Dedicado a las madres recién atropelladas
Por José Luis Farías
La solidaridad con los presos políticos opera como un
fenómeno sociológico paradójico: mientras los discursos públicos se fracturan
en ideologías, el núcleo familiar —particularmente las madres— genera una
resistencia visceral que desafía las arquitecturas del poder. Esta fuerza no
nace de manifiestos teóricos, sino del pathos primario que convierte el dolor
privado en grito colectivo. Este mecanismo de la conversión biológica del
sufrimiento en arma política, donde el instinto maternal, despojado de su función
conservadora, se transfigura en agente subversivo. La memoria familiar custodia
verdades que el Estado intenta obliterar. Las madres de presos políticos
encarnan esta función: sus testimonios —oralidad cargada de detalles
domésticos— son documentos históricos que desmontan la retórica
oficial.
La eficacia de estos mensajes reside en su carga de
verosimilitud doméstica: mientras los Estados fabrican realidades abstractas
("seguridad nacional", "enemigo interno"), las madres
exhiben pruebas tangibles: una carta manchada de sopa, una muela rota, unos
moretones, unas fracturas, una camisa raída.
La solidaridad familiar con los presos políticos revela que los Estados pueden encarcelar cuerpos, pero no pueden confiscar los vínculos biológicos que los deslegitiman. Las madres, al documentar la crueldad con la prosa íntima de quien plancha camisas o cuenta cucharadas de medicina, crean un contra-archivo que sobrevivirá a las versiones oficiales. Son archivos del instinto.
La historia la escriben no los vencedores, sino quienes
recuerdan el peso exacto de los grillos en los tobillos de sus hijos. Estos
testimonios —infinitamente repetidos, universalmente ignorados— son la semilla
de esa otra historia que florece cuando los muros caen.
La Carta y la Piedra
En la Venezuela de 1913, cuando la palabra se pronunciaba aún
con la esperanza del eco republicano, y los hombres cargaban la memoria de una
independencia aún no saldada en dignidad, una mujer se sentó a escribir una
carta. No fue un ruego lastimero ni la súplica teatral que en tiempos de
tiranía podía salvar una vida. Fue, como lo diría después algún lector
ilustrado del Archivo de Miraflores, un acta notarial de los tormentos,
testimonio austero de una dignidad herida que no perdió la razón ni ante el dolor.
Dolores Chalbaud de Delgado, dama de la sociedad caraqueña,
madre, esposa, ciudadana, levantó su voz —sin estridencia, sin retórica— ante
el hombre que por entonces hacía las veces de país: Juan Vicente Gómez,
Presidente perpetuo, dictador a medio paso del mito. No se dirigía a él como
súbdita, sino como madre. Y en esa apelación silenciosa al sentimiento humano,
ofrecía un espejo moral donde el poder podía reflejarse y reconocerse... o
negarse.
La carta, enviada desde Caracas a Maracay el 26 de septiembre
de aquel año sombrío, no apareció en la prensa de entonces, como tampoco lo
hizo la mayoría de los gemidos que se ahogaban en La Rotunda. Solo medio siglo
después, en marzo de 1962, rescatada por el celo archivístico y el sentido de
la justicia histórica de Ramón J. Velázquez, fue publicada en el “Boletín del
Archivo Histórico de Miraflores”, ediciones 17 y 18. Para entonces, la patria
ya había llorado otras ausencias, y la crueldad de las prisiones gomecistas se
había vuelto leyenda.
Pero lo que la carta revela no es leyenda sino carne viva: el
cuerpo atado por grilletes, la piel que no abriga la ropa, la espalda que
duerme sobre una tabla. Lo que allí se transcribe es el alma de una madre que
no clama por absolución, sino por condiciones humanas mínimas: cama, abrigo,
cuchara, toalla. No pide libertad, porque sabe —con el estoicismo terrible que
otorgan los días de visita carcelaria— que esa palabra está abolida. Pide
apenas lo que el sentido común y el Evangelio mandan. Pero, sobre todo, escribe
porque sabe que el silencio es cómplice.
A esa Venezuela no le faltaban mártires, pero pocos tenían
madre que escribiera con semejante exactitud, con tan disciplinado dolor.
Miguel y Román Delgado Chalbaud, hijos de Dolores, fueron arrastrados por las
patrullas del régimen a las celdas de La Rotunda el 17 de mayo. No hubo juicio
ni causa formal. Apenas la sombra de la disidencia, el rumor del desacato, la
sospecha de que llevaban en su sangre más República de la que podía tolerar el
régimen.
Román, quien más tarde sería figura clave en los avatares
políticos del país, y Miguel, cuyo nombre no retendría el bronce oficial,
sufrieron la común suerte de tantos jóvenes de su tiempo: la del encierro sin
forma legal, la del cuerpo convertido en blanco de ensayos punitivos, la del
alma disuelta entre hedores y humillaciones. En el calabozo donde yacía Román
—narra su madre sin metáfora alguna— no había separación entre el comer, el
dormir y el defecar. Un foco de infección, una celda sin aire ni moral, un
anticipo de la muerte.
Pero esta crónica no está escrita solo sobre la tragedia de
los hermanos Delgado Chalbaud. Está escrita sobre la palabra como resistencia.
Porque lo esencial en este documento no es el dato frío, ni siquiera la
denuncia del tormento físico: es la compostura con que Dolores Chalbaud acusa
sin gritar, reclama sin insultar, y retrata sin aspavientos el envilecimiento
de la legalidad.
Toda la carta está marcada por una extraña cortesía que no
debe confundirse con sumisión. Se dirige al “respetado General”, al “supremo
magistrado”, con un tono que, leído con atención, tiene más de ironía trágica
que de reverencia real. La mujer no ignora que escribe al responsable último de
la desgracia, pero quiere, quizás, empujarle al límite de su conciencia. Le
pregunta, como madre a padre: "¿qué sentiría usted si viera a sus hijos
así tratados?" Es esa la pregunta que resume toda la dignidad republicana
que el país había perdido y que ella, desde su silla de madre, intenta
restaurar.
No hay petición de privilegios. Hay descripción precisa de
los costos que impone la infamia. El Estado, en vez de justicia, exige dinero:
veintiséis mil ciento sesenta bolívares repartidos entre esposas y madres para
poder alimentar a los presos. La justicia se convierte en extorsión, la ley en
chantaje económico. Y la vida familiar, que debía ser refugio, es violada una y
otra vez por hombres armados que se amparan en “órdenes superiores”.
Y entonces se alza la frase más temible que puede surgir de
la pluma de una mujer no habituada al foro público: “Siete pedazos de mi
corazón sufren la consecuencia de la calumnia”. La imagen no busca la
compasión, sino la verdad. Cuatro hijos, dos sobrinos, un hermano: todos
perseguidos. Y ella, en vez de maldecir, eleva una oración para que Dios “dé
luz, mucha luz” al dictador, y perdone a los calumniadores. Esa fe no es
ingenua. Es la forma última de la resistencia: responder al odio con firmeza y
piedad, sin abdicar de la justicia.
Dolores Chalbaud escribió su carta, sin saber si llegaría o
sería leída. La escribió como se escribe una declaración de principios. Y por
eso, más de un siglo después, ese texto sigue hablándonos. No solo de la
ferocidad de los regímenes que encarcelan cuerpos para apagar ideas. También
nos habla de la fuerza civil que sobrevive entre ruinas: esa que se niega a que
el terror destruya la decencia, que exige trato humano en tiempos inhumanos,
que se atreve a poner nombre y cifra al dolor, sin rebajarlo al llanto fácil ni
convertirlo en consigna.
En esta primera parte del testimonio, el país aún no ha
cambiado. Pero ya hay una grieta en la piedra: la palabra ha sido enviada, la
carta está escrita. El juicio de la historia ha comenzado.
Herencia del sacrificio
La historia, que a menudo parece una cadena de rupturas
súbitas y terremotos visibles, se mueve en verdad al ritmo soterrado de las
continuidades: dramas familiares que atraviesan generaciones, gestos políticos
que se heredan como oficios, silencios que se transforman con el tiempo en
pólvora. En el caso de Román Delgado Chalbaud, la prisión de 1913 no fue una
anomalía biográfica, sino el primer acto de una tragedia familiar que, como un
río turbio, desembocaría dos décadas después en el asesinato de un hijo y en la
perpetua oscilación entre poder y martirio.
Pero volvamos a ese hombre antes de La Rotunda. Román Delgado
Chalbaud, nacido en 1882, no era un agitador de café ni un diletante del
liberalismo. Era un oficial de marina condecorado, formado en la disciplina
rigurosa de las ciencias náuticas y en la sensibilidad de los ideales
republicanos. Había servido bajo Cipriano Castro, combatido con valor en la
Guerra de los Cinco Años, y como tantos otros, había asistido al ascenso de
Gómez con una mezcla de esperanza y reserva. Sin embargo, en poco tiempo, la verticalidad
militar de Gómez, su inclinación al poder sin límites y su hostilidad hacia el
debate, transformaron la prudencia de Román en disidencia, y su decoro en
amenaza.
Su detención, junto con la de su hermano Miguel, se dio sin
previo aviso ni acusación concreta. No hubo expediente ni interrogatorio
formal. Hubo simplemente un decreto sin firma, una orden sin rostro, la
pesadilla burocrática que caracteriza a los sistemas que convierten el miedo en
razón de Estado. Así fue llevado a La Rotunda, esa cárcel infame que, más que
institución penal, era laboratorio de tormentos, teatro de la abyección donde
el gobierno probaba sus castigos como quien afina un violín con alambre
oxidado.
La cárcel no fue para Román una pausa sino una fractura. Allí
perdió la salud física, la posibilidad de mando, el brillo de la mirada
marcial. Pero no perdió el temple. Y tal vez por eso su madre, en su célebre
carta, no pedía indulgencia ni libertad, sino apenas abrigo y cucharas. Sabía
que su hijo, si salía, no sería el mismo. Pero también sabía que no saldría
vencido.
Los relatos de quienes compartieron encierro con él coinciden
en su conducta estoica. No se doblegó ni recurrió a las súplicas que otros
emitían en la noche, entre delirios de fiebre. Era uno de esos presos que saben
que el cuerpo puede ser humillado, pero no el espíritu. Y eso —paradoja cruel—
lo convertía en blanco preferido del verdugo. Un rehén que no grita, un preso
que no maldice, es para el torturador una afrenta personal. Y Román lo era.
Cuando salió de prisión, varios años más tarde, llevaba sobre
sus hombros no sólo los grillos ya oxidados, sino la vocación aún viva de
redención nacional. Su salud estaba minada, pero su conciencia intacta. Su
figura volvió a la esfera pública como la de un símbolo: el militar que había
resistido la barbarie con dignidad, el hijo cuya madre había escrito al poder
sin temblor, el civil en armas que se negó a ser cómplice del silencio.
Y así fue como Román, lejos de retirarse al exilio interior,
decidió consumar su oposición al régimen, y su venganza contra el dictador, por
la vía del acto extremo: la conspiración armada. En 1929, al frente del célebre
“Falke”, un buque alemán fletado en la clandestinidad, intentó desembarcar en
Venezuela con un grupo de exiliados e idealistas. Su proyecto, sin embargo, fue
traicionado, mal ejecutado o simplemente vencido por la fuerza colosal del
régimen gomecista, que ya había aprendido a convertir los intentos
revolucionarios en espectáculos de escarmiento.
Román fue muerto apenas tocó tierra y avanzó sobre la calle
"Larga" de Cumaná. Esta vez no hubo tiempo de cartas ni súplicas.
Cayó en combate sin juicio, como muchos de su expedición. Murió como había
vivido: sin pactar con la infamia, sin renunciar a la justicia, sin pedir
perdón. Pero lo más significativo es que su muerte no fue el final de la
historia, sino el umbral de otra más terrible.
Porque años después, su hijo —Carlos Delgado Chalbaud— se
convertiría en presidente de facto de Venezuela, militar y civil como su padre,
actor de una compleja transición entre dictaduras. Y también él moriría de
forma violenta, asesinado en 1950, en un secuestro absurdo que aún carga las
sombras de conspiraciones no resueltas. Así, la saga de los Delgado Chalbaud
parece sellada por una ley trágica: hombres educados en el deber, vencidos no
por el fracaso personal, sino por la estructura misma de la violencia nacional.
No es gratuita esta conexión genealógica. En la Venezuela del
siglo XX —y acaso también en la del XXI— los dramas políticos rara vez se
circunscriben al individuo. Cada figura pública arrastra tras de sí una
historia de padres, esposas, hermanos, silencios. El país no ha sabido separar
nunca la familia del poder, el afecto del Estado, la sangre de la política. La
carta de Dolores Chalbaud, en este sentido, no es sólo testimonio de un
momento, sino de una forma de ser república desde la herida doméstica.
Porque lo que ella denunció —ese cuerpo que come, duerme y
defeca en el mismo espacio; ese hijo atado por grilletes que parecen hechos más
para la exhibición que para la sujeción— no era una excepción sino un retrato
de época. Y cuando años más tarde Carlos, el hijo del muerto en batalla,
llegaba a la presidencia, ya sabía —en la carne y la memoria— que el poder no
se hereda sin culpa ni se ejerce sin riesgo.
En ese sentido, el nombre de Román Delgado Chalbaud debería
figurar no sólo entre los mártires de la dictadura de Gómez, sino también entre
los fundadores frustrados de una Venezuela republicana que, cada tanto, renace
en la palabra de una madre, en la carta clandestina, en el gesto sin aspaviento
de quienes se niegan a callar.
Así, lo que comenzó como un testimonio de prisión se
convierte, en perspectiva, en una genealogía del sacrificio. Román no fue
mártir por vocación ni héroe por encargo. Fue simplemente un hombre que no supo
—o no quiso— vivir de rodillas. Y esa elección, en un país donde el poder exige
sumisión o destierro, suele costar la vida.
La historia de la carta de Dolores Chalbaud no termina en la
respuesta (que nunca llegó) de Gómez. Termina —o continúa— en el cuerpo
acribillado del hijo que intentó restaurar la ley con armas, y en el nieto que
moriría en el poder sin haber resuelto los dilemas de su estirpe. Por eso, más
que documento de época, la carta es una brújula moral: apunta hacia la región
de los principios, donde aún podemos elegir entre ser cómplices o testigos,
entre ser verdugos o madres que escriben cartas.
La Carta y la Conciencia
Cuando se repasa la historia venezolana con el lente de las
resistencias civiles, no son pocas las ocasiones en que la figura de la mujer
aparece no como ornamento literario o pieza sentimental del drama, sino como
columna oculta de la dignidad nacional. Entre los nombres olvidados y los
rostros anónimos, se dibujan perfiles que no entraron a los salones del poder
ni llevaron uniforme, pero que supieron dejar huella donde más dolía: en la
conciencia. Dolores Chalbaud de Delgado pertenece, sin lugar a duda, a esa
estirpe.
A diferencia de los próceres, cuyas vidas suelen reducirse a
fechas de batallas y proclamas, Dolores no empuñó fusil ni firmó decretos. Su
acto fue otro: escribió. Y lo hizo desde el sitio más vulnerable que puede
ocupar un ser humano: el de una madre que ve a sus hijos desvanecerse en la
sombra del calabozo. Pero su carta, que podría haber sido un desahogo íntimo, o
una súplica vencida por la desesperación, fue, en cambio, una pieza cívica. Una
súplica, sí, pero escrita con lógica jurídica, fervor religioso y precisión
contable. Una oración que era también acta, una súplica que contenía en su
interior la semilla de un juicio moral.
En esa misiva, escrita el 26 de septiembre de 1913, Dolores
encarna la doble conciencia que muchas mujeres de su tiempo cargaron sin
aspavientos: el dolor doméstico y la lucidez política. Habla del frío de sus
hijos y de la podredumbre de los calabozos, pero también del atropello a la
Constitución, del costo económico del encierro injusto, de la hipocresía de una
nación que se dice civilizada y católica mientras despoja a los presos hasta de
una toalla.
Si a lo largo de nuestra historia los hombres han
monopolizado los discursos oficiales, los partes de guerra y los retratos en
las paredes del Palacio Federal Legislativo, han sido, en no pocas ocasiones,
las mujeres quienes han preservado la fibra moral del país. Ellas, sin mayor
prensa ni proclamas, sostuvieron familias rotas por la represión, alimentaron
presos, tejieron redes de ayuda, y como Dolores, escribieron cartas. Cartas a
presidentes, a obispos, a jueces, al mundo. Cartas que no pretendían derrocar
gobiernos, sino recordarle a la nación que existía un umbral de humanidad que
no podía cruzarse sin perderse.
Dolores no estaba sola. Fue contemporánea de tantas otras
mujeres cuya voz emergió del dolor, pero cuyas palabras se armaron con lógica,
elegancia y claridad. Recordemos a Luisa Cáceres de Arismendi, prisionera en la
Guerra de Independencia, cuyo estoicismo fue canonizado por la historia.
Recordemos a Ana Teresa Ibarra, esposa de José Rafael Pocaterra, que enfrentó
la prisión y el exilio sin doblegarse. O a las mujeres que en los años veinte y
treinta, desde la cárcel o el exilio, tejían mantas que escondían mensajes o
llevaban alimentos envueltos en papel que contenía pasquines y poemas
clandestinos.
Es curioso —y revelador— que en su carta, Dolores nunca pida
perdón para sus hijos ni niega los cargos. No se detiene en la justificación
política, porque sabe que lo que está en juego es mucho más que eso. Lo que
exige es que el Estado, aun si considera culpable a un ciudadano, respete su
cuerpo, su humanidad, su derecho al abrigo. En su voz hay algo de madre, pero
también algo de pedagoga. Le recuerda a Gómez que la ley no se suspende con la
sospecha, que el poder no exonera del respeto, que el ejercicio de la autoridad
no es licencia para la crueldad.
Y en esa firmeza sin histeria, en esa claridad sin violencia,
reside el verdadero valor de su gesto: Dolores Chalbaud denunció sin perder la
compostura, protestó sin perder la fe, resistió sin perder la elegancia. Se
situó frente al poder como interlocutora moral, no como mendicante. Esa
dignidad es la que aún hoy hace de su carta un documento que resiste el olvido.
Más de medio siglo después, cuando el Boletín del Archivo
Histórico de Miraflores publicó su texto en 1962, Venezuela ya había cambiado
de rostro, pero no del todo de alma. Se había derrocado a Pérez Jiménez, se
había fundado una democracia formal, pero persistían —como latidos debajo del
suelo— las pulsiones autoritarias, los expedientes amañados, las cárceles
opacas. La publicación de la carta en ese momento no fue casualidad. Era un
recordatorio: los documentos del pasado no solo conservan historia, también
advertencias.
En 1962, el país leía por fin lo que Dolores había escrito
medio siglo antes. Y así su palabra cruzó el tiempo y se convirtió en
patrimonio común. Ya no hablaba solo como madre de Román o Miguel, sino como
voz nacional. Su carta dejaba de ser un documento privado para transformarse en
símbolo público: de una Venezuela que todavía sabía distinguir entre justicia y
venganza, entre poder y abuso, entre ley y capricho.
Hoy, cuando desde muchos frentes se vuelve a discutir el rol
de la mujer en la vida política, sería justo volver a Dolores Chalbaud, no como
figura decorativa ni mártir silenciosa, sino como lo que fue: una ciudadana
cabal, que escribió una de las piezas más serenas y demoledoras contra la
injusticia carcelaria del siglo XX venezolano. Su escritura, como la de otras
mujeres de su época, no necesita monumentos para perdurar. Perdura porque lleva
en sí una verdad sencilla: que el amor no es ciego, sino clarividente; que la
maternidad no excluye la lucidez, sino que la multiplica; que el dolor, cuando
se expresa con nobleza, se vuelve argumento político.
Dolores no escribió para la posteridad. Escribió porque no
podía callar. Y al hacerlo, dejó una lección imperecedera: que en tiempos de
ignominia, la palabra digna es también un acto de resistencia.
Aquí el testimonio de Dolores Chalbaud de Delgado:
Caracas 26 de septiembre de 1913
Señor General Juan Vicente Gómez, &., &., &.,
Maracay.
Sr Presidente
"Con el debido respeto que se debe al supremo
magistrado, me permito escribirle. Preste por un momento atención a una madre
que transida de dolor toca a las puertas de su corazón implorando justicia ante
el cuadro desgarrador que ofrece hoy su atribulado hogar.
El 17 de mayo fueron asaltados en la calle por la policía,
mis dos hijos Miguel y Román Delgado Chalbaud y conducidos a La Rotunda, sin
que hasta hoy se hayan llenado los requisitos a que tiene derecho como
ciudadanos que reconocen la ley y la Constitución.
Me tomo la libertad de exponerle la manera como están
tratados, porque tengo la seguridad que usted ignora por completo lo que pasa
con ellos. Están incomunicados; con grillos tan pesados que no es posible pueda
resistirlo un hombre; casi desnudos, pues solo les permiten estar en
interiores; duermen en una tabla desnuda, sin abrigo alguno, ni una almohada
siquiera; no se les permite ni una cuchara de palo para comer, últimamente ni
toallas para secarse les permiten porque pueden servirles de abrigo.
Ponga usted respetado General, la mano sobre su corazón y con
franqueza, respóndame: Usted que sentiría si tuviera la desgracia de ver sus
idolatrados hijos en esa triste situación. De allí pueden salir locos,
paralíticos o dementes, pero yo tengo la seguridad que usted no lo permitiría,
pues, el representante de la ley y la justicia no lo permitiría al tener de
ello conocimiento.
No pido su libertad; pero sí que se les permita cama y
abrigo, siquiera, como que estamos en un país civilizado, culto y sobre todo
esencialmente católico.
Siete pedazos de mi corazón sufren las consecuencias de la
calumnia: cuatro hijos, dos sobrinos y un hermano. Resignada sufro mi pena y
solo pido al Ser Supremo no me quite la vida sin que usted respetado señor
Presidente, se persuada de que solo la intriga y la envidia han sido el factor
principal en mi desgracia; pero a Dios suplico diariamente perdone a los
calumniadores y a usted le dé luz mucha luz para que haga justicia.
Si mi protesta llega hoy hasta usted, es porque el
convencimiento en que estoy de que no está enterado del modo como se tratan los
presos.
El 15 de julio no fue prohibido mandar la comida de nuestras
casas, fuimos llamados a la Cárcel para notificarnos el Alcalde que de
"Orden Superior" debía entregarse una cantidad para el sostenimiento
de los presos en lo sucesivo, y desde esa fecha hasta hoy 26 del presente nos
han obligado a entregar la escandalosa y arruinadora suma de 26.160 Bs.
distribuidos en esta forma:
La señora de mi hijo Román, 22.000 Bs.; la señora de Antonio
M. Dávila, 1260 Bs; a la señora del doctor Eloy Quintero 600 Bs.; a la señora
del doctor Eliseo Delgado 160 Bs.; mandado por mi para mi hijo Miguel 2.020 Bs.
y para Pablo Balza CH. 220 Bs.; estos al Castillo de Puerto Cabello.
El hogar de mi hijo Román fue violado varias veces por dos
oficiales que dijeron ser mandados de Miraflores, uno, y el otro por el
Prefecto, esto fue en julio, con una guerrilla de quince hombres y
arbitrariamente violaron el hogar sin respetar siquiera los lechos de la
familia.
Señor Presidente: con el respeto que se debe al Magistrado,
me permito suplicarle la debida atención a lo que dejo expuesto, y a las
siguientes apreciaciones y comparaciones que le haré sobre estos
acontecimientos: piense por un momento en la triste narración que acabo de
hacerle, piense en la responsabilidad de los que a su nombre cometen estos
incalificables actos acusados ante usted, y piense en el trágico fin que puede
entender esto indefensos presos, y entonces ordenará el cumplimiento de la
Constitución y de las leyes.
Póngase usted por un momento en la horrorosa situación de que
son víctimas los presos; ponga sus queridos hijos en el triste y conmovedor
caso de ver perecer a su padre víctima de la infamia y la calumnia, y ponga a
su anciana y honorable madre en esa aterradora, tristísima, y más que
desesperante situación en que me encuentro yo, al ver a mis hijos inocentes e
indefensos, bajo el efecto de las ya citadas torturas, y ver que puedan éstos
mis adorados hijos tener el horripilante y triste fin que han tenido otros
muchos inocentes. El calabozo en que está Román a más de ser tan estrecho es
antihigiénico, un foco de infección, porque come, habita y hacen todas las
necesidades del cuerpo humano en dicho calabozo.
Señor Presidente: yo espero que después de leer esta carta
detenidamente hará usted justicia ante la protesta de una madre adolorida que
pide al Primer Magistrado de mi Patria el cumplimiento de la Constitución y de
las leyes, y como espero de su caballerosidad ser atendida le suplico su pronta
y favorable contestación.
Soy su respetuosa, atenta y S. S.
Dolores, Chalbaud de Delgado,
Cuartel Viejo a Pineda 34