasta en muchos sectores populares que votaron por las opciones de la derecha. Pero el cambio no se ha dado. Nadie lo siente. Y no sólo es Valencia. Los alcaldes bolivarianos parecen atrapados en la vieja cultura del pasado. Se sabe, y de poco sirve negarlo, que la corrupción sigue campeando en las viejas alcaldías dirigidas por los nuevos revolucionarios. Pocos se paran a pensar que la revolución y la corrupción no pueden convivir juntas, al final una matará a la otra.

Es extraño, pero en Europa, e incluso en algunos países de América Latina, como en Colombia, las fuerzas del cambio logran fortalecerse en el poder municipal, por aquello de que “está más cerca” del ciudadano. Alcaldes de izquierda construyen un fuerte liderazgo en sus comunidades, aunque tengan dificultades para darle a ese liderazgo un sentido nacional que les permita tomar el poder en sus respectivos países. Pero aquí es al revés. Tomamos el gobierno nacional, pero los gobiernos municipales no logran crear un liderazgo, y sus éxitos locales se basan en el derroche de liderazgo del presidente Chávez. Casi repiten como constante que Chávez los fortalece y los lleva al poder, y, luego, ellos se dedican a desgastarse.

El PSUV es el partido mayoritario. Por eso tiene buena parte de la responsabilidad. Pero hay que preguntarse: ¿es un partido? Salvo excepciones que hay que buscar con lupa, el PSUV en Carabobo es un partido asombrosamente desideologizado. Incapaz de definir una política sobre algo. Salvo responder a las declaraciones de la oposición, y salir a repetir la línea del presidente. Es un aparato electoral. Algo necesario, pero no suficiente.

Las tareas y los retos que la revolución bolivariana tiene por delante son inmensos. Debe construir de una buena vez los mecanismos políticos de un verdadero, no de nombre, Poder Popular. De un poder que sustituya al viejo Estado. Y mientras lo hace debe regentar ese viejo Estado burocrático, excluyente y corruptor que, a fin de cuentas, es el que existe. Y mientras brega con ambas tareas, el enemigo no se quedará dormido.

Lo planteado a estas alturas del juego es dejar a un lado el chantaje de que el que critica, el que alerta, está “saltando la talanquera”. Ese chantaje es peligrosísimo y ya nos ha salido demasiado caro. Basta pensar en la crisis eléctrica. Por el contrario: el acriticismo de los revolucionarios es lo mejor que le puede pasar a la oposición.

En esa onda, la actual dirección del PSUV debe demostrar si puede o no construir un partido revolucionario. Incluso si está interesado en eso. Y si tiene idea de cómo hacerlo.
Y los alcaldes deben asumir si desgatan al proceso o si lo fortalecen. Y el proceso revolucionario no se fortalece con muchas frases de lealtad, mucha consigna repetida y mucha tela roja.