Por África González
El 15 de julio se celebran elecciones en Ruanda. Nadie duda
de que el Frente Patriótico Ruandés (FPR) obtendrá la victoria. En el idílico
país de las mil colinas, su presidente, Paul Kagamé, impone el relato tutsi
desde hace 30 años. Sin permitir voces críticas ni disidencias. La sospechosa
muerte del periodista John Williams Ntawali ha abierto la puerta a que 50
periodistas de 11 países, participantes en el proyecto Forgotten Stories, hayan
comenzado un dosier periodístico para tomar el relevo de las investigaciones
que estaba realizando el propio Williams Ntwali.
Conocimos a John Williams Ntwali en Ruanda a primeros de octubre de 2022. Desapareció tres meses después, el 18 de enero de 2023. Era periodista. Crítico con el régimen de Kagamé. Estaba investigando la presencia de tropas ruandesas en la frontera con la República Democrática del Congo. Desde MUNDO NEGRO contactamos con Ntwali para que nos acompañara en Kigali durante nuestra estancia en la capital ruandesa. Nos contó que estaba con una investigación periodística que esperaba publicar. Su osadía le costó cara. «Un accidente de moto» fue la versión oficial de su muerte, pero son muchos los colegas y activistas de derechos humanos que sospechan que fue «silenciado». Williams Ntwali era crítico con el partido en el Gobierno, el Frente Patriótico Ruandés, y su todopoderoso presidente, Paul Kagamé. Dirigía el periódico independiente The Chronicles y presentaba también el canal de noticias Pax TV-Ireme, en YouTube.
El 18 de enero de 2023, tres meses después de conocerle,
llegó la noticia a la redacción de MUNDO NEGRO de que John Williams había
fallecido de una manera extraña. La prensa ruandesa afirmaba que había muerto
en un accidente de moto, al ser embestido por un coche que circulaba a gran
velocidad por las calles de Kigali. The Guardian titulaba: “La
sospechosa muerte de un periodista ruandés exige una investigación”. En
el cuerpo de la noticia afirmaba: «Según un comité del Senado de los Estados
Unidos, había sido “silenciado”». Varias organizaciones de derechos humanos,
como Amnistía Internacional y el Comité para la Protección de los Periodistas,
con sede en Nueva York, pidieron una investigación independiente porque «dos
semanas después del supuesto accidente, las autoridades ruandesas no han
facilitado informe policial, el lugar exacto del presunto accidente, ninguna
foto, ninguna prueba fotográfica o vídeo, ninguna información detallada sobre
las demás personas implicadas en el accidente».
El pasado 31 de mayo, el diario digital Cambio
16 publicaba un artículo revelador. En él, la periodista Cecilia
Pachano aseguraba: «En Kigali, el mero susurro de su nombre o la mención de su
muerte congela las conversaciones. Ntwali, en una cruel ironía, había
investigado accidentes de tráfico sospechosos. Entre ellas, la muerte de
Assinapol Rwigara en 2015, un antiguo financiador del FPR. Su tenacidad la pagó
con una detención de 13 días. Poco antes de su muerte, indagó otro accidente
dudoso, convencido de que era una farsa y que las amenazas de los servicios de inteligencia
se materializarían: “Te vamos a atropellar cuando vayas en moto”, le habían
advertido». Y la amenaza se cumplió.
Un año y medio después de su trágico final, se ha creado el
proyecto Rwanda Classified, promovido por la organización Forbidden
Stories y liderado por 50 periodistas de 11 países. El objetivo es continuar la
labor de Ntwali y desentrañar la verdad sobre los ataques a la libertad de
expresión que lleva décadas cometiendo el régimen de Kagamé, que no admite
críticas ni oposición. En el proyecto se afirma que «Forbidden Stories y sus
colaboradores examinaron las inquietantes circunstancias de la muerte del
periodista ruandés John Williams Ntwali, y prosiguieron la investigación que
puso al periodista en el punto de mira de las autoridades. Desde los intentos
de asesinato y las muertes sospechosas hasta la intimidación y el uso de
tecnologías de vigilancia incluso contra miembros del partido gobernante,
nuestra investigación revela cómo el Gobierno ruandés se propone silenciar a
los críticos dentro y fuera del país».
En su cuenta de X (antes Twitter), Ntwali se definía como
«activista de los derechos humanos, consultor y editor. Creo en un cambio a
mejor, creo en la igualdad, en los derechos y la paz para todos».
Este «para todos» tiene una importancia vital en un país
donde solo existe un relato único. El impuesto por Paul Kagamé, el líder indiscutible
desde el fin del genocidio que ha jugado muy sabiamente la baza del victimismo.
Se ha beneficiado del sentimiento de culpabilidad de un Occidente que no supo o
no quiso actuar a tiempo, de unas Naciones Unidas y una Francia que prefirieron
permanecer ciegas a los preparativos del genocidio de abril de 1994, en el que
fueron asesinados 800.000 tutsis y hutus moderados.
Es claro ver este relato unidireccional tras salir del
memorial del genocidio de Kigali, donde te cuentan esa historia desde una mirada
única: la tutsi. El relato subraya que el gran liberador del horror fue el FPR
y su todopoderoso Paul Kagamé.
Desde julio de 1994, tras su llegada como libertador a
Kigali, ha ejercido un control absoluto de lo que se debe y no se debe decir
–tras el genocidio, Pasteur Bizimungu asumió la presidencia del país, y en el
año 2000 se le obligó a dimitir. Desde entonces, Kagamé ocupa la presidencia
del país–. No admite críticas ni investigaciones que cuestionen al FPR (en el
momento del genocidio, Ejército Patriótico Ruandés). Aquel que osa abrir la
boca desaparece sospechosamente.
En estos 30 años, Kagamé ha conseguido imponer su relato
sobre lo sucedido, no permitiendo que se publique, se juzgue o se saquen a la
luz las barbaridades cometidas por el FPR los años posteriores al genocidio,
antes de que estallara la guerra de liberación en la República Democrática del
Congo liderada por Laurent Desiré Kabila, que entró en la capital congoleña,
Kinshasa, en julio de 1997, apoyado por Ruanda y Uganda. ¿Casualidad? No, en
política nada lo es. Las piezas del puzle encajan 27 años después del asalto al
poder de Kinshasa por parte de Kabila.
Ruanda, sin contar con minas en su territorio, aparece hoy
como un país exportador de minerales como cobalto, coltán, casiterita, oro y
diamantes. La mayor reserva del primero, un mineral estratégico en la
transición energética, se encuentra en la República Democrática del Congo. Un
ejemplo de su impacto se vio con claridad en el cambio de siglo. La II Guerra
de Congo (1998-2003) paralizó la salida de los móviles de segunda generación.
Dos décadas después, más de 120 grupos armados –hay numerosos indicios de que
uno de ellos, el M23 está apoyado por Ruanda– mantienen abierto un conflicto en
el este de la RDC con la extracción de las materias primas como telón de fondo.
El comercio ilegal de casiterita proporciona a los grupos
armados unos 85 millones de dólares anuales. Con ese dinero, las milicias
adquieren armas para seguir controlando las minas, ejercer su poder sobre las
mismas y seguir cometiendo todo tipo de tropelías. Un círculo vicioso que se
sustenta gracias a la complicidad y apoyo de Ruanda, puesto que el país vecino
es el que se encarga de trasladar los minerales a través de los puertos de
Mombasa (Kenia) y Dar es Salam (Tanzania) a los compradores internacionales,
mayoritariamente mercados asiáticos donde los minerales se procesan.
Pero esta verdad documentada no puede ser contada
abiertamente en Ruanda. El que se atreva a acusarle a él o a miembros del FPR
de lucrarse de los minerales congoleños puede poner en riesgo su vida. O de
cualquier otra cosa que cuestione la versión oficial. En enero de 2014, el
exjefe de la inteligencia ruandesa, Patrick Karegeya, fue encontrado muerto en
Johannesburgo (Sudáfrica), donde estaba exiliado. Karegeya había señalado a
Kagamé de estar detrás del derribo del avión en el que viajaban los presidentes
ruandés y burundés, Juvenal Habyarimana y Ciyprien Ntaryamira, ambos hutus,
considerado como el detonante del genocidio. No era el único que defendía esta
tesis: también un informe del juez francés Bruguière llegaba a las mismas
conclusiones.
Un país contradictorio
Paul Kagamé es, sin embargo, gracias a algunas agencias de
marketing y relaciones públicas potentes como Chelgate, el artífice del «gran
milagro ruandés», de esa Ruanda «de revista» que uno ve cuando aterriza en
Kigali: calles limpias, avenidas con cuidados con esmero, guardias que regulan
el tráfico, centros comerciales, hoteles y restaurantes de lujo. Está prohibida
la mendicidad y también andar descalzo por la ciudad. El orden es importante
para dar una imagen de modernidad, prosperidad y crecimiento económico.
El objetivo es trasladar la imagen de una nación moderna, pulcra y tecnológica
que ha apostado por convertirse en un país de ingresos medios para 2035 y que
cuenta con un crecimiento económico de un 8,2% anual, aunque la mitad de su PIB
lo consiga gracias a los donantes internacionales.
La política y activista Victoire Ngambire, que se atrevió a
cuestionar el relato oficial del genocidio, señalando que dos pueblos, hutus y
tutsis, fueron víctimas de aquella tragedia, fue detenida en octubre de 2010 y
hoy vive en régimen de vigilancia en Kigali después de ocho años en prisión,
cinco de ellos en régimen de completo aislamiento. Porque en Ruanda no se puede
hablar de hutus y tutsis. Al hacerlo, te pueden tachar de «divisionista» o de
«negacionista» del genocidio. «Ahora todos somos ruandeses», te dicen cuando
intentas preguntar sobre el asunto, pero en sus miradas se intuye que no se
sienten libres para hablar y que los programas gubernamentales para reescribir
la historia, llamados de Educación para la Paz y la Reconciliación, han surgido
su efecto. Además de infundir pánico en la población, han borrado las matanzas,
violaciones y graves atropellos que cometieron los soldados del FPR en los
campos de refugiados –instalados en la RDC– a los que huyeron más de dos
millones de hutus tras el genocidio. También se habla de más de 50.000 muertos
cometidos por las tropas de Kagamé en su camino hacia Kigali. Nunca fueron
juzgados altos mandos del FPR en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda,
con sede en Arusha.
En 2008 un grupo de juristas españoles y varias asociaciones
de defensa de los derechos humanos, entre ellas la Federación de Comités de
Solidaridad con África Negra abrieron una querella criminal contra 40
altos mandos del FPR. La diplomacia española envío el dosier a los propios
verdugos. Dos años después, el informe Mapping, elaborado por
Naciones Unidas en 2010, también recogió los crímenes cometidos, con nombre y
apellidos, por los mismos miembros del FPR. Pero, a pesar de pruebas tan serias
y fundadas, nadie osa sacarle los colores a Kagamé ni dentro ni fuera del país.
Una secuencia trágica
John Williams Ntwali es el último, aunque le preceden
multitud de personas de paz, hombres de Iglesia, que alzaron la voz para denunciar
las injusticias, la violencia y las barbaridades cometidas en territorio
congoleño. Solo hay que recordar algunas palabras de Mons. Christophe
Munziriwa, obispo de Bukavu, asesinado de un tiro en la cabeza el 29 de octubre
de 1996. Denunció, por ejemplo, la falta de seguridad de los hutus ruandeses
refugiados en la vecina RDC a los que la comunidad internacional, con ACNUR a
la cabeza, querían devolver a su país. En enero de 1995, se dirigió a las
Iglesias europeas: «La casi totalidad de los prófugos quieren volver, pero no
pueden: no se dan las condiciones necesarias para hacerlo. Tienen miedo a ser
encarcelados simplemente porque alguien los acusa de algo no probado; tienen
miedo a ser asesinados por querer recuperar aquellos bienes que dejaron. Según
fuentes fiables que viven en Ruanda, las matanzas continúan y van en aumento.
En Ruanda son asesinadas entre cinco y diez mil personas al mes» [el
desmantelamiento de los campos de refugiados de ruandeses hutus en la RDC se
cobró la vida de miles de personas. Algunas estimaciones elevan la cifra hasta
las 300.000].
El 26 de octubre de 1996 insistió: «Constatamos que Ruanda y
Burundi han invadido R. D. del Congo justo después de que el Consejo de
Seguridad de la ONU hubiera levantado el embargo de armas que sufría Ruanda.
Nosotros, que somos parte de las diferentes etnias que desde siempre han
cohabitado en paz y armonía en el Kivu, nos encontramos amenazados por una
guerra que nos viene impuesta por extranjeros que han armado a unos mercenarios
para dominar nuestra región».
Tres días después, mercenarios del AFDL –grupo rebelde
contrario al régimen de Mobutu, apoyado por Ruanda y Uganda– entraron en Bukavu
y asesinaron al obispo. Su sustituto, Mons. Kataliko, heredó su valentía y
también su suerte. En una carta dirigida al episcopado de Estados Unidos,
escrita en las navidades de 1998, Mons. Kataliko afirmaba: «El régimen de
Kigali capitaliza sin parar el genocidio ruandés recordando continuamente a los
occidentales su apatía y su no intervención en ese acontecimiento». Y seguía
diciendo: «Nos preguntamos: ¿solo los vencedores pueden reclamar para sí la
calificación de víctimas de genocidio? ¿O también los vencidos pueden tener el
derecho a recurrir contra estas violaciones? ¿Hemos de esperar que la masacre
termine para que se hable de genocidio?». Más adelante advertía que «el mundo
se tapa los oídos porque una ideología más grande ha sido puesta en
circulación, frente a la que todo el resto es relativo. El genocidio se ha
convertido en “ideológico” y funciona, pues, como un cheque en blanco que la
actual Administración de Estados Unidos ha girado a Ruanda y Uganda para que
hagan todo lo que quieran a todas las comunidades de los alrededores con total
impunidad». Su denuncia le costó la vida. Se cree que fue envenenado,
aunque oficialmente murió de un ataque cardiaco.
Hoy Mons. Munziriwa es considerado un mártir y el pueblo
congoleño le venera por su compromiso por la justicia y la paz. Sus palabras
proféticas –llegó a hablar de balcanización de la zona de los Kivus para el
expolio de sus recursos– se están cumpliendo 30 años después.
Algún día habrá que hacer memoria de todos los “silenciados”,
los testigos incómodos, las voces apagadas que han denunciado violaciones de
derechos humanos y el plan de asalto a las ricas tierras congoleñas por parte
de sus vecinos. Un expolio con demasiados cómplices, entre ellos las
multinacionales que necesitan los minerales congoleños, que se ha cobrado ya
más de cinco millones de muertos. Ntwali solo es uno más en esa larga lista de
víctimas de la ambición.
En la imagen superior, el periodista John Williams Ntawali.
Fotografía: África González
Tomado de MUNDO NEGRO /
España.