La editorial Salamandra reedita en español Confesiones
de un chef. Aventuras en el trasfondo de la cocina, de Anthony Bourdain, en
el 25º aniversario del gran clásico de la cocina. Lea a continuación el prólogo
de Irvine Welsh
No llegué a conocer a Anthony Bourdain. Nunca lo
vi en persona, pero él y sus Confesiones de un chef fueron
muy importantes para mí. Voy a explicar por qué.
Cuando era joven dejé mi Edimburgo natal y me fui a Londres,
atraído no tanto por las brillantes promesas de la gran ciudad como por el punk
rock. En esa época vivía para los conciertos, los clubes y los festivales,
razón por la cual no era lo que se dice el candidato ideal para un
puesto de trabajo, aunque sí se me daba bien fingir interés por conseguirlo
mientras maquinaba las mil y una maneras de currar lo menos posible. Era un
chico de clase obrera, criado en un barrio de viviendas de protección oficial,
pero bendecido con la creencia de que tenía derecho a cualquier cosa que
deseara, convencido de que el mundo me debía algo. Sólo quería
dedicarme a la música y a escribir. Más o menos igual que ahora.
Para costearme las guitarras, los amplificadores y los equipos de grabación necesarios para ir por ahí fingiendo que tocaba en algún grupo, y entre los momentos que pasaba rellenando cuadernos con mis interminables reflexiones, trabajaba en la construcción y, de vez en cuando, pillaba algún cómodo trabajo de oficina. Pero muchas veces acababa de pinche en la cocina de algún que otro hotel de Londres, en el ferry del canal de la Mancha y en el catering de un evento multitudinario como el concurso ecuestre del Horse of the Year en Wembley o en Silverstone o en otros hipódromos. Es decir, en cualquier sitio en que estuvieran dispuestos a ofrecer un contrato temporal a un punki zarrapastroso como yo. En esos lugares solía trabajar de ayudante de cocina y en una ocasión —con resultados bastante lamentables— como cocinero especializado en preparar comidas rápidas.
Trabajar de albañil era duro. La construcción es una de las
cosas más chungas a las que puedes dedicarte si, como yo, tienes alergia al
trabajo físico. Las cocinas de hoteles y restaurantes, por su parte, también
poseen sus propios inconvenientes: cada vez que entras en ellas, una
ola de calor abrasador e implacable te deja literalmente achicharrado. A
eso hay que sumar el amargo rencor que siente el hedonista irredento por tener
que trabajar en condiciones sofocantes y en horarios intempestivos e imposibles
de conciliar con la vida social mientras los demás se divierten. Por si eso
fuera poco, uno sufría la tiranía de la jerárquica cadena de mando en sus
huesos cuando, siendo el último en el escalafón, la cagaba —lo que ocurría
tarde o temprano— y tenía que responder ante el chef.
El jefe de cocina no era como los demás, los currelas
temporales que nos buscábamos la vida y veíamos aquello como un simple medio
para alcanzar un fin: algún día iríamos a la universidad, recibiríamos alguna
formación, tocaríamos en una banda de rock, lograríamos un éxito discográfico,
nos echaríamos una novia rica, ganaríamos a las quinielas (por aquel entonces
no había lotería) y encontraríamos la forma de escapar de aquel infierno. El
chef era distinto. Él no iba a ir a ninguna parte, salvo tal vez a otra
cocina idéntica a aquella, normalmente después de insultar o agredir al dueño
del establecimiento, al director general de la cadena de restaurantes o a algún
cliente desagradable e ingrato de mil maneras distintas, a cuál más creativa,
que a veces —y de forma devastadora— implicaban utensilios de cocina afilados o
con comida muy muy caliente. El chef era un alcohólico volátil. El chef
tenía todo el poder. Mi estrategia para sobrevivir en esos entornos era
siempre la misma: hacerme amigo del chef, a menos que tus
compañeros de trabajo lo odiasen tanto que, en lugar de él, fuesen ellos quien
te hiciesen la vida imposible, en cuyo caso tenías que encontrar la manera de
evitarlo o quitártelo de encima; hablo en masculino porque en aquel entonces el
chef siempre era un hombre, claro.
Confesiones de un chef retrata con absoluta genialidad
lo que Anthony Bourdain llama, muy acertadamente, la cultura pirata. Los bares nocturnos a los que va la
gente al acabar el trabajo, donde todo el mundo se siente atraído como un imán
hacia los demás, esos compañeros fugitivos, y se pone hasta las cejas de
alcohol y drogas; también los revolcones apresurados y todos los amargos dramas
que conllevan. Cuando vas medio borracho y acabas morreándote con
alguien que intuyes que está con otra persona... y luego resulta que
tienes que trabajar con esa otra persona al día siguiente, resacoso, paranoico
y en una cocina irrespirable donde hace un calor espantoso y abundan los
cuchillos bien afilados y las sartenes con grasa hirviendo. Luego viene la inevitable
explosión, cuando te arrancas el delantal y anuncias que no piensas volver a
trabajar en una cocina ni harto de vino... y unas semanas más tarde ya estás
llamando a la puerta de un local idéntico mientras las facturas sin pagar se
acumulan en tu mesa.
Muchos años después, cuando me di a conocer como
novelista, The New York Times publicó un reportaje sobre la
irrupción de la narrativa escocesa de la década de los 90. El escritor Gordon
Legge dijo con gran generosidad sobre mí: «Irvine ya era una estrella
antes de serlo». No creo ni de lejos que eso sea cierto, pero lo que
sí sé es que nunca me he sentido más vivo, rebelde y libre —puro espíritu
rock and roll— que cuando salía de aquellas cocinas para irme directo a una
disco o a un pub, más allá de la hora legal de cierre, con un grupo de almas
gemelas. Más que cuando tocaba en grupos pretenciosos, trapicheaba con drogas o
hacía toda clase de chanchullos para conseguirlas, o incluso cuando me
aclamaban como autor superventas en todo el mundo. Todo eso era, en parte,
producto de la juventud, pero también de estar rodeado de otros crápulas como
yo, muchos de los cuales tenían un pasado oscuro, algunos con un futuro aún más
negro, y la mayoría con un sinfín de historias que contar.
Salir de fiesta después del curro no iba sólo de relajarse en
plan lotófagos, sino de liberarse de un entorno laboral opresivo. Una cocina se
rige por estructuras de disciplina castrense y sólo puede funcionar con
eficiencia cuando todo el mundo sabe cuál es su lugar y cumple con los roles
asignados. No es para nada una democracia. En una situación en la
que unos individuos de naturaleza anarquista se ven obligados a trabajar en un
entorno tan sumamente controlado, sin importar si el equipo tiene buen feeling o
no, tarde o temprano algo acaba estallando. Y cuando eso ocurre, al
único mando al que respetas es a aquel que siente verdadera pasión por su
trabajo, al que se toma el tiempo de explicar las cosas y enseñar cómo se
hacen, al que no te ve como un simple engranaje más de la maquinaria, del todo
sustituible.
Anthony Bourdain estaba cortado por ese patrón, y alcanzó un
gran éxito respetando la dinámica del deber cumplido y el trabajo bien hecho,
pero sin dejar nunca de valorar el esfuerzo que hacían todos esos inadaptados
por encajar en un sistema tan rígido como la hostelería. Su pasión por la
comida y las cosas buenas de la vida resultaba muy estimulante, y percibimos su trágica muerte como una especie de
castigo impuesto por los ricos y poderosos con el corazón helado y el
alma muerta al mismísimo espíritu del rock and roll.
Los británicos llegaron tarde a la apreciación generalizada
de la gran importancia de la comida en nuestra vida cultural. Cualquiera que
haya crecido en las décadas de 1960 y 1970 sabe que no había nada que
no pudiera volverse incomible en una cocina británica, sobre todo en
Escocia, donde nos definíamos por la siguiente declaración existencial: si
no puedes bebértelo, follártelo o freírlo, lo más probable es que no exista.
Recuerdo una vez, de niño, cuando mis padres me llevaron a un Wimpy. En 1969,
aparte de un par de locales de comida china y un sitio de carne a la parrilla
donde te servían los bistecs completamente churruscados, aquel era
prácticamente el único restaurante de la ciudad. Recuerdo que pensé que
habíamos ingresado en las filas de la alta burguesía.
En el instituto de mi barrio, a los chicos que iban a
clases de cocina se los consideraba homosexuales, en una época en que ese
término iba acompañado de forma injusta por las connotaciones peyorativas que
ahora tiene merecidamente la palabra «pederasta». Luego vino la
gran revolución culinaria, que tuvo lugar casi al mismo tiempo que las mujeres
empezaron a afeitarse el pubis. Que eso fuera pura coincidencia o no lo dejo
como tema de estudio para los antropólogos sociales, pero basta con decir que
enseguida la experiencia sensorial oral cobró mucha más importancia. De
repente, los hombres de verdad cocinaban y se bajaban al pilón. Los Oliver
y los Ramsay, los polis bueno y malo favoritos de los medios, transformaron la
percepción que había en Gran Bretaña del trabajo de chef, que pasó de ser un
chiste de mal gusto a algo bastante guay.
Pero los polis buenos y los polis malos seguían siendo, a fin
de cuentas, polis. Fueron Anthony Bourdain y Confesiones de un chef los
que hicieron que no sólo los chefs y la gastronomía sino también las cocinas y
todos sus moradores se convirtieran en territorio interesante para los
entendidos. Bourdain era el chef de los villanos, el chef de los
inadaptados, el chef de los rebeldes.
Quizá siempre fue un estilista literario nato. Su madre era
periodista y trabajaba como editora en The New York Times, y de
niño Anthony vivió en una casa repleta de libros. Incluso cuando ya parecía
haberse consolidado como chef ejecutivo obsesionado con la comida (y un
contador de anécdotas muy apreciado) en el modesto local de Les Halles de Park
Avenue, en Manhattan (cuyo plato estrella era un bistec con patatas), Bourdain
decidió, al más puro estilo del punk renacentista, explorar otros caminos.
Su novela de crímenes culinarios, Bone in the Throat, se publicó en
1995, aunque era imposible que abandonara su vocación. Tras haber pasado por
varios restaurantes inmerso en una vida de drogas y alcohol, Les Halles era su
refugio, un lugar que parecía ofrecerle una especie de estabilidad.
Luego, en el año 2000, se publicó Confesiones de un
chef y su escritura reemplazó repentina y espectacularmente a
su cocina. El libro combinaba el tono íntimo y descarnado con el elemento
transformador, haciendo realidad el sueño húmedo de cualquier editor de
conseguir el estatus de libro de culto y éxito de ventas a la vez. Si bien el
humor era irreverente, el respeto por su vocación era manifiesto e
inquebrantable. De pronto, el universo personal de Anthony Bourdain se
abrió al gran público. Narrador magnético e ingenioso, estaba hecho para
brillar en televisión, a punto de caramelo para triunfar en los medios de
comunicación. Pocas voces han logrado una transición tan completa del libro a
la pequeña pantalla.
La reacción inevitable ante ese éxito se manifestó en los
ataques de los críticos burgueses hacia el personaje de Bourdain en Confesiones
de un chef, quejándose de que su transparente vulgaridad y su pose de chico
malo socavaban la aguda inteligencia de sus argumentos. Pero creo que
eso demuestra que no entendieron su espíritu radical. Cuando eres el
forastero, el recién llegado al barrio, o te enfrentas a los capullos
integrales que estaban ahí antes que tú o te preparas para ocupar tu lugar como
uno de ellos. Y a veces necesitas recurrir a instrumentos contundentes, como la
arrogancia salvaje y narcisista, para lograr que la gente conecte con el
mensaje más profundo, como la política auténticamente subversiva y jubilosa.
Las páginas de Confesiones de un chef no
esconden sus referentes literarios. La influencia de Sin blanca
en París y Londres de Orwell es evidente: una crítica socialista a
las terribles y brutales condiciones laborales que soportan los trabajadores de
los restaurantes. Pero el capitalismo explota a todo el mundo, incluso a los
multimillonarios, chupándoles el alma más que el dinero, empobreciendo sus
mentes al relegarlas a distracciones pueriles de baja intensidad, lo que
implica regodearse con el sufrimiento ajeno o mostrar una alegre indiferencia
ante él.
Bourdain entiende de forma instintiva algo que muchos
críticos marxistas burgueses no han sabido ver: machacar todo el día a la clase
trabajadora con la cantinela de lo mucho que los explotan y lo jodidos que
están sólo les niega humanidad y los empuja a los brazos de los opresores,
quienes no ofrecen más que la falacia del racismo y el nacionalismo. Al igual
que Orwell, Bourdain captó claramente el espíritu de la clase
trabajadora, así como su opresión.
El programa de televisión de Bourdain mostraba su pasión y su
humanidad en estado puro. Esos diarios de viaje en formato documental describen
su evolución desde el aventurero trotamundos —con desventuras incluidas— al
apóstol de la gastronomía y la civilización contemporánea, además de ofrecer un
testimonio del intercambio cultural auténtico. Su fundamental papel en
la democratización de la cultura gastronómica resulta innegable, pues
derribó los antiguos preceptos elitistas de la alta cocina gracias a su postura
pragmática y su entusiasmo ilimitado. El gran legado de Bourdain consistió en
grabar en nuestra conciencia colectiva la idea de que las desigualdades
políticas y sociales podrían entenderse y resolverse de manera significativa si
analizáramos qué y cómo comemos. Esto está ya tan ampliamente aceptado en
nuestro discurso, con películas tan aclamadas como El triángulo de la
tristeza y El menú, que muchas veces olvidamos lo
revolucionarias que fueron esas ideas de Confesiones de un chef y
cómo Bourdain logró educar e informar al público general acerca de ese
concepto.
Tanto en Confesiones de un chef como en el
programa de televisión, Bourdain expone la hipocresía intrínseca del papel de
la mano de obra inmigrante en la alta cocina y la feroz hipocresía de
los sectores habitualmente marginados y discriminados que ahora ofrecen
experiencias gastronómicas de estrella Michelin de las que muchas
veces una clientela más adinerada disfruta con absoluta complacencia. La base
moral de su defensa de los inmigrantes latinos que trabajan en la industria de
la restauración pone en evidencia la demonización de este grupo demográfico por
parte de las tóxicas élites políticas de Estados Unidos. Bourdain sabía
que siempre fueron los inmigrantes, y no los chicos blancos
consentidos, los que encarnaron el sueño americano. Nunca dudó en alzar la
voz mostrando su desprecio hacia esas élites, una batalla alimentada por su
rechazo a la esterilidad de sus propios orígenes como hijo de familia acomodada
de los barrios residenciales, convirtiéndolo en arma para atacar al sistema
desde la mentalidad de un anarquista punk rock y antiautoritario. El creciente
privilegio que le ofreció su éxito no hizo más que intensificarlo.
Este conflicto interno se plasma con claridad meridiana en
las páginas del libro. Con frecuencia, Bourdain parece atrapado en una
crisis existencial, pues la condición de chef le brinda todo lo que ama y
lo que odia a la vez, y si bien celebra la vida entre fogones, busca
desesperadamente el salvavidas de la televisión. Sin embargo, una vez liberado
de los amarres que lo ataban al restaurante, tuvo que enfrentarse a problemas
similares: «Antes me sentía como en casa y "seguro" en la cocina.
Conocía las reglas, o creía conocerlas. Era una vida repleta de absolutos, de
certezas, y eso me reconfortaba como nada me ha reconfortado desde entonces».
Una vez más, Bourdain parecía aceptar y rechazar al mismo tiempo el
papel de Hunter S. Thompson itinerante del mundo culinario. Al final, quizá
un hombre con un corazón tan grande encontraría este mundo —cada vez más
opresivo y sin embargo caótico— demasiado pequeño y mezquino para él.
Después del confinamiento entramos de cabeza en una época que
ha resultado ser más terrorífica y a la vez mucho más aburrida que la anterior.
Es una era dominada por una pandilla de tiranos miserables, mezquinos y bocazas
y sus voceros, empeñados desesperadamente en incitar a los cada vez más
desposeídos (es decir, a todos nosotros) a entrar en su juego superficial,
irracional y dañino incluso para quienes lo promueven. La muerte de
Anthony Bourdain fue una señal de que esos cabrones sin alma estaban ganando
terreno. Gente como yo mismo, que no llegamos a conocerlo personalmente,
pensamos de inmediato: «¡Mierda! ¡No puede ser!», experimentando la sensación
de que no sólo habíamos perdido a un alma gemela, sino a una muy importante.
Eso fue así porque Anthony Bourdain era algo más que un chef,
un escritor y un presentador de televisión: no sólo nos hacía sentir bien al
comer, sino que quienes habíamos ocupado los niveles más bajos de la cadena
alimenticia —prácticamente todos en algún momento de nuestra vida— nos
sentíamos muy valorados al prepararla y servirla. Puede que no fuera el
prototipo de embajador global de la magia de la cocina y su lugar en nuestra
cultura, pero fue el mejor que podríamos haber deseado.
Fundamentalmente, fue todo eso por ser la encarnación
de un espíritu que no sólo se encuentra en la música, la comida y el arte, sino
en todas las cosas buenas de la vida. Una fuerza de energía cósmica
librando una batalla furibunda contra las fuerzas que buscan mantener el
control, secuestradas por los magnates tecnológicos y sus lacayos mediáticos,
quienes, desde sus medios de pacotilla, hacen ruido sin cesar mientras sus amos
roban a manos llenas, sin escrúpulos. Bourdain lanzaba a voz en grito verdades
como puños sobre la condición humana en una casa llena de mentirosos. Olvídense
del ruido y sintonicen esas frecuencias más altas, porque lo oirán. Y en
las páginas de Confesiones de un chef, su voz extraordinaria se oye
bien alta y clara.
Tomado de El Mundo / España. Imagen: Bruce Gilbert - Getty
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