Manuel
Castells* / Opinión
El problema de la izquierda, en el ámbito internacional, es
su difícil adaptación a sociedades en plena transformación en lo ecológico, en
lo tecnológico, en lo cultural y en lo político. Y se aferra a marcos mentales,
ideologías y tácticas que no conectan con la mayoría de la gente. En
particular, con los jóvenes, que siempre han sido los actores del cambio
social.
El triunfo de Trump marca un cambio de época más allá de Estados Unidos, porque en torno a su liderazgo se ha constituido un bloque histórico que incluye a la mayoría de la clase obrera blanca, Wall Street, Silicon Valley (por primera vez) y a una mayoría de hombres blancos, incluidos profesionales, que se ven cuestionados en su patriarcado y alarmados por la inmigración. Sin embargo, los demócratas siguen disputando la rotundidad de ese triunfo a pesar de que el trumpismo ha ganado el voto popular, abrumadoramente el Colegio Electoral y obtenido la mayoría en la Cámara Baja y en el Senado, además de controlar el Tribunal Supremo. Se han roto muchos mitos. Kamala Harris gastó el doble que Trump en la elección, hasta 1.500 millones de dólares en unas semanas. Las feministas se encontraron con que el derecho al aborto no importaba a la mayoría y que el 62% de las mujeres blancas no universitarias votaron por Trump.
La transformación social no se declara, se practica, ganando
la batalla de las mentes, con paciencia
El corrimiento social hacia la extrema derecha es tendencia
mundial. Fenómenos semejantes se están dando en todo el mundo, con una clase
política crecientemente deslegitimada y unas clases populares que se sienten
marginadas por los ganadores de la globalización y desconfían de las
instituciones políticas nacionales e internacionales.
Es la hora de los antisistema de extrema derecha. ¿Cómo
explicar que un tipo como Milei sea elegido con el 56% del voto? ¿O la fuerza
de un golpista como Bolsonaro, contenido a duras penas por Lula y una valiente
Corte Suprema? O lo efímero del triunfo presidencial de Boric en Chile cuando
se intentó aprobar una Constitución utópica rechazada por el 60%. Y la
hegemonía de Orbán en Hungría y de sus correligionarios en Eslovaquia y tal vez
en Rumanía. Con Meloni gobernando en Italia, Le Pen amenazando en Francia, la
extrema derecha pujante en Escandinavia y AfD pudiendo condicionar el futuro
gobierno democristiano en Alemania.
En España, Pedro Sánchez resiste porque hay una
socialdemocracia con raíces históricas, pero a su izquierda se van fragmentando
las fuerzas del cambio que persisten en afirmar valores encomiables con escaso
apoyo social por el momento mientras se pelean entre ellas. Y es que la
transformación social no se declara, se practica, ganando la batalla de las
mentes, con paciencia, hablando con los ciudadanos, interviniendo en las redes,
el espacio de comunicación de nuestro tiempo, construyendo esa hegemonía cultural
sin la cual la aceleración del cambio termina en fracaso.
Al vanguardismo progresista ha respondido una coalición anti woke que
dio la vuelta a un término que aludía al despertar de la conciencia de la
gente. Nada reemplaza políticas sociales y económicas en el interés de las
personas, auténtico sello de izquierda. Aunque si no se resuelve el problema de
la vivienda, se pierde credibilidad entre los jóvenes. Pero no basta si eso se
mezcla con una confusa revolución cultural que no conecta
con la vivencia ciudadana mayoritaria. No es solo la economía, estúpido. Es la
ideología y la ética, para volver a creer en una política que, hoy por hoy, se
percibe como un juego cínico de poder y manipulación.
Fiarlo todo al Estado es olvidar que lo público suele tener
una connotación de burocracia y corrupción. Las redes sociales no son culpables
de la derrota de la izquierda, sino la incapacidad de la izquierda de ganar en
las redes la batalla de los valores de una nueva sociedad, al tiempo que
reafirma la protección social del Estado de bienestar.
Tomado de La Vanguardia / España.