Por Daniel Kersffeld
/ Opinión
El gobierno de Donald Trump ya lo tendría resuelto: quiere
que las naciones de América Latina y el Caribe aporten las tropas, mientras que
Estados Unidos se encargaría del financiamiento. El objetivo es acallar la
violencia que se vive en Haití, el país más pobre del hemisferio y,
eventualmente, sustentar el poder de Washington en el cada vez más convulso Mar
Caribe.
Para cumplir con esta agenda, y frente a una realidad
dominada por la violencia, el hambre y la corrupción, la Casa Blanca ya ha
iniciado conversaciones informales con miembros de la Organización de los
Estados Americanos (OEA) en la suposición de que, al tratarse de una
problemática regional, debería ser desde este organismo internacional que se
ensaye una respuesta armada responsable de combatir al crimen organizado que se
ha adueñado de la nación caribeña.
La crisis humanitaria y de seguridad que se vive en la ex colonia francesa se sentía ya durante el anterior mandato del caudillo republicano, pero se ha agravado drásticamente desde el homicidio del presidente Jovenel Moïse en 2021.
Más de 5.600 personas han sido asesinadas durante el último
año, y la Organización Internacional para las Migraciones confirma que más de
un millón de haitianos son considerados como desplazados internos, un número
que se ha triplicado desde 2023. Hoy, más de la mitad de los 12 millones de
haitianos necesitan asistencia humanitaria, en tanto que organizaciones armadas
como Viv Ansanm y Gran Grif controlan provincias enteras y la casi totalidad de
Puerto Príncipe.
Ante la gravedad inusitada que se vive en Haití,
intervinieron las Naciones Unidas a través de una Misión Multinacional de Apoyo
a la Seguridad, una propuesta con un origen extremadamente débil por la
negativa de varios gobiernos latinoamericanos a actuar en un escenario de
extrema violencia y de creciente incertidumbre. Finalmente, en junio de 2023,
Kenia aceptó liderar la operación y envió unos 500 agentes de policía a cambio
de generosos pagos provenientes de Estados Unidos, mientras que El Salvador,
Guatemala, Jamaica y Belice contribuyeron con personal de apoyo.
El involucramiento de la Casa Blanca en una misión destinada
al fracaso y que empeoró la crisis humanitaria en Haití generó un amplio
rechazo, como el evidenciado por Rusia y China en el seno del Consejo de
Seguridad de la ONU. En cambio, la actual propuesta de Trump apunta a tener un
mayor control de la situación pero desde una entidad satélite como la OEA, la
que sin embargo no cuenta con un mandato ni con atribuciones directas para
encarar una operación de esta naturaleza.
Pese a que durante semanas trascendieron los rumores de que
el gobierno analizaba algún tipo de intervención en la nación caribeña, en todo
momento se negó la posible implicación de la OEA en este proyecto. Sin embargo,
fue el propio Secretario, de Estado Marco Rubio, quien finalmente admitió las
negociaciones en curso el pasado martes durante su primer testimonio ante el
Comité de Relaciones Exteriores del Senado.
Frente a las dudas y la resistencia de algunos gobiernos a
comprometerse en una operación de este tenor, la Casa Blanca ha procurado
recordar un antecedente clave. En 1965, y con apoyo de varios mandatarios
latinoamericanos, se estableció una Fuerza Interamericana de Paz con el
despliegue de más de 1700 soldados, encabezados por un general brasileño, para
enfrentar una rebelión en República Dominicana. Sin embargo, las circunstancias
actuales en Haití son claramente distintas.
Más allá del objetivo declarado de combatir a la inseguridad,
Estados Unidos obtendría otro tipo de ganancia. Mediante esta iniciativa,
Washington volvería a situar bajo su control a la OEA luego de la elección de
sus recientes autoridades (el surinamés Albert Ramdin como Secretario General y
la colombiana Laura Gil como su adjunta) desde una amplia alianza de oposición
a Trump. Además, la aceptación por la entidad vendría atada a su futuro
financiamiento.
Por otro lado, la participación de militares provenientes de
países con gobiernos opositores, como Brasil y Colombia, junto a otros
combatientes originarios de países aliados a la Casa Blanca, como Argentina,
posibilitaría su puesta en común y de manera colaborativa frente a una enorme
tragedia humanitaria. Como contraparte militar, el Comando Sur estaría
asumiendo la conducción de una empresa que apunta a tener amplias proporciones.
Finalmente, y gracias a un conjunto de mandatarios
latinoamericanos, Estados Unidos recuperaría su dominio sobre el Mar Caribe, su
tradicional “Mare Nostrum”, en el que conviven diversas expresiones
críticas al poder hegemónico y que hoy están representadas por gobiernos como
los de Cuba, Venezuela, Colombia y México, sin mencionar además el escenario de
inseguridad desbordante en Centroamérica.
Pero el desafío planteado desde los Estados Unidos a las
naciones latinoamericanas sería complejo de resolver, no tanto por el
enfrentamiento directo contra bandas armadas y con enorme poder de fuego, sino
porque es sabido que estas organizaciones consiguen aprovisionarse de recursos
militares gracias al incesante tráfico ilegal originado en los puertos
marítimos del estado de La Florida, y que abastecen a prácticamente todo el
Caribe con armas como rifles AR-15, AK-47 y diversos tipos de pistolas.
Autoridades de la Comunidad del Caribe (CARICOM) dan cuenta
de que el 90% de las armas de fuego que se utilizan en esta región son
compradas de manera legal en los Estados Unidos a través de intermediarios, y
que luego son directamente contrabandeadas en el extranjero, con un precio
veinte veces superior, y asociadas a otros tráficos como el de drogas.
Además, el número de armas que ingresa ilegalmente ha
aumentado en los últimos años, convirtiendo al Caribe en uno de los escenarios
más peligrosos en el uso de armamento letal. De los diez países con las tasas
de homicidios más altas en todo el mundo, tres se encuentran en esta región,
claro está, exceptuando a Haití: Jamaica, Santa Lucía y las Islas Turcas y
Caicos.
El tráfico de armas constituye hoy una problemática
subestimada o directamente negada por las autoridades estadounidenses, y que
tiene impacto no sólo en Haití, sino también en otros territorios que
atraviesan una creciente espiral de violencia, como son los casos de Trinidad y
Tobago y de Jamaica (convertido además en un centro operativo para el
narcotráfico) y que se han transformado en uno de los principales problemas
para el conjunto de naciones que forman parte del CARICOM.
No es casual que, en la guerra contra las armas, las
autoridades del Caribe se cuestionen de qué lado se encuentran realmente los
Estados Unidos. El nuevo operativo de la OEA para atacar la violencia en Haití
con una violencia todavía mayor, e incentivando los flujos del contrabando de
armas, podría reactualizar y justificar, una vez más, todo tipo de dudas y
preguntas.
Tomado de Página 12 / Argentina.