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17 mayo, 2025

Tiempos oscuros

Por Enrique Ochoa Antich*

Como todos los días, Hilarión Castellá despertó temprano. Miró a través de la cortina el marco de luz de la ventana y oyó a las cigarras estridulando al amanecer. Luego, como todos los días, en lo primero que pensó fue en la política. Sentado un rato largo al borde de la cama, "Vainas de viejo", se dijo, volvió a hacerse la promesa que se hacía cada mañana pero postergaba siempre: escribir algunas cuartillas sobre política, su oficio de toda la vida, y no literatura, que era su otra pasión, tal vez la más querida.

—Hoy sí —murmuró.

Se puso de pie. Se aseó. Fue a la cocina a prepararse el desayuno: dos sándwiches con media rebanada de queso cada uno y el café bien cargado y muy dulce, y de nuevo, como todas las mañanas, pensó en el tema que abordaría. Incluso rumió los posibles títulos: sobre la amenazante reforma, sobre la democracia simulada, sobre la nación fisurada y desencontrada.

Mientras escuchaba borbotear el café, volvió a sentir la duda punzante: ¿en serio valía la pena gastar una mañana de su vida, es decir, quitarle cinco horas de trabajo a la literatura, para redactar un artículo que muy pocos leerían y que ningún impacto tangible tendría sobre los procesos políticos en curso?

Desde la mesa del comedor oteó al país en cenizas que lo rodeaba. La patria que le dolía en el lado izquierdo del pecho. Parafraseando al Zavalita de Mario Vargas Llosa se preguntó: ¿Cuándo se jodió Venezuela?

Sus mejores gobernantes, "...o los menos malos", se corrigió, habían dejado por herencia un país revuelto y desperolado. Hilarión Castellá volvía la mirada atrás y, como a Vallejo, la vida se le empozaba como un charco de culpa en la mirada. Barullos monetarios, pobreza, hambre. Un viernes negro. La masacre de los inocentes. Dos golpes militares fallidos. Pero podía decirse en propiedad que aquello era más o menos un país. En cambio, esto de hoy apenas es un territorio con gente encima, todo en ruinas, todo devastado. Revolución confusa. Revolución fingida. El general Bolívar mira con desprecio a quienes usurpan su nombre. Es en estos instantes cuando Hilarión Castellá se siente vencido, lúgubre, funesto. Entonces, como el poeta, cree ver la figura de don Quijote pasarociosa y abollada va en el rucio la armadura, y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar… Y luego, con algo de bochorno, recita los versos cantados de León Felipe:

—... que yo también voy cargado de amargura y no puedo batallar.

Se puso de pie. Llevó el plato y la taza a la cocina y los lavó de una vez para salir de eso. Mientras lo hacía, prosiguió con sus meditaciones errabundas. ¿Tendría algún sentido ponerlas por escrito?

Algo habían hecho mal los camaradas. Algo habíamos hecho mal los venezolanos. Porque en esta catástrofe todos habíamos tenido parte. Unos más, otros menos, pero todos… Hilarión Castellá trató de recapitular algunos episodios elocuentes. El primero de todos, la elección de un chafarote ignaro y mesiánico, una vez desfondados los partidos históricos. Le hervía la sangre cuando escuchaba a gente inteligente y culta exculpando al tiranuelo. “De esos polvos vinieron estos lodos”, cavila. Una Constituyente ilegítima que convirtió mediante un truco de feria un sesenta por ciento electoral en un noventa y ocho por ciento de representación. Una Constitución implantada con base en el disenso y no del consenso y sancionada por el voto de sólo un tercio de los electores... Al menos la anterior había sido rubricada por todos, desde los socialcristianos hasta los comunistas, con apoyo popular indiscutible pues sus redactores recibieron, dos años después de su aprobación, el voto del noventa y cinco por ciento de todo el padrón electoral activo.

Hic est quaestio —soltó Hilarión Castellá— Origo omnium, origin defectum.

Luego de aquellos latinajos, bajó de nuevo la mirada y pensó en cristiano: el origen del mal. Pero la lista de yerros y disparates posteriores era larga y abundosa. Los insultos y el lenguaje soez del nuevo presidente. Ya lo había dicho Sartre: Las palabras son actos. Luego la torpeza y el crimen del golpe de abril: generales y almirantes de utilería, fariseos con sotana, ricachones avariciosos, y los gringos, siempre los gringos. Después la estupidez supina del paro de diciembre. Más tarde, el revocatorio y la abstención, que sellaron el acta de nacimiento del partido-Estado. Arrastrados por los peregrinos de la deslegitimación del régimen y de la salida de fuerza, los oposicionistas abandonaron sus curules parlamentarios. Acto seguido, fue designado un camarada para cada Poder.

—A ver, a ver, opositores queridos de mi corazón —murmura Hilarión Castellá— ¿Por qué tanto aspaviento con la autocracia que nos agobia si vosotros mismos la habéis creado?

En adelante, el sistema chaviano se volvió inconstitucional.

Hilarión Castellá sintió de nuevo que este repaso carecía de sentido, de interés alguno. Con algo de vergüenza tarareó la canción de Mecano, que estuvo de moda hacía años: ¡Ay, qué pesado, qué pesado!, Siempre pensando en el pasado. Pero la historia explica el presente y ofrece las claves del porvenir.

Fueron entonces los endriagos del populismo y del estatismo, con sus fauces de serpiente y sus colas de dragón. Hilarión Castellá hace memoria. Hubo paz durante una década entera, sin paros ni sanciones. Tuvieron todo el poder y todo el dinero. Pero seis años antes de la muerte del Gran Hablador ya la mercadería agrícola e industrial se había precipitado en un pozo sin fondo: azúcar, maíz, leche, arroz, café, caraotas, papa, cebolla, aceite, fertilizantes, cemento, hierro, acero, aluminio, asfalto, automóviles… Todo, todo.

—¡Ah, Caudillo Único de la Causa! —exclama el escribidor en ciernes— Cuánto desbarajuste causaste.

Poco importaba su vocación justiciera y emancipadora. Hilarión Castellá evocó la sentencia de sus mayores: De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Con ancestros búlgaros y polacos, un ministro del Antiguo Régimen dobló en tres años el estipendio mínimo nacional y lo entregó a casi medio millar de dólares al Gran Parlanchín. Al momento de partir de este Valle de Lágrimas tres lustros después, el Gran Parlanchín lo heredó en cien… y cayendo… hasta la sal y agua de hoy.

Lavada la loza, Hilarión Castellá se dirigió al escritorio, una vieja pieza de palo-de-rosa Luis XV, herencia paterna. Se sentó en la acolchada butaca, resuelto a escribir el artículo que se había prometido. Encendió su Chromebook. Pero antes continuó recapitulando.

Controles y más controles: de precios, de cambio. Estatizaciones y más estatizaciones. "¡Exprópiese! ¡Exprópiese! ¡Exprópiese!", creyó escuchar que decía una voz de ultratumba. ¡Mil empresas confiscadas y quebradas todas! En los preámbulos del gran estropicio revolucionario, había doce mil industrias. Al fallecimiento del Gran Demagogo quedaban en pie apenas dos mil. Si ves las barbas de tu vecino arder...

Pero el excremento del diablo se reditúa en tres decenas de miles de millones de dólares. Festín de Baltasar. Menes Tekel Ufarsin. Así está escrito en el Libro de Daniel: desgracia inminente, anuncio de la caída de Babilonia en manos de los persas: Ha contado Dios tu reino y le ha puesto fin. Síndrome holandés es llamado el morbo que nos aqueja. Al momento de entregar su alma, el Charlatán Supremo legó tres veces más deuda que la que encontró cuando llegó al gobierno quince años antes.

Y la corrupción... ¡ay, la corrupción! Copados todos los Poderes por el partido-Estado, pagándose y dándose el vuelto, sin interpelaciones ni investigaciones parlamentarias como antes, sin opinión pública que merezca llamarse tal, sin una Contraloría ni un Poder Judicial ni un Fiscal General más o menos autónomos, los pillos del tesoro público se han multiplicado como conejos, desde los grandes señores del dinero mal habido hasta los pequeños rateros en la planta baja de la nomenklatura.

Ponzoñosa la herencia chaviana. Torpe el Designado al pretender repetir el modelo de su Gran Valedor.

—¡Hijo de Dios! —le espeta Hilarión Castellá — ¿No reparaste en que las arcas estaban exhaustas?

Bajo las narices del Designado estalló la bomba de tiempo hiperinflacionaria que le fue legada por su Gran Preceptor y que no tuvo la pericia de desactivar.

Pero a esta catástrofe facturada desde el poder, desde el Estado, desde el partido-Estado, se añadió la propiciada desde la oposición extremista tutelada por el imperio. Hoy, el país parecía repetirse a sí mismo, como un espejo contra otro espejo. El palurdo dilema de si votar o no. Los espejismos de dudosas implosiones del régimen. Los repugnantes ruegos por invasiones gringas.

Dubitativo frente al teclado, Hilarión Castellá sintió que en su país el tiempo transcurría en círculos, y repitió en voz alta la afamada sentencia de Úrsula Iguarán:

“Ya esto me lo sé de memoria… Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio”.

—En estas circunstancias —gruñe e inquiere Hilarión Castellá— ¿vale la pena borronear unas cuartillas que son la repetición de otras cuartillas que a su vez son la repetición de las que he escrito cientos de veces? ¿Tiene sentido hacerse parte del bucle?

***

El cadáver del Eterno dio tres vueltas en su sepulcro del Cuartel de la Montaña. Con las tablas en la cabeza, a despecho del mandato chaviano, zafándose del legado ponzoñoso de los controles, aminorando el engañoso dispendio, el nuevo gobierno en su segundo mandato (más vale tarde que nunca) ha liberalizado sus estrategias económicas, como mandaba el sentido común. Privatizaciones. Exención de controles. Apertura a los capitales del mundo. “¡Ah, carajo!”, comentaron entre sí los oposicionistas del antichavismo patológico, “¿Y esta vaina?” Como Lenin en 1902, se preguntaron: ¿qué hacer? Y tuvieron una genial idea: suplicar a los gringos y europeos la promulgación de sanciones de todo tipo.

De esta guisa, conquistaron la Asamblea Nacional e instalaron allí una flamante mayoría parlamentaria para poca sea de Dios la cosa. “Al final de las cuentas”, piensa Hilarión Castellá, “todo fue echado al tacho de la basura”. El escribidor tantea las teclas de su Chromebook. ¿Escribirá o no el artículo por meses postergado? Entonces se hace la pregunta de siempre:

—¿Política o literatura?  

En cualquier caso, Hilarión Castellá hace memoria. Por esa época fueron las "guarimbas", zagaletones con escudos de cartón piedra empujados a la primera línea de batalla por unos cobardes que se cuidaban en la retaguardia. Cientos de muertes inútiles de lado y lado.

Obtusos y desenfocados, los diputados oposicionistas acusaron de abandonar el cargo a quien justamente denunciaban por abusar de él. Cosas veredes, Cid, que farán fablar las piedras, citó entre dientes Hilarión Castellá. Y hubo de verse a un bufón proclamándose rey. Y se le escuchó tartamudear un “Sí o sí” trastornado e irreflexivo... pero nada aconteció. Y fue el sainete de un golpe militar de mentirijillas. “El embauco de La Carlota”, piensa el escribidor titubeante. Y se vio a un puñado de mercenarios bocabajo sobre la arena, capturados en las playas de Macuto.

Pero tan malo, tan malo es el gobierno, tan desquiciada su gestión, tanto el padecimiento de los menesterosos, que el repudio en su contra se hizo clamor de mayorías. No obstante, andan dispersos los contrarios al poder y tan contrarios son que son contrarios entre sí. Disfuncional y desperdigada, la oposición dejó escapar trece gobernaciones a causa de rencillas fútiles y mezquinas. Para rematar, son convocados a primarias los partidarios de la secta de los que se dicen puros pero que en nada lo son. ¿Quién enjuicia a quién? Vade retro dicen a los que hasta ayer eran sus compañeros de lucha, como si satanases fuesen. Zapatean y espantan. Incapaces de concertarse, los tres partidos principales abren la caja de Pandora de unos comicios primarios desbrujulados y sin timonel en el gobernalle… y de ella emerge la peste extremista con cara de mujer. Elegida para candidata fue la aventurera que se cree Juana de Arco. “La valiente que sí derrocará al tirano”, la llaman los ingenuos. ¡Ah, populacho dócil el de los desesperados! 

—Los pueblos hacen su destino —sentencia Hilarión Castellá— …y no es verdad que nunca se equivocan.

¿Qué dice la doña, a ver? Entre otras perlas, suelta esta amenaza no más iniciar su campaña: "Maduro, ven pa'cá, yo lo que quiero es verte preso".

—¡A ver, María, a ver! —impreca Hilarión Castellá— ¿Y así querías que te entregaran el poder?

No nos es dado saber si un acuerdo previo era posible pues es febril la vocación totalitaria de los camaradas... Pero lo que sí resulta indudable es que los jefezuelos extremistas icieron todo cuanto estaba en sus manos para que no lo hubiera. Victoria electoral cantada convertida en derrota política. Mientras los opositores no asuman su parte de culpa en el estropicio no han de descifrar los signos en las estrellas ni han de concebir una estrategia eficaz. 

Como un rumor ensordecedor, Hilarión Castellá cree escuchar las voces de los contrarios, sus denuestos e insultos. Oficialistas aquí y oposicionistas allá. Escribidor aplicado, toma nota: escuálidos, chusma, gusanos, alacranes, ratas, arrastrados, piojosos, alimañas, sabandijas, tarados, zarrapastrosos, tarifados, narco-comunistas...

—¿Es que así puede construirse un país? —se pregunta apesadumbrado.

Hilarión Castellá abre la página en blanco de Google docs que se despliega en la pantalla. Sus dedos dudan trémulos sobre el teclado. ¿Escribirá de política? ¿Escribirá literatura?

Es shakespeareana esta comedia de las equivocaciones en que devino su pobre nación echada al estercolero.

Vino entonces a su mente el conmovedor poema de Cortázar titulado La patria en que se leen estos versos:

Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba,

pobre sombra de país, lleno de vientos,

de monumentos y espamentos,

de orgullo sin objeto, sujeto para asaltos,

escupido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas,

repartiendo escarapelas en la lluvia...

***

Como todas las mañanas, Hilarión Castellá se pregunta si ha de escribir las cuartillas sobre política que, como cada día al despertar, se había prometido. Sí, de política, su oficio de toda la vida, aunque hubiese tomado distancia del fragor de la contienda, y no de literatura, que era acaso su pasión más querida.

Hilarión Castellá ha abandonado el activismo de la política. Eso lo saben todos. 

—Lo que no está claro todavía es si yo dejé la política o la política me dejó a mí —rumia con algo de amargura.

Sus dedos vacilan sobre el teclado. Pero antes de tipear la primera palabra, su mente tantea el porvenir. Como un oráculo. Como un profeta. ¿Debe contar lo que ven sus ojos ciegos?

Las gentes no concurren a los comicios de mayo, o muy pocas. Por consecuencia, los dueños del poder se hacen de las dos terceras partes de la cámara.

Con redoblantes y trompetas, los furibundos de la ultraderecha se adjudican una victoria retumbante. En un primer momento, la Gran Habladora hace creer que la masiva contención de los electores confirma sus certezas. Pero esa aclamación será efímera.

Los prosélitos de la Gran Señora quedan sembrados al centro del pantano, convertidos en estatuas de sal. ¡Ah, la mujer de Lot, con la mirada vuelta a Sodoma! Hubo una vez una victoria electoral… Hubo una vez… “Que nadie se mueva hasta que esa victoria sea reconocida y consumada…”, exclama con iracundia la Gran Demagoga. “¡Que nadie pase la página!”, insiste.

Pero ninguno de sus acólitos otea la tierra prometida. Pasa el tiempo y el Palacio del Poder no es expugnado. El Presidente sigue siendo el que es y Miraflores su despacho. La feroz herrumbre del tiempo va corroyendo poco a poco los ensueños extremistas. Nadie tomó el cielo por asalto, señora.

Entonces el agreste oficio de la política real tiene lugar en Capitolio. En la diatriba diaria. En el debate cara a cara. En el contraste de discursos.

Es una oportunidad para forjar el gran acuerdo que este país deshecho requiere y reclama. Ojalá, ojalá. Es lo que anhela Hilarión Castellá. Pero una duda abrasiva carcome sus moderados entusiasmos.

—¿Y si el gobierno ya no necesita acuerdo alguno? —se pregunta con cáustica franqueza.

Los camaradas se sienten consolidados en el poder. Ya perdieron todos los escrúpulos. Fueron puestos en ese brete y dieron cara a las circunstancias. Ya saben cómo hacer con las sanciones. Poseídos de un destino manifiesto, “La revolución, camarada, la revolución”, lo que les importa es mantenerse en el poder, aunque el país se caiga a pedazos. Todas las sociedades por empobrecidas que sean (¡hasta la de Haití!) producen lo necesario para financiar al poder: oficinas, cuarteles, tribunales, en fin… Y los regímenes autoritarios de partido-Estado, que producen su propia legitimidad, suelen durar décadas. El de Cuba tiene ¡70 años! Y Venezuela produce petróleo, no caña de azúcar.

¿Acaso tienen necesidad de negociar nada? Hilarión Castellá respinga con un bufido de desaliento. Todo parece estar atado y bien atado. Militares, jueces, fiscales, gobernadores, diputados. “Perdimos muchas ocasiones”, se lamenta, y piensa en 2002, 2013, 2016, 2018, 2024. Y lo asalta la lacerante sospecha de que ya es tarde.

Entonces recuerda la sentencia lapidaria que Pedro León Zapata, el caricaturista genial, puso en boca de uno de sus desarrapados y famélicos personajes cuarenta años atrás: "La esperanza es lo último que se….. perdió".

No obstante, Hilarión Castellá da un paso al frente, y, aprehensivo, cauteloso, descreído, titubeante, escribe por fin el título del improbable artículo: Tiempos oscuros. “¡La política es una adicción! ¡La política es un vicio! Azufrado Satán de las tentaciones, espíritu maligno, ángel caído, señor de las tinieblas”. De esta guisa refunfuña el escribidor. La política, ¡ay, la política!

Pero al punto sacude la cabeza, como saliendo de un hechizo, y vuelve a hacerse la pregunta de marras: ¿Vale la pena? Entonces la literatura, como una hermosa doncella, se le ofrece, sensual y exultante. Escindido entre sus dos pasiones: el oficio de los asuntos públicos y el arte que emplea como instrumento la palabra escrita, Hilarión Castellá reincide, como todas las mañanas, en su acto reflejo: cierra esta página en blanco, las dos palabras, Tiempos oscuros, quedan allí, como dos náufragos abandonados a la buena de Dios, y abre el archivo de la novela que, sin aspavientos y sólo por placer, está componiendo. Tal vez la titule Oscurana o Nunca es tan oscura la noche. Quién sabe.

Entonces, feliz, ufano, radiante, Hilarión Castellá escribe.

*Dirigente político. Escritor.