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03 marzo, 2025

LA MARSELLESA Y ALGUNOS “HIJOS” DE LA REVOLUCIÓN

 

Por Ricardo Emilio Quero* / Especial para Entre Todos D.

    Es probable que a mucha gente de nuestro tiempo no le suene el nombre del barón Fréderick de Dietrich. Francés nacido el 14 de noviembre de 1748, es incluso factible que tampoco en su época hubiese sido muy conocido fuera de su lar nativo, Estrasburgo. Vástago de una antigua y rica familia protestante cuya parentela se estableciera en aquella ciudad a mediados del siglo XVI, Dietrich sería conocido como eminente geólogo y    químico. Amigo de Antoine Lavoisier y coparticipante en los experimentos llevados a cabo por Alejandro Volta sobre el gas emanado de algunos pantanos existentes en las cercanías de Estrasburgo, en 1786 sería admitido en la Academia de Ciencias de París. Un año antes había sido designado comisario de fábricas, fundiciones y bosques del reino de Francia. Sin embargo, esta actividad científica disminuiría con la irrupción de la revolución en 1789. Al igual de una ingente legión de sus compatriotas nuestro personaje vería en aquel movimiento el comienzo de una era de fraternidad e igualdad ciudadanas…

    Sumado incondicionalmente a la causa de la revolución se convertiría en el primer alcalde de Estrasburgo ─un colega suyo, el eminente astrónomo Jean Sylvain Bailly sería a su vez el primer burgomaestre de París─. A ambos, al igual que a muchos otros adalides de la primera hora, la revolución “premiaría” sus oportunos y trascendentales servicios con una inesperada e inusual recompensa.  

         Declarada la guerra contra Austria, Hungría y Bohemia el 20 de abril de 1792, a finales de julio en Estrasburgo, zona fronteriza con el Sacro Imperio, todo es agitación y movimientos militares. Ya el 11 de ese mes los asambleístas han declarado a Francia como ‹‹una patria en peligro››.  Sería en este clima bélico cuando, el 25 de abril de 1792, Fréderic de Dietrich ofrece una comida en su casa en honor del comandante del ejército del Mosela, acantonado en ese entonces en Estrasburgo. A este agasajo asiste un capitán del ejército galo, gran aficionado a la música y cuyo nombre es Claude Joseph Rouge de Lisle ─todo indica que debió haber tenido además buena voz─.  Serían sin duda estas circunstancias las que animan al barón y alcalde a instar a de Lisle a componer un himno en honor al   batallón “Enfants de la Patrie” de aquella ciudad donde él es la primera autoridad y que se halla en expectativa de guerra.  Es ya la noche de ese 25 de abril cuando el militar y músico de despide de su circunstancial anfitrión. Al parecer en la travesía hacia su casa ─distante unas ocho cuadras de allí─ a d Lisle le habría ido dando vueltas en la cabeza aquella idea. Incluso el enérgico ‹‹¡A las armas, ciudadanos!››, que travesía hacia su casa ─distante unas ocho cuadras de allí─ a d Lisle le habría ido dando vueltas en la cabeza aquella idea. Incluso el enérgico ‹‹¡A las armas, ciudadanos!››, que asentaría en una de sus estrofas, aparecía escrito en algunos de los muros de la ciudad.

    Se asegura que la tarde del día siguiente Rouget de Isle ha culminado la obra que se había propuesto a sugerencia de de Dietrich. Todo indica que el éxito y la aceptación popular de aquel himno serían fulgurantes. Y como ha sido común en algunos hechos históricos ciertas circunstancias harían posible que aquella canción, compuesta a la carrera en una noche primaveral, adquiriera imperecedera fama universal…  

     Un impresor radicado en la ciudad, Pilippe-Jacques Dannbach, la convertirá en obra impresa, lo que facilitará su difusión. Es de suponer que muchas de tales copias llegarían a diversos lugares de Francia; uno de ellos sería la ciudad portuaria de Marsella. Allí la interpretaría un individuo llamado François Mireaur, y sería tanta su aceptación que deciden adoptarla como canción de marcha para la fuerza de voluntarios de la Guardia Nacional local. Este hecho imprevisto sería uno de los eslabones en la cadena de circunstancias que convertirían a aquel canto en una obra de fama universal.

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   Además de cálido el agosto parisino de 1792 estará desde su inicio preñado de grandes expectativas. El manifiesto del prusiano    duque de Brunswick con la amenaza de arrasar París si hacían daño a la familia real, dado el 25 de julio, había sin duda generado honda convulsión en la capital y en el sector radical de la revolución. Sin embargo, sea válida una observación: cuando en París se tiene noticia de lo expresado por Brunswick ─que se señala no sería obra suya─ ya hace días que en la ciudad se encuentra un contingente de federados marselleses que habían iniciado la ruta hacia París en los primeros días de julio. Tomando en cuenta que el 20 de junio anterior se ha asaltado Las Tullerías ─residencia real desde que el 6 de octubre de 1789 una muchedumbre obligara a la familia real a dejar Versalles para siempre─   y el único logro aparente sería obligar al soberano a ponerse el gorro frigio y a  beber a la salud de la nación, es lícito pensar que algunos líderes hubiesen pensado en un nuevo ataque al real palacio, pero ahora mejor preparado y coordinado. Esto se llevará a efecto el 10 de agosto de 1792. En íntima conexión con esto otro personaje, Charles Barbaroux, aparecerá en escena. Era este Barbaroux un promisor abogado que había visto la primera luz en Marsella en marzo de 1767; desde los propios albores de la revolución habíase sumado a esta con irrestricta pasión.

    Al parecer habría sido a pedido de  Barbaroux que Marsella envíe un contingente de unos 600 federados con destino a París. Durante la larga travesía, a intervalos, los soldados rasgarían el aire entonando la canción escrita por el capitán de Lisle.

     A finales de julio el regimiento hace su entrada en Paris. Arribarían a la ciudad entonando aquel canto marcial. Entre quienes les dan la bienvenida se encuentra Charles Barbaroux. No hay duda de que a los parisinos los cautivarían aquellas notas apenas las escucharan por primera vez. En honor del lugar de origen de aquellos soldados la llamarían La Marsellesa.  Se afirma que poco después, el 10 de agosto, sus acordes acompañarían a las fuerzas revolucionarias cuando luchaban contra la minoritaria guardia suiza que defendía Las Tulllerías y que, fiel a su juramento, estaba decidida a luchar hasta la muerte. Una de las cosas que resultaría fatal para la corona sería el asesinato, a primeras horas de la mañana de ese 10 de agosto ─con una celada en la que cayó ingenuamente─ del marqués de Mandat, comandante de las fuerzas que defendían al palacio.    

    Con la toma de Las Tullerías se ponía punto final a mil años de monarquía gala. Recluida la familia real en la fortaleza medieval de El Temple, les aguardaba un trágico destino. De esa jornada quedaría un documento histórico, la orden dada por Luis XVI para que su tropa no ofreciera resistencia a los insurrectos. Esta, que sería la última orden dada por un monarca del Antiguo Régimen, se conserva en los archivos franceses. Al parecer, por la agitación que se vivía en aquellos cruciales momentos, la guardia suiza no se habría enterado de dicho mandato.

     De aquel cataclismo que fue la Revolución Francesa no solo monarquía y nobleza tendrían un sombrío, aunque transitorio, final. El alcalde en cuyo hogar se cantaran aquellas notas por primera vez sería guillotinado el 29 de diciembre de 1793, apenas veinte meses después de la fecha en que, sin duda imbuido por la más sana y patriótica de las intenciones, sugiriera a Rouget de Isle la composición de un himno para el ejército acantonado a orillas del Rin. El mariscal Nicolás Luckner, a quien de Isle dedicara su composición, fue llevado al cadalso el 4 de enero de 1794.  El joven y talentoso Charles Barbaroux no correría con mejor suerte: sería decapitado en Burdeos el 25 de junio de 1794 cuando contaba 27 años.  Con ellos se cumplía en parte la vieja sentencia que señala que las revoluciones devoran a sus hijos y, como ocurrió con esta, a sus propios progenitores.  Con respecto a La Marsellesa, desde 1879 es oficialmente el himno nacional de Francia.  En un edificio de Estrasburgo puede verse una placa indicando el lugar donde se cantara por vez primera. Pero, irónicamente, poco faltó para que incluso su inspirado autor estuviese también en la fatídica lista precedente. Enemigo del radicalismo extremo, como muchos otros prematuros difuntos, le habría correspondido realizar el fatídico viaje en carreta con destino a la antigua plaza Luis XV a no ser por la reacción termidoriana y la caída de Robespierre que pondría    fin a la época del Terror.     

*Profesor e historiador.