Moisés Naím / Opinión
Los
autócratas de nuestros tiempos entienden la importancia de ser percibidos como
demócratas. Al menos al principio. Pero muy pronto sacan a relucir su
disposición a realizar las más extravagantes contorsiones para proyectar una
imagen de legitimidad democrática, al mismo tiempo que utilizan su poder para
socavar el Estado de derecho. No declaran abiertamente su intención de acabar
con la democracia, sino que la erosionan sigilosamente, día a día, semana a
semana, desmantelando aquello que fingen proteger. Se trata de dar un golpe de
Estado, pero en cámara lenta.
Dar un golpe
de Estado es tomar el poder ilegalmente, por medios violentos o
anticonstitucionales. El golpe clásico es un terremoto político, con dramáticas
escenas de tanques por las calles o aviones bombardeando el palacio
presidencial. El autogolpe, en cambio, es una variante en la que el líder
democráticamente electo usa su posición para desmantelar el orden institucional
y perpetuarse en el poder.
El más reciente autogolpe se produjo en Corea del Sur y falló. En diciembre de 2024, el presidente Yoon Suk-yeol decretó una ley marcial que concentraba todo el control del Estado en sus manos. Pero no logró obtener suficientes apoyos de militares, congresistas, jueces y de la sociedad en general. Su intento fracasó: Yoon está siendo procesado por insurrección y puede perder el cargo. En general, para un líder débil el autogolpe no da resultados. Otro ejemplo es Pedro Castillo, presidente democráticamente electo de Perú, quien en diciembre de 2022 intentó disolver el Congreso sin contar con suficiente respaldo institucional o militar. Terminó en la cárcel.
Los
autogolpes tienen éxito cuando el líder que los ejecuta lo hace desde la
fuerza. El peruano Alberto Fujimori es el ejemplo clásico: en 1992, disolvió el
Congreso y gobernó mediante decretos de emergencia con el respaldo de las
Fuerzas Armadas. El turco Recep Tayyip Erdogan ha manipulado las instituciones
y debilitado el Estado de derecho, pero se ha cuidado de ser percibido como un
dictador.
Los
autogolpes se han hecho más frecuentes. Se han dado 46 intentos de autogolpe
desde 1945, pero el dato más significativo es que un tercio de todos estos
ocurrieron en la década pasada. Otro dato alarmante es que, si bien solo la
mitad de los golpes de Estado tradicionales tienen éxito, cuatro de cada cinco
autogolpes dados por líderes democráticamente electos triunfan. Estos
interesantes hallazgos provienen de una vasta base de datos creada por los
profesores John Joseph Chin y Joe Wright.
Pero hay otro
factor que hace a los autogolpes más viables en nuestros tiempos: la
combinación tóxica de los tres grandes males de nuestra era política
—populismo, polarización y posverdad. Esta combinación P+P+P, está creando un
caldo de cultivo perfecto para que los autogolpes prosperen.
El populismo
divide la sociedad entre “el pueblo puro” y “la casta corrupta” que lo explota,
justificando así acciones extremas contra instituciones que supuestamente no
representan al “verdadero pueblo”. La polarización convierte a los adversarios
políticos en enemigos irreconciliables, erosionando la capacidad de cooperar
para defender la democracia. Y la posverdad permite que los líderes creen
narrativas alternativas que justifican sus acciones antidemocráticas y
confundan a los votantes.
Lo más
preocupante es cómo esta combinación neutraliza a los ciudadanos que
normalmente defenderían la democracia. Cuando un líder de “nuestro lado” ataca
las instituciones, tendemos a justificarlo como necesario frente a las amenazas
del otro bando. Así, los seguidores de un líder llegan a aplaudir medidas que
socavan las instituciones democráticas, convencidos de que es por un bien
mayor. Incluso ciudadanos educados y con conciencia cívica pueden terminar
apoyando un autogolpe gradual, siempre que venga de su lado.
La gran
pregunta que suscitan las estadísticas sobre el éxito de los autogolpes es si
Estados Unidos podrá esquivar esta tendencia mundial. Más precisamente cabe
preguntarse si Donald Trump ya está deliberadamente socavando la democracia
estadounidense. ¿Fueron los eventos del 6 de enero de 2021 en el Capitolio un
ensayo general o un acto fallido que no se repetirá? ¿Es indetenible el masivo
desmantelamiento de instituciones fundamentales que están llevando a cabo los
equipos liderados por Trump y Elon Musk? ¿Cuán reversibles son estos cambios?
En teoría, la
democracia debe funcionar de manera que se protejan los derechos civiles y
políticos que suelen ser conculcados cuando el poder ejecutivo actúa con un
insaciable apetito de poder. La constitución, las leyes y los precedentes
desempeñan un papel fundamental en impedir que alguno de los tres poderes
concentre el poder absoluto.
Estas ideas,
normas e instituciones están siendo sometidas a feroces pruebas. La democracia
no es solo lo que ocurre el día de las elecciones, sino también lo que sucede
durante los años de un periodo presidencial. Y es precisamente en esos
intervalos cuando los autogolpes comienzan a gestarse, apoyados por ciudadanos
que, cegados por la polarización, el populismo y la posverdad, aplauden la
erosión de la democracia siempre que venga de su lado.