Alicia Hernández - BBC News Mundo
Amalia y Charo salen cada tarde al
mismo banco para tomar el fresco y pasar el rato. Juntas suman más de 160 años
y han visto cómo su pueblo, Villoslada de Cameros, en el norte de España, se ha
ido quedando sin gente.
"El pueblo está casi
vacío", me dicen mientras, a lo lejos, se oyen los cencerros de las vacas,
el único ruido a las 6 de la tarde.
Los primeros que migraron se fueron
en los años posteriores a la Guerra Civil española, sobre todo a Chile;
después, como le pasó a Charo, a Madrid. Todos en busca de mejores
oportunidades.
Villoslada tiene poco más de 300
habitantes censados, pero su población fija suele ser de unos 200. En
invierno, apenas llegan a los 100.
Aunque en los últimos años unos nuevos vecinos le están dando más vida al pueblo: varias familias venezolanas.
Aunque puedan parecer pocos, cerca
de unos 20 en total entre niños y adultos, están revitalizando el pueblo con
negocios nuevos o retomando otros que, por falta de manos e interés, se habían
cerrado.
"Nadie se quería ocupar del
bar, pero un matrimonio [venezolano] lo tomó y lo reabrieron. Eso es lo que
interesa, que esté abierto, igual que la escuela”, explica Amalia.
De 11 alumnos que hay, cuatro
son venezolanos. “Ahora se ven a niños corriendo en la calle para arriba y
para abajo”, celebra Charo.
Villoslada es un ejemplo de las
muchas pequeñas zonas rurales de España que están tomando un nuevo impulso
gracias a la migración venezolana.
La España vaciada
Para llegar hasta Villoslada de
Cameros, este pueblito de La Rioja a 50 kilómetros de Logroño, su capital,
hace falta tomar una carretera de curvas sinuosas, jalonada por las majestuosas
montañas de la Sierra de Cebollera —cuajada de pinos, hayas y robles —, y que
atraviesa varias veces el río Iregua.
Al pueblo, de apenas un centenar de
casas de muros gruesos de piedra y techos de teja roja, se accede a través de
un puente medieval que salva el río.
Villoslada podría considerarse
parte de lo que desde hace unos años se llama “la España vaciada”, zonas
del interior del país que se han ido quedando sin gente por falta de
nacimientos y por migración a las zonas urbanas, con más posibilidades de
trabajo.
La despoblación afecta a tres de
cada cuatro municipios en el país, sobre todo a los rurales y pequeños.
Aquí apenas hay una farmacia, una
panadería y una carnicería. En alguna casa cuelga un cartel de “Hay miel” o
“Tenemos vino del año”. También muchos de “Se vende esta casa”.
Es viernes antes de la hora del
almuerzo y no vemos ni un alma en la calle. Aun así, no pasa ni una hora
antes de que los vecinos sepan que dos “forasteros” andan por el pueblo.
Pero no nos cruzaremos con nadie
hasta más tarde, cuando lleguemos a otro establecimiento que es el verdadero
corazón de Villoslada: el bar-casino regentado por venezolanos.
Del chicharrón al torrezno
Los viernes en el pueblo son de
pincho-pote, es decir, por cada bebida que se pide -el pote-, te dan una
pequeña porción de comida: el pincho.
Como los níscalos, las setas
apiñadas que crecen a montones en la sierra, así aparecen en el bar todos los
parroquianos de Villoslada que no habíamos visto hasta ahora.
Hay alboroto, calor humano, gente
que entra y sale, unos que están acodados en la barra, otros juegan dominó o
parchís en las mesas, otros más allá agarran sus vasitos de vino y se los
llevan a la terraza.
Detrás de la barra del bar, una
mujer que es un torbellino de 38 años pulcramente maquillada y peinada se mueve
de lado a lado y canta los pinchos del día, una lista que es el mejor ejemplo
de la fusión riojana-venezolana: “Mi amor, hoy tenemos oreja, pimiento
rellenos, matrimonio, hamburguesa, torrezno y arepa de reina pepiada o
carne mechada”.
Es Soraida Ledezma, quien está al
frente del bar-casino La Paz.
Llegó de Valencia, una ciudad de
casi 900 mil habitantes en la región central de Venezuela, a Villoslada en
julio de 2021, en el primer vuelo comercial que hubo desde el país caribeño
después de la pandemia. Lo hizo con su esposo, Carlos Escalona, y sus dos
niñas, de ahora 15 y 9 años.
“El impacto al principio fue de lo
más fuerte, pero nos hemos ido adaptando”, me cuenta.
Y esa adaptación de Soraida y su
familia va desde modificar el lenguaje y decir torrezno en vez de chicharrón,
hasta investigar, viajar a otros pueblitos de la zona y buscar el modo de
cocinar una pieza de cerdo para que sea más del gusto local.
Para un riojano, la comida y la
bebida, sus productos, forman parte de su esencia, así que entrar en el
estómago de Villoslada era imprescindible para esta familia venezolana.
De eso se encarga, sobre todo, la
suegra de Soraida, Nureya Rodríguez, de 66 años, quien está al frente de la
cocina con el apoyo de su esposo, Eliud Escalona (71 años) y dos chicas más,
también venezolanas, que llegaron hace poco al pueblo.
Nureya elabora todo tipo de platos
“al gusto de acá”, me cuenta entre los fogones. Pero matiza: “Les doy mi toque
especial… la sazón venezolana”.
Cuando lo dice, se lleva la mano al
corazón y se le escapan unas lágrimas.
De vuelta a la barra, Virginia
Muela, otra vecina, alaba que hayan sabido mezclar tan bien los productos, que
se integraran en la cultura del vino -primordial en la zona-, y que hayan
logrado “experimentos venezolano-riojanos que están buenísimos”.
Otro parroquiano pide un vino
blanco a la otra camarera, Patricia, cuñada de Soraida.
—¿Qué te pongo de pincho?
—Si es que todo lo que hacéis me
encanta. Mira, dame una arepa.
Este vecino, Jesús Sáenz, pero al
que todos conocen como “Coco”, va religiosamente todos los días al local.
“Este bar estaba que no había quién
lo cogiese. Gracias a ellos tenemos el colegio y el bar abierto. Pero, además,
han abierto una tienda en Torrecilla [otro pueblito muy cerca]. Hay que
darles las gracias”, añade.
Coco no es cualquier persona. Fue
el primero en recibir a los Escalona-Ledezma cuando llegaron a Villoslada.
"Llegamos en verano y aun así
teníamos frío"
"Eran las 11 de la noche,
apenas había luces en el pueblo. Mi esposa y yo nos quedamos mirando. ¿Dónde
nos hemos metido? Sentimos mucho contraste”, rememora Carlos Escalona, esposo
de Soraida.
“Y pensar que llegamos en
verano y, aun así, teníamos frío, mucho frío. Tuvimos que sacar nuestros
suéteres y veíamos a todos con sus franelitas (camisetas) de lo más
veraniegos”, añade Soraida.
En la Valencia venezolana, la
temperatura ronda siempre los 25-30 °C. En Villoslada, plena sierra, pueden
bajar hasta los -10 °C en invierno, con nieve incluida.
Cuando le pregunto por qué se
fueron de Venezuela, Carlos me dice “bueno, ya sabes, el disco rayado de todos
nosotros: la crisis económica, política, social”.
En los últimos años 7,7 millones de
venezolanos salieron del país en la que se considera la migración reciente más
grande de América Latina. En España hay censados casi 520.000 venezolanos, si
bien muchos ya tienen la nacionalidad española y cuentan como tales.
“Siempre había dicho que yo de mi
país no salgo a menos que haya una guerra o estén en peligro mis hijas y mi
esposa. Y nos tocó salir”.
La enfermedad de un miembro de la
familia precipitó todo. Tras una intervención, lograron ponerla a raya, pero el
médico les habló claro: “Si esto sale de nuevo, aquí no tienen nada que hacer”.
La crisis económica que atraviesa
el país hace que muchas infraestructuras fallen y que falten insumos incluso en
los hospitales. El gobierno de Nicolás Maduro lo atribuye a las sanciones
aplicadas por Estados Unidos, si bien la escasez se empezó a ver mucho antes de
que se aplicaran las sanciones a la industria petrolera, en 2019.
La familia malvendió todo lo que
tenía y con eso compraron los pasajes, seguros de viaje y llegaron a España con
5.000 euros (unos US$5.400).
Una familia de emprendedores
Carlos y Soraida se decantaron por
Villoslada de Cameros porque ya antes de ellos vino un primo que, precisamente,
llevaba el bar que ahora regentan.
“Hay más fuentes de trabajo en la
ciudad, pero es más cara. Y él necesitaba alguien de confianza en el bar. Luego
se fue a Ortigosa [a 15 minutos de acá] y allá se encargó de otro bar y
nosotros de éste”, explica Carlos.
También les llamó la tranquilidad
del pueblo, sobre todo por sus niñas. Eso mismo convenció a la hermana de
Carlos, Patricia, para llegar a Villoslada año y medio después con sus dos
hijos.
“Luego vinieron mis padres (Nureya
y Eliud) de visita y traté de convencerlos para que se quedasen. Cuando vieron
la tranquilidad, les encantó, y colaboran en la cocina. Y ahora, hace un año,
llegó mi hermano y, en Lumbreras de Cameros [a 7 minutos] lleva otro bar”,
explica Carlos.
Así, recalculando, solo esta
familia y sus allegados están al cargo de tres bares en la zona, y, desde hace
poco, un abasto que Carlos adquirió en Torrecilla, a 20 minutos de Villoslada,
un negocio que llevaba dos años cerrado porque el dueño se jubiló y su hijo “no
quiere pueblo”.
“Son emprendedores, muy trabajadores y se han
adaptado súper bien”, dice la vecina Virginia Muela, quien, además, tiene a
todos los niños venezolanos del pueblo en el grupo de teatro que dirige. “En
esta comunidad nos estábamos quedando casi sin chicos pequeños. Nos han dado
una alegría”, dice.
Y es una alegría mutua. Soraida
repite todo el rato que Villoslada es “un pueblito mágico”.
"Le dais alegría al
pueblo"
Una historia parecida tiene
Alexander Hernández, venezolano, nacido en Caracas y que en 2017 se fue a vivir
a Cubillo del Campo (Burgos), un pueblo donde toda su familia conforma el
20 % de la población.
Y las cuentas salen sencillas: en
el pueblo son 100 personas, ellos son 20.
Al igual que Soraida y Carlos,
Alexander (60 años) y su familia se encargan del único bar de Cubillo del
Campo, donde sirven, sobre todo, comida venezolana y hamburguesas con gran
aceptación.
“Son más fáciles los pueblos que
las ciudades (para trabajar). Casi nadie los quiere, sobre todo en
invierno. Hay muchísimos pueblos que buscan camareros. Y, a la vez,
nosotros tenemos mucha clientela porque de los alrededores vienen porque no hay
dónde más ir”, me cuenta por teléfono.
Y la respuesta que obtiene de los
vecinos, que en este caso no tienen ni siquiera una farmacia u otro negocio más
al que acudir si no es trasladándose a la ciudad de Burgos, a 20 minutos, es
muy positiva: “La gente ha sido muy abierta con nosotros. Nos dicen que qué
bueno que estemos aquí porque le hemos dado alegría al pueblo”.
Más al sur, en Sigüenza
(Guadalajara, centro de España), hay un centro de acogida de Accem, una ONG que
atiende a refugiados y solicitantes de asilo. Ahí llegan muchos venezolanos que
se quedan en el pueblo.
Como José Elio e Irene Josefina,
que son pareja. Ahora él trabaja en un programa de reparto de comida y ella ha
montado un pequeño supermercado. O Sara Jaqueline, que trabaja de cocinera.
“Es una riqueza para todos, para el
que llega y el que acoge. Acá en Guadalajara son muchos municipios pequeños los
que estamos consiguiendo una riqueza cultural. El venezolano trae desde la
gastronomía, la música… Todo. Y el que acoge también aporta muchos valores y,
al final, un pueblo ofrece una red de integración más sencilla que una
gran ciudad”, cuenta a BBC Mundo Braulio Cerlén, responsable de territorial de
Accem en Castilla La Mancha, la región en la que se ubica Sigüenza.
A ritmo de tambor y bachata
De vuelta a Villoslada de Cameros,
si los viernes lo más animado es el bar, los sábados por la tarde la cosa se
traslada a la escuela. Pero en vez de lecciones, acá lo que hoy se escucha es
puro ritmo caribeño.
Para quien visita el norte de
España pronto comprenderá que, por lo general, eso de mover la cadera y
los pies para bailar no está muy generalizado.
Por eso llama aún más la atención
la energía y el ritmo que los alumnos —o, mejor dicho, las alumnas y un
alumno—ponen para coordinarse siguiendo las indicaciones de José Gregorio
Montero, otro venezolano más que empezó dando clases de bailoterapia en
Villoslada y ahora extendió su actividad a otros dos pueblitos de la zona.
“Comencé en invierno y tratamos de
romper la idea de que en esa época nadie viene al pueblo. La cosa es que haya
diferentes actividades para hacer acá”, explica.
Mete todos los ritmos latinos que
puede, incluido el tambor venezolano, pero me señala que a la gente aquí, sobre
todo, le encanta la bachata.
“Yo no muevo la cadera como
vosotros, pero aquí estoy haciendo mi intento”, dice una de las alumnas
mientras suena una canción de Shakira y da pasos adelante y atrás.
Otra bailarina, Ana Rosa, nos dice
al terminar la clase que la actividad le despeja la mente y que “supone mucho
porque hay muy pocas actividades en el pueblo".
"Nos une a todas y al final la
música nos anima, estamos súper contentas".
Al terminar la clase, José Gregorio
tiene una sorpresa: una bandeja de dulces hechos por Priscila, su esposa, que
aporta a la economía familiar vendiendo tortas (tartas en España) y sobadas
(ponqué, bizcocho) por encargo.
A José Gregorio no le costó tanto
migrar, dice, porque esta es su segunda experiencia. Primero fue de
Venezuela a Chile y luego de Chile a España. En cambio, sí le costó
el frío, la nieve y tener que cambiar el ritmo y la intensidad de las ciudades
de América Latina a la tranquilidad y las bajas revoluciones de Villoslada.
Ahora, sonríe, se siente un español
más.
“Tengo una familia internacional.
Mi esposa y yo, venezolanos; mi primera hija, venezolana; la segunda, chilena.
Y ahora, en breve, con el favor de Dios, nacerá la tercera, que será riojana”.
"La esencia venezolana"
El plan no es regresar, sino
intentar, en la medida de lo posible, que toda la familia esté junta, incluida
la de Soraida, que está toda en Estados Unidos, junto con una hermana de
Carlos, la única del clan Escalona que no está en Villoslada.
“Ojalá pudiera estar en mi país,
pero no se puede. Y acá, no pudimos haber caído en mejor sitio, en La Rioja, en
la sierra.. de maravilla”, deja escapar Carlos, no sin un requiebro en la voz.
“Las cosas se han dado
maravillosamente. Este pueblo tiene su encanto, te atrae”, dice Soraida, esta
venezolana licenciada en Educación que tuvo que reconvertirse en la
hostelería: a pesar de no beber, aprendió de vino, y aunque ya “vivió de
todo”, mantiene la sonrisa y una actitud fuerte y valiente ante la vida.
"Si en algún momento nos toca
irnos de aquí, lo haremos de la mejor manera y nos llevaremos nuestra esencia,
el ser venezolano donde vayamos", añade.
Aquí, en la sierra Cebollera, con
temperaturas bajo cero y nieves en invierno, la vegetación tiene que ser resistente,
humilde pero fuerte. Aún así, es imposible que la belleza de sus colores pase
desapercibida.
Algo similar ocurre con quien viene
del Caribe y le toca emprender una nueva vida en medio de estas montañas.
Tomado de yahoo noticias en español. Imagen: Alicia Hernández.