Tal parece
que si la OTAN entra en una crisis estructural no será por
enfrentarse con Rusia ni por combatir a China.
La Alianza
Atlántica parece resquebrajarse por las disidencias internas, primero, ante el
giro de Washington ante Moscú y por la estrategia que seguiría Europa en la
defensa de Ucrania. Sin embargo, ahora las tensiones se han extremado con el
interés de Estados Unidos por apropiarse de Groenlandia territorio
autónomo perteneciente a un aliado incuestionable: el reino de Dinamarca.
Las intenciones del gobierno estadounidense no son nuevas: estuvieron presentes ya desde mediados del siglo XIX, y volvieron a cobrar vigencia durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Dinamarca fue sojuzgada por la Alemania nazi, y desde el Pentágono se ordenó una ocupación de hecho y la instalación de 17 bases militares en la isla. Durante la Guerra Fría la presencia estadounidense en Groenlandia se intensificó, no sólo por la movilización de personal (la base de Thule llegó a contar con más 10 mil técnicos), sino también por el establecimiento de un sistema de radares especializados en la detección temprana de misiles enviados desde la Unión Soviética.
Si en el
anterior mandato presidencial de Donald Trump las apetencias
sobre la isla volvieron a evidenciarse, en estos últimos meses se
reactualizaron ya cuando el mandatario planteó que Estados Unidos necesitaba
tomar el control de Groenlandia por “razones de seguridad nacional”.
Las tierras
raras y los diversos metales existentes en el subsuelo de la isla, junto con su
creciente peso geopolítico en el Ártico frente a la rivalidad contra China y
Rusia justificarían, incluso, una acción militar para su toma, según la
declaración presidencial que generó una alerta máxima, no sólo en Dinamarca
sino en toda Europa.
En un segundo
momento premeditado, el vicepresidente J. D. Vance viajó a la
isla y desde allí acusó al gobierno danés de descuidar la infraestructura y el
bienestar de sus comunidades. Apuntando nuevamente a la seguridad nacional, el
segundo de la Casa Blanca concluyó en que lo “importante es que Estados Unidos tome
el liderazgo en el Ártico”.
En el
gobierno centrista de la actual primera ministra Mette Frederiksen, que
lidera una amplia coalición de socialdemócratas, liberales y conservadores
moderados, hoy imperan la confusión, la desconfianza y el desconcierto. Tal
como lo expresó el anterior primer ministro Lars Lokke Rasmussen “Así no se
habla con los aliados cercanos. Y sigo considerando a Dinamarca y Estados
Unidos como aliados cercanos”.
En tanto que,
en sintonía con las directivas de la OTAN, el pasado 11 de febrero el
Forsvarets Efterretningstjeneste (FE), la agencia de inteligencia y seguridad
de Dinamarca volvió a señalar a Rusia como la principal amenaza para la
seguridad del país, pero también para la subsistencia de la Unión Europea. Una
persistente y llamativa negación de la realidad que tiende a obviar cualquier
implicación y consecuencia de la política de Washington frente a Groenlandia.
Como si se
preparada para una guerra frente a un enemigo todavía sin definición, Copenhague
procedió a la compra inmediata de equipos para monitorear infraestructuras
submarinas críticas y de varios cientos de minas navales. Inauguró una
fábrica de drones militares, expresó su interés por adquirir 21 buques de
patrullaje para su armada y cuatro buques especializados en protección
ambiental, y declaró su intensión en formar parte de la Unidad Multinacional de
la OTAN dedicada a la protección de buques cisterna. Todo ello, mientras el
gobierno anunciaba un incremento histórico de más de 7 mil millones de dólares
para equipar a las fuerzas armadas.
Una verdadera
carrera armamentista incentivada por la desesperación y por los peores
fantasmas, y que sustrae recursos a la creciente demanda social que se percibe
en el escenario danés.
Desde la
Unión Europea se ha optado por una reacción acotada y medida por la cautela, si
bien la solidaridad con Dinamarca y Groenlandia es total. Ningún gobernante
quiere tener a Trump como enemigo, y si bien el diálogo se da de manera fluida,
con contactos intensos y casi diarios, es poco lo que logra visualizarse desde
el exterior. Dentro de un paquete mínimo de medidas, hay algunas bajo análisis
como las restricciones comerciales, los aranceles e incluso las sanciones hacia
sectores específicos de la economía estadounidense.
Pero, al
menos por ahora, no existen coincidencias sobre una misma estrategia a seguir,
y tampoco hay mecanismos dentro del bloque que convoque a los países a operar
de manera unificada frente a este desafío mayúsculo. Con todo, la
identidad europea se encuentra hoy abroquelada.
Más difícil
es la situación en el interior de la OTAN ya que los gobiernos que la componen
podrían estar sujetos a solicitudes de asistencia contrapuestas tanto por parte
de Dinamarca como de Estados Unidos: cualquiera de los dos podría invocar al
famoso Artículo 5 para que el bloque actúe contra el otro. La controversia
podría causar divisiones internas y erosionar la confianza entre sus miembros,
más aún, si se toma en cuenta que el mismo país del que la OTAN ha dependido
durante los últimos 75 años, es ahora el mismo frente al que se estaría
requiriendo protección.
Ante este
inédito escenario, la principal certeza entre los mandatarios europeos es que la
apuesta de Trump por Groenlandia no tiene únicamente como objetivo a Dinamarca.
En el fondo,
se trataría de una estrategia para debilitar al extremo a la OTAN, cuyo peso
económico y militar resulta excesivo para los Estados Unidos, dispuestos hoy a
entrar en conflicto con sus históricos aliados ante una nueva estrategia global
y el rediseño de sus relaciones internacionales.
Tomado de Página
12 / Argentina. Imagen: AFP