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17 agosto, 2025

La otra cara: “Una madre frente al suplicio"

Dedicado a las madres recién atropelladas

Por José Luis Farías 

La solidaridad con los presos políticos opera como un fenómeno sociológico paradójico: mientras los discursos públicos se fracturan en ideologías, el núcleo familiar —particularmente las madres— genera una resistencia visceral que desafía las arquitecturas del poder. Esta fuerza no nace de manifiestos teóricos, sino del pathos primario que convierte el dolor privado en grito colectivo. Este mecanismo de la conversión biológica del sufrimiento en arma política, donde el instinto maternal, despojado de su función conservadora, se transfigura en agente subversivo. La memoria familiar custodia verdades que el Estado intenta obliterar. Las madres de presos políticos encarnan esta función: sus testimonios —oralidad cargada de detalles domésticos— son documentos históricos que desmontan la retórica oficial.  

La eficacia de estos mensajes reside en su carga de verosimilitud doméstica: mientras los Estados fabrican realidades abstractas ("seguridad nacional", "enemigo interno"), las madres exhiben pruebas tangibles: una carta manchada de sopa, una muela rota, unos moretones, unas fracturas, una camisa raída.

La solidaridad familiar con los presos políticos revela que los Estados pueden encarcelar cuerpos, pero no pueden confiscar los vínculos biológicos que los deslegitiman. Las madres, al documentar la crueldad con la prosa íntima de quien plancha camisas o cuenta cucharadas de medicina, crean un contra-archivo que sobrevivirá a las versiones oficiales.  Son archivos del instinto.

La historia la escriben no los vencedores, sino quienes recuerdan el peso exacto de los grillos en los tobillos de sus hijos. Estos testimonios —infinitamente repetidos, universalmente ignorados— son la semilla de esa otra historia que florece cuando los muros caen.

La Carta y la Piedra

En la Venezuela de 1913, cuando la palabra se pronunciaba aún con la esperanza del eco republicano, y los hombres cargaban la memoria de una independencia aún no saldada en dignidad, una mujer se sentó a escribir una carta. No fue un ruego lastimero ni la súplica teatral que en tiempos de tiranía podía salvar una vida. Fue, como lo diría después algún lector ilustrado del Archivo de Miraflores, un acta notarial de los tormentos, testimonio austero de una dignidad herida que no perdió la razón ni ante el dolor.

Dolores Chalbaud de Delgado, dama de la sociedad caraqueña, madre, esposa, ciudadana, levantó su voz —sin estridencia, sin retórica— ante el hombre que por entonces hacía las veces de país: Juan Vicente Gómez, Presidente perpetuo, dictador a medio paso del mito. No se dirigía a él como súbdita, sino como madre. Y en esa apelación silenciosa al sentimiento humano, ofrecía un espejo moral donde el poder podía reflejarse y reconocerse... o negarse.

La carta, enviada desde Caracas a Maracay el 26 de septiembre de aquel año sombrío, no apareció en la prensa de entonces, como tampoco lo hizo la mayoría de los gemidos que se ahogaban en La Rotunda. Solo medio siglo después, en marzo de 1962, rescatada por el celo archivístico y el sentido de la justicia histórica de Ramón J. Velázquez, fue publicada en el “Boletín del Archivo Histórico de Miraflores”, ediciones 17 y 18. Para entonces, la patria ya había llorado otras ausencias, y la crueldad de las prisiones gomecistas se había vuelto leyenda.

Pero lo que la carta revela no es leyenda sino carne viva: el cuerpo atado por grilletes, la piel que no abriga la ropa, la espalda que duerme sobre una tabla. Lo que allí se transcribe es el alma de una madre que no clama por absolución, sino por condiciones humanas mínimas: cama, abrigo, cuchara, toalla. No pide libertad, porque sabe —con el estoicismo terrible que otorgan los días de visita carcelaria— que esa palabra está abolida. Pide apenas lo que el sentido común y el Evangelio mandan. Pero, sobre todo, escribe porque sabe que el silencio es cómplice.

A esa Venezuela no le faltaban mártires, pero pocos tenían madre que escribiera con semejante exactitud, con tan disciplinado dolor. Miguel y Román Delgado Chalbaud, hijos de Dolores, fueron arrastrados por las patrullas del régimen a las celdas de La Rotunda el 17 de mayo. No hubo juicio ni causa formal. Apenas la sombra de la disidencia, el rumor del desacato, la sospecha de que llevaban en su sangre más República de la que podía tolerar el régimen.

Román, quien más tarde sería figura clave en los avatares políticos del país, y Miguel, cuyo nombre no retendría el bronce oficial, sufrieron la común suerte de tantos jóvenes de su tiempo: la del encierro sin forma legal, la del cuerpo convertido en blanco de ensayos punitivos, la del alma disuelta entre hedores y humillaciones. En el calabozo donde yacía Román —narra su madre sin metáfora alguna— no había separación entre el comer, el dormir y el defecar. Un foco de infección, una celda sin aire ni moral, un anticipo de la muerte.

Pero esta crónica no está escrita solo sobre la tragedia de los hermanos Delgado Chalbaud. Está escrita sobre la palabra como resistencia. Porque lo esencial en este documento no es el dato frío, ni siquiera la denuncia del tormento físico: es la compostura con que Dolores Chalbaud acusa sin gritar, reclama sin insultar, y retrata sin aspavientos el envilecimiento de la legalidad.

Toda la carta está marcada por una extraña cortesía que no debe confundirse con sumisión. Se dirige al “respetado General”, al “supremo magistrado”, con un tono que, leído con atención, tiene más de ironía trágica que de reverencia real. La mujer no ignora que escribe al responsable último de la desgracia, pero quiere, quizás, empujarle al límite de su conciencia. Le pregunta, como madre a padre: "¿qué sentiría usted si viera a sus hijos así tratados?" Es esa la pregunta que resume toda la dignidad republicana que el país había perdido y que ella, desde su silla de madre, intenta restaurar.

No hay petición de privilegios. Hay descripción precisa de los costos que impone la infamia. El Estado, en vez de justicia, exige dinero: veintiséis mil ciento sesenta bolívares repartidos entre esposas y madres para poder alimentar a los presos. La justicia se convierte en extorsión, la ley en chantaje económico. Y la vida familiar, que debía ser refugio, es violada una y otra vez por hombres armados que se amparan en “órdenes superiores”.

Y entonces se alza la frase más temible que puede surgir de la pluma de una mujer no habituada al foro público: “Siete pedazos de mi corazón sufren la consecuencia de la calumnia”. La imagen no busca la compasión, sino la verdad. Cuatro hijos, dos sobrinos, un hermano: todos perseguidos. Y ella, en vez de maldecir, eleva una oración para que Dios “dé luz, mucha luz” al dictador, y perdone a los calumniadores. Esa fe no es ingenua. Es la forma última de la resistencia: responder al odio con firmeza y piedad, sin abdicar de la justicia.

Dolores Chalbaud escribió su carta, sin saber si llegaría o sería leída. La escribió como se escribe una declaración de principios. Y por eso, más de un siglo después, ese texto sigue hablándonos. No solo de la ferocidad de los regímenes que encarcelan cuerpos para apagar ideas. También nos habla de la fuerza civil que sobrevive entre ruinas: esa que se niega a que el terror destruya la decencia, que exige trato humano en tiempos inhumanos, que se atreve a poner nombre y cifra al dolor, sin rebajarlo al llanto fácil ni convertirlo en consigna.

En esta primera parte del testimonio, el país aún no ha cambiado. Pero ya hay una grieta en la piedra: la palabra ha sido enviada, la carta está escrita. El juicio de la historia ha comenzado.

Herencia del sacrificio 

La historia, que a menudo parece una cadena de rupturas súbitas y terremotos visibles, se mueve en verdad al ritmo soterrado de las continuidades: dramas familiares que atraviesan generaciones, gestos políticos que se heredan como oficios, silencios que se transforman con el tiempo en pólvora. En el caso de Román Delgado Chalbaud, la prisión de 1913 no fue una anomalía biográfica, sino el primer acto de una tragedia familiar que, como un río turbio, desembocaría dos décadas después en el asesinato de un hijo y en la perpetua oscilación entre poder y martirio.

Pero volvamos a ese hombre antes de La Rotunda. Román Delgado Chalbaud, nacido en 1882, no era un agitador de café ni un diletante del liberalismo. Era un oficial de marina condecorado, formado en la disciplina rigurosa de las ciencias náuticas y en la sensibilidad de los ideales republicanos. Había servido bajo Cipriano Castro, combatido con valor en la Guerra de los Cinco Años, y como tantos otros, había asistido al ascenso de Gómez con una mezcla de esperanza y reserva. Sin embargo, en poco tiempo, la verticalidad militar de Gómez, su inclinación al poder sin límites y su hostilidad hacia el debate, transformaron la prudencia de Román en disidencia, y su decoro en amenaza.

Su detención, junto con la de su hermano Miguel, se dio sin previo aviso ni acusación concreta. No hubo expediente ni interrogatorio formal. Hubo simplemente un decreto sin firma, una orden sin rostro, la pesadilla burocrática que caracteriza a los sistemas que convierten el miedo en razón de Estado. Así fue llevado a La Rotunda, esa cárcel infame que, más que institución penal, era laboratorio de tormentos, teatro de la abyección donde el gobierno probaba sus castigos como quien afina un violín con alambre oxidado.

La cárcel no fue para Román una pausa sino una fractura. Allí perdió la salud física, la posibilidad de mando, el brillo de la mirada marcial. Pero no perdió el temple. Y tal vez por eso su madre, en su célebre carta, no pedía indulgencia ni libertad, sino apenas abrigo y cucharas. Sabía que su hijo, si salía, no sería el mismo. Pero también sabía que no saldría vencido.

Los relatos de quienes compartieron encierro con él coinciden en su conducta estoica. No se doblegó ni recurrió a las súplicas que otros emitían en la noche, entre delirios de fiebre. Era uno de esos presos que saben que el cuerpo puede ser humillado, pero no el espíritu. Y eso —paradoja cruel— lo convertía en blanco preferido del verdugo. Un rehén que no grita, un preso que no maldice, es para el torturador una afrenta personal. Y Román lo era.

Cuando salió de prisión, varios años más tarde, llevaba sobre sus hombros no sólo los grillos ya oxidados, sino la vocación aún viva de redención nacional. Su salud estaba minada, pero su conciencia intacta. Su figura volvió a la esfera pública como la de un símbolo: el militar que había resistido la barbarie con dignidad, el hijo cuya madre había escrito al poder sin temblor, el civil en armas que se negó a ser cómplice del silencio.

Y así fue como Román, lejos de retirarse al exilio interior, decidió consumar su oposición al régimen, y su venganza contra el dictador, por la vía del acto extremo: la conspiración armada. En 1929, al frente del célebre “Falke”, un buque alemán fletado en la clandestinidad, intentó desembarcar en Venezuela con un grupo de exiliados e idealistas. Su proyecto, sin embargo, fue traicionado, mal ejecutado o simplemente vencido por la fuerza colosal del régimen gomecista, que ya había aprendido a convertir los intentos revolucionarios en espectáculos de escarmiento.

Román fue muerto apenas tocó tierra y avanzó sobre la calle "Larga" de Cumaná. Esta vez no hubo tiempo de cartas ni súplicas. Cayó en combate sin juicio, como muchos de su expedición. Murió como había vivido: sin pactar con la infamia, sin renunciar a la justicia, sin pedir perdón. Pero lo más significativo es que su muerte no fue el final de la historia, sino el umbral de otra más terrible.

Porque años después, su hijo —Carlos Delgado Chalbaud— se convertiría en presidente de facto de Venezuela, militar y civil como su padre, actor de una compleja transición entre dictaduras. Y también él moriría de forma violenta, asesinado en 1950, en un secuestro absurdo que aún carga las sombras de conspiraciones no resueltas. Así, la saga de los Delgado Chalbaud parece sellada por una ley trágica: hombres educados en el deber, vencidos no por el fracaso personal, sino por la estructura misma de la violencia nacional.

No es gratuita esta conexión genealógica. En la Venezuela del siglo XX —y acaso también en la del XXI— los dramas políticos rara vez se circunscriben al individuo. Cada figura pública arrastra tras de sí una historia de padres, esposas, hermanos, silencios. El país no ha sabido separar nunca la familia del poder, el afecto del Estado, la sangre de la política. La carta de Dolores Chalbaud, en este sentido, no es sólo testimonio de un momento, sino de una forma de ser república desde la herida doméstica.

Porque lo que ella denunció —ese cuerpo que come, duerme y defeca en el mismo espacio; ese hijo atado por grilletes que parecen hechos más para la exhibición que para la sujeción— no era una excepción sino un retrato de época. Y cuando años más tarde Carlos, el hijo del muerto en batalla, llegaba a la presidencia, ya sabía —en la carne y la memoria— que el poder no se hereda sin culpa ni se ejerce sin riesgo.

En ese sentido, el nombre de Román Delgado Chalbaud debería figurar no sólo entre los mártires de la dictadura de Gómez, sino también entre los fundadores frustrados de una Venezuela republicana que, cada tanto, renace en la palabra de una madre, en la carta clandestina, en el gesto sin aspaviento de quienes se niegan a callar.

Así, lo que comenzó como un testimonio de prisión se convierte, en perspectiva, en una genealogía del sacrificio. Román no fue mártir por vocación ni héroe por encargo. Fue simplemente un hombre que no supo —o no quiso— vivir de rodillas. Y esa elección, en un país donde el poder exige sumisión o destierro, suele costar la vida.

La historia de la carta de Dolores Chalbaud no termina en la respuesta (que nunca llegó) de Gómez. Termina —o continúa— en el cuerpo acribillado del hijo que intentó restaurar la ley con armas, y en el nieto que moriría en el poder sin haber resuelto los dilemas de su estirpe. Por eso, más que documento de época, la carta es una brújula moral: apunta hacia la región de los principios, donde aún podemos elegir entre ser cómplices o testigos, entre ser verdugos o madres que escriben cartas.

La Carta y la Conciencia 

Cuando se repasa la historia venezolana con el lente de las resistencias civiles, no son pocas las ocasiones en que la figura de la mujer aparece no como ornamento literario o pieza sentimental del drama, sino como columna oculta de la dignidad nacional. Entre los nombres olvidados y los rostros anónimos, se dibujan perfiles que no entraron a los salones del poder ni llevaron uniforme, pero que supieron dejar huella donde más dolía: en la conciencia. Dolores Chalbaud de Delgado pertenece, sin lugar a duda, a esa estirpe.

A diferencia de los próceres, cuyas vidas suelen reducirse a fechas de batallas y proclamas, Dolores no empuñó fusil ni firmó decretos. Su acto fue otro: escribió. Y lo hizo desde el sitio más vulnerable que puede ocupar un ser humano: el de una madre que ve a sus hijos desvanecerse en la sombra del calabozo. Pero su carta, que podría haber sido un desahogo íntimo, o una súplica vencida por la desesperación, fue, en cambio, una pieza cívica. Una súplica, sí, pero escrita con lógica jurídica, fervor religioso y precisión contable. Una oración que era también acta, una súplica que contenía en su interior la semilla de un juicio moral.

En esa misiva, escrita el 26 de septiembre de 1913, Dolores encarna la doble conciencia que muchas mujeres de su tiempo cargaron sin aspavientos: el dolor doméstico y la lucidez política. Habla del frío de sus hijos y de la podredumbre de los calabozos, pero también del atropello a la Constitución, del costo económico del encierro injusto, de la hipocresía de una nación que se dice civilizada y católica mientras despoja a los presos hasta de una toalla.

Si a lo largo de nuestra historia los hombres han monopolizado los discursos oficiales, los partes de guerra y los retratos en las paredes del Palacio Federal Legislativo, han sido, en no pocas ocasiones, las mujeres quienes han preservado la fibra moral del país. Ellas, sin mayor prensa ni proclamas, sostuvieron familias rotas por la represión, alimentaron presos, tejieron redes de ayuda, y como Dolores, escribieron cartas. Cartas a presidentes, a obispos, a jueces, al mundo. Cartas que no pretendían derrocar gobiernos, sino recordarle a la nación que existía un umbral de humanidad que no podía cruzarse sin perderse.

Dolores no estaba sola. Fue contemporánea de tantas otras mujeres cuya voz emergió del dolor, pero cuyas palabras se armaron con lógica, elegancia y claridad. Recordemos a Luisa Cáceres de Arismendi, prisionera en la Guerra de Independencia, cuyo estoicismo fue canonizado por la historia. Recordemos a Ana Teresa Ibarra, esposa de José Rafael Pocaterra, que enfrentó la prisión y el exilio sin doblegarse. O a las mujeres que en los años veinte y treinta, desde la cárcel o el exilio, tejían mantas que escondían mensajes o llevaban alimentos envueltos en papel que contenía pasquines y poemas clandestinos.

Es curioso —y revelador— que en su carta, Dolores nunca pida perdón para sus hijos ni niega los cargos. No se detiene en la justificación política, porque sabe que lo que está en juego es mucho más que eso. Lo que exige es que el Estado, aun si considera culpable a un ciudadano, respete su cuerpo, su humanidad, su derecho al abrigo. En su voz hay algo de madre, pero también algo de pedagoga. Le recuerda a Gómez que la ley no se suspende con la sospecha, que el poder no exonera del respeto, que el ejercicio de la autoridad no es licencia para la crueldad.

Y en esa firmeza sin histeria, en esa claridad sin violencia, reside el verdadero valor de su gesto: Dolores Chalbaud denunció sin perder la compostura, protestó sin perder la fe, resistió sin perder la elegancia. Se situó frente al poder como interlocutora moral, no como mendicante. Esa dignidad es la que aún hoy hace de su carta un documento que resiste el olvido.

Más de medio siglo después, cuando el Boletín del Archivo Histórico de Miraflores publicó su texto en 1962, Venezuela ya había cambiado de rostro, pero no del todo de alma. Se había derrocado a Pérez Jiménez, se había fundado una democracia formal, pero persistían —como latidos debajo del suelo— las pulsiones autoritarias, los expedientes amañados, las cárceles opacas. La publicación de la carta en ese momento no fue casualidad. Era un recordatorio: los documentos del pasado no solo conservan historia, también advertencias.

En 1962, el país leía por fin lo que Dolores había escrito medio siglo antes. Y así su palabra cruzó el tiempo y se convirtió en patrimonio común. Ya no hablaba solo como madre de Román o Miguel, sino como voz nacional. Su carta dejaba de ser un documento privado para transformarse en símbolo público: de una Venezuela que todavía sabía distinguir entre justicia y venganza, entre poder y abuso, entre ley y capricho.

Hoy, cuando desde muchos frentes se vuelve a discutir el rol de la mujer en la vida política, sería justo volver a Dolores Chalbaud, no como figura decorativa ni mártir silenciosa, sino como lo que fue: una ciudadana cabal, que escribió una de las piezas más serenas y demoledoras contra la injusticia carcelaria del siglo XX venezolano. Su escritura, como la de otras mujeres de su época, no necesita monumentos para perdurar. Perdura porque lleva en sí una verdad sencilla: que el amor no es ciego, sino clarividente; que la maternidad no excluye la lucidez, sino que la multiplica; que el dolor, cuando se expresa con nobleza, se vuelve argumento político.

Dolores no escribió para la posteridad. Escribió porque no podía callar. Y al hacerlo, dejó una lección imperecedera: que en tiempos de ignominia, la palabra digna es también un acto de resistencia.

Aquí el testimonio de Dolores Chalbaud de Delgado:

Caracas 26 de septiembre de 1913 

Señor General Juan Vicente Gómez, &., &., &.,

Maracay.

Sr Presidente

"Con el debido respeto que se debe al supremo magistrado, me permito escribirle. Preste por un momento atención a una madre que transida de dolor toca a las puertas de su corazón implorando justicia ante el cuadro desgarrador que ofrece hoy su atribulado hogar.

El 17 de mayo fueron asaltados en la calle por la policía, mis dos hijos Miguel y Román Delgado Chalbaud y conducidos a La Rotunda, sin que hasta hoy se hayan llenado los requisitos a que tiene derecho como ciudadanos que reconocen la ley y la Constitución.

Me tomo la libertad de exponerle la manera como están tratados, porque tengo la seguridad que usted ignora por completo lo que pasa con ellos. Están incomunicados; con grillos tan pesados que no es posible pueda resistirlo un hombre; casi desnudos, pues solo les permiten estar en interiores; duermen en una tabla desnuda, sin abrigo alguno, ni una almohada siquiera; no se les permite ni una cuchara de palo para comer, últimamente ni toallas para secarse les permiten porque pueden servirles de abrigo.

Ponga usted respetado General, la mano sobre su corazón y con franqueza, respóndame: Usted que sentiría si tuviera la desgracia de ver sus idolatrados hijos en esa triste situación. De allí pueden salir locos, paralíticos o dementes, pero yo tengo la seguridad que usted no lo permitiría, pues, el representante de la ley y la justicia no lo permitiría al tener de ello conocimiento.

No pido su libertad; pero sí que se les permita cama y abrigo, siquiera, como que estamos en un país civilizado, culto y sobre todo esencialmente católico.

Siete pedazos de mi corazón sufren las consecuencias de la calumnia: cuatro hijos, dos sobrinos y un hermano. Resignada sufro mi pena y solo pido al Ser Supremo no me quite la vida sin que usted respetado señor Presidente, se persuada de que solo la intriga y la envidia han sido el factor principal en mi desgracia; pero a Dios suplico diariamente perdone a los calumniadores y a usted le dé luz mucha luz para que haga justicia.

Si mi protesta llega hoy hasta usted, es porque el convencimiento en que estoy de que no está enterado del modo como se tratan los presos.

El 15 de julio no fue prohibido mandar la comida de nuestras casas, fuimos llamados a la Cárcel para notificarnos el Alcalde que de "Orden Superior" debía entregarse una cantidad para el sostenimiento de los presos en lo sucesivo, y desde esa fecha hasta hoy 26 del presente nos han obligado a entregar la escandalosa y arruinadora suma de 26.160 Bs. distribuidos en esta forma:

La señora de mi hijo Román, 22.000 Bs.; la señora de Antonio M. Dávila, 1260 Bs; a la señora del doctor Eloy Quintero 600 Bs.; a la señora del doctor Eliseo Delgado 160 Bs.; mandado por mi para mi hijo Miguel 2.020 Bs. y para Pablo Balza CH. 220 Bs.; estos al Castillo de Puerto Cabello.

El hogar de mi hijo Román fue violado varias veces por dos oficiales que dijeron ser mandados de Miraflores, uno, y el otro por el Prefecto, esto fue en julio, con una guerrilla de quince hombres y arbitrariamente violaron el hogar sin respetar siquiera los lechos de la familia.

Señor Presidente: con el respeto que se debe al Magistrado, me permito suplicarle la debida atención a lo que dejo expuesto, y a las siguientes apreciaciones y comparaciones que le haré sobre estos acontecimientos: piense por un momento en la triste narración que acabo de hacerle, piense en la responsabilidad de los que a su nombre cometen estos incalificables actos acusados ante usted, y piense en el trágico fin que puede entender esto indefensos presos, y entonces ordenará el cumplimiento de la Constitución y de las leyes.

Póngase usted por un momento en la horrorosa situación de que son víctimas los presos; ponga sus queridos hijos en el triste y conmovedor caso de ver perecer a su padre víctima de la infamia y la calumnia, y ponga a su anciana y honorable madre en esa aterradora, tristísima, y más que desesperante situación en que me encuentro yo, al ver a mis hijos inocentes e indefensos, bajo el efecto de las ya citadas torturas, y ver que puedan éstos mis adorados hijos tener el horripilante y triste fin que han tenido otros muchos inocentes. El calabozo en que está Román a más de ser tan estrecho es antihigiénico, un foco de infección, porque come, habita y hacen todas las necesidades del cuerpo humano en dicho calabozo.

Señor Presidente: yo espero que después de leer esta carta detenidamente hará usted justicia ante la protesta de una madre adolorida que pide al Primer Magistrado de mi Patria el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, y como espero de su caballerosidad ser atendida le suplico su pronta y favorable contestación.

Soy su respetuosa, atenta y S. S.

Dolores, Chalbaud de Delgado, 

Cuartel Viejo a Pineda 34