El gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez enfrenta un
panorama adverso marcado por la ruptura de alianzas con partidos tradicionales,
la ralentización de reformas clave y una ofensiva conservadora que busca frenar
los cambios prometidos. Entre escándalos internos y una oposición férrea, el
progresismo lucha por consolidarse en un país con profundas inercias políticas.
La movilización popular aparece como su única vía para avanzar frente a un
sistema diseñado para perpetuar privilegios.
Por Arleison Arcos Rivas* / Opinión
Retardatario, así es como se ha
llamado a ese proceso político en el que determinados grupos o facciones
neoconservadoras provocan un recorte de expectativas frente a las
transformaciones sociales en busca de cambio y avance en determinadas
políticas. Al primer gobierno de izquierda que tiene Colombia, no sólo le tocó
en sus primeros meses echar al trasto viejo un proceso de articulación de
coalición mayoritaria construido con la intención de sostener el ritmo de las
reformas, sino que, puesta en riesgo su gobernabilidad, ha debido redibujarse,
al tenor del realismo político nacional.
Luego de una campaña caricaturesca, cargada de falacias argumentativas y falsas noticias, un estrecho margen electoral llevó a la Casa de Nariño a un presidente marcado por su pasado guerrillero y a una mujer afrodescendiente con un notorio reconocimiento internacional, quedaron atrapados en la gobernabilidad falsamente sostenida por un aparente acuerdo con emisarios de los partidos tradicionales, que terminó por romperse, debido a su precariedad y contenido ilusorio. Posteriormente, una serie de escándalos, salidas el falso y contrariedades al interior de sus equipos, les jugaron la mala pasada de ser primerizos en el gobierno, severamente cuestionados y vapuleados por los huérfanos de poder y sus huestes reaccionarias.
En tres ocasiones ya, queda visto
que más que entendimiento programático, a los jefes de los partidos
tradicionales les interesa jugar al inveterado reparto burocrático con el que
se han distribuido desde siempre los ministerios, viceministerios, direcciones
de organismos descentralizados, cargos en el ejecutivo y embajadas. Aunque, por
muy breve tiempo, posaron como partidos de gobierno, una vez empezaron a presentarse
las reformas decididas en las urnas, el corrillo de tramadores se desvaneció,
jalando cada uno el hilo que lo lleva hasta las fastuosas oficinas gremiales y
corporativas a las que obedecen y se deben, sin duda alguna.
El marasmo provocado por tal
maniobra delusoria y artificiosa desorientó al gobierno, restando su margen de
maniobra entre las tendencias partidistas. No obstante, la sagacidad con la que
se decidió la inmediata petición de renuncias a sus correligionarios asignados
al ejecutivo, y el amplio margen negociador que deja el control del presupuesto
nacional destinado a las partidas regionales, justo cuando se discutía el plan
nacional de desarrollo, le permitió jugar en un escenario poco disciplinado,
desafecto del rigor de operar como bancadas unitarias, en el Congreso.
De ahí que incluso hoy no prospere
la convocatoria a un acuerdo nacional. Ni siquiera probando con tres ministros
del interior provenientes de las facciones liberales disidentes del empeñado
colectivo gavirista que, en una esperada convención del otrora gran Partido
Liberal, resultó nuevamente endosada al amañado y caprichoso procedimiento
controlado por el expresidente con tintes de dictadorzuelo.
Hay que decirlo con contundencia:
El poder popular en Colombia está aún lejos de edificarse, pese a los continuos
llamados que Petro hacen a las bases de los movimientos, tal como insiste
Francia con la dispar proliferación de organizaciones de afrodescendientes que,
evidente decirlo, la ha dejado desgastarse en solitario, o con muy precario
respaldo, en varias ocasiones.
El Pacto Histórico, como bloque de
poder, ha quedado desnudo. Nunca había sido gobierno, y hasta ahora no ha
podido elevarse como fuerza política con pretensiones de victoria. Costará
bastante que su debilidad pueda sostener, por sí sola, el fragoroso
enfrentamiento que representarán los últimos quince meses de gobierno, haciendo
frente a enemigos declarados que, so pretexto de “construir sobre lo
construido”, desdibujarán sin cesar los contenidos de las políticas reformistas,
seguirán persiguiendo por todos los medios las iniciativas hasta ahora
conquistadas, ralentizarán el ritmo al que pueda avanzar el gobierno en la
ejecutoria del plan nacional de desarrollo, y buscarán preservar la herencia
conservadora de “la democracia más antigua del continente”.
Afinar la tributación resultó
posible, a fuerza de no provocar necesarios desmontes de exenciones,
prerrogativas y ventajas que todavía favorece jugosos descuentos fiscales y la
descarada acumulación financiera. No sin sorpresa han pasado hasta ahora las
políticas reformadoras de de la regulación laboral, la intensificación de la
reforma rural y la distribución de tierras para el desarrollo agrario. Sin
embargo, transformar el sistema de salud todavía parece dudoso, pese a la
debacle inminente de las EPS, y se corre el peligro de que ocurra cosa igual al
intento de reestructurar el sistema nacional educativo.
El precario tiempo que queda a este
gobierno supondrá choques, bloqueos y agitaciones permanentes por parte de quienes
han acostumbrado al electorado a ver cómo se le incumplen programas de gobierno
y se perpetúan las promesas de cambios sin intención de consumarlos.
Pese a que la victoria presidencial
constituyó un fenómeno inusitado en el país, fuertemente vinculado con la
activa movilización de sectores juveniles y alternativos que sostuvieron en la
calle una firme confrontación con los organismos de seguridad estatal y los
sectores políticos y sociales más recalcitrantes, al progresismo le falta
fuerza para socavar la dinámica de poder enquistada y su tendencia a la
inmovilidad o lentitud en la prosecución de reformas, según parece replicarse
en Chile tanto como en Colombia. Ecuador, Bolivia y Perú, pese a la insistente
revuelta popular que ha logrado tumbar varios presidentes, tampoco alcanzan a
desplegar un nivel organizativo y movilizatorio de calado revolucionario y, por
lo contrario, evidencian retrocesos que están favoreciendo el retorno de las
derechas.
Si es que, finalizado el gobierno
de Gustavo
Petro y Francia
Márquez, se aspira a que los sectores alternativos puedan preservar su
intención de seguir al frente del Estado, las reformas tienen que hacerse
posibles. De ninguna manera se puede sostener la agitación popular con medidas
discretas que dejen a medio camino las demandas y reivindicaciones sociales
aplazadas por largo tiempo. Tal como quedó demostrado en los primeros siete
meses de moderación coalicionada, los partidos tradicionales no han querido ni
quieren ni querrán apostarle a desdibujar la matriz conservadora del orden
establecido por quienes aseguran a toda costa y, antes que nada, sus ganancias,
incluso en el contexto político más revuelto y descuadernado.
Seguramente por ello se arriesgan a
hilvanar planes para socavar a toda costa la autoridad presidencial, modelan
golpes de estado blando, promueven iniciativas de enjuiciamiento abiertamente
inconstitucionales, sostienen el agite inclemente de brazos armados
cooperantes, y alimentan el estado de permanente zozobra que les permita
aspirar a hacerse de nuevo con el control gubernamental.
Pese a dudar de su actual potencia,
sólo la calle podrá asegurar el mayor dinamismo reformador que pueda alcanzar
el actual gobierno. Ante la fuerza política tradicional, incapaz de mover al
país hacia las reformas requeridas, la convocatoria popular, hoy elusiva y
gelatinosa, se impone para persistir en el intento de mover el mecanismo
político. Queda por verse si en su actual desaliento puede renovarse la
capacidad de las organizaciones, colectivos, procesos sociales y movimientos
para activarse en contra del tardo rigor de corporaciones, gremios y sectores
de elite que instigan obsesivamente en su propio beneficio y se oponen con
fijación mezquina a la implementación de mutaciones y reformas.
Ante la inminencia de un nuevo proceso
electoral, habrá que calcular de nuevo el peso y la potencia autogestionaria
popular, a ver hasta dónde resiste a la voracidad retardataria que persiste en
el recorte de sus expectativas.
*Doctor en Educación. Es autor y coautor de varios libros y artículos
en torno a los estudios de la afrodescendencia. Rector de la IE Santa Fe –
Cali. Colombia.
Publicado originalmente en www.diaspora.com.co / Texto tomado de Página
12 – Argentina.