Por José Luis Farías / Opinión
A riesgo de
ser acusado de repetitivo, diré de nuevo que el pueblo venezolano ha tomado dos
decisiones trascendentales que marcarán un cambio rotundo a partir del 28 de
julio: salir del peor gobierno de la historia nacional y hacerlo por la vía del
sufragio. Este momento crucial, donde la esperanza se mezcla con la
desesperación, se asemeja a las paradojas de un cuento borgiano, donde la
realidad se dobla sobre sí misma y cada posibilidad es un laberinto de espejos.
La
dirigencia opositora lo sabe. Cada factor puja por caer de pie en un nuevo
gobierno tan pronto se produzca el remezón, ansiosos por redibujar el mapa del
poder y ocupar sus posiciones en el tablero político. Pero también lo sabe el
gobierno de Maduro. Desesperado por torcer el rumbo de la historia, siembra
caos e incertidumbre, intentando perpetuar su control en una danza macabra con
la fatalidad. Es como si intentaran negar el ineludible destino inscrito en las
estrellas, con sórdidas e intrincadas tramas, donde el esfuerzo por cambiar el
destino solo confirma su inevitabilidad.
Hay, por supuesto, quienes, presumidos de analistas, hablan para atrás y para adelante soltando frases hechas vestidas de novedad: "no hay emoción electoral en la población", "las redes sociales no reflejan lo que exactamente sucede en las calles", "las encuestas reflejan confusión", "las encuestas son propaganda" e incluso sueltan expresiones apocalípticas de lo que vendrá afianzados en uno que otro chisme sobre las diferencias en el seno de la oposición o en uno que otra dato de una encuesta que nadie más ha visto. Sus razones tendrán para soltar posiciones enrevesadas y ambivalentes, más lo cierto es que el resultado está cantado: el 28 de julio será electo presidente un candidato opositor.
Esta
certidumbre se basa no solo en las encuestas, esas cifras que pueden ser tan
engañosas como los espejos de un laberinto borgiano, sino en el palpable deseo
de cambio que se siente en las calles de Caracas y más allá. Las encuestas, tan
cuestionadas y controvertidas, reflejan más que números: son un eco de la voz
del pueblo, una voz que ha sido acallada por mucho tiempo pero que ahora
resuena con una fuerza innegable.
El gobierno
de Maduro, con su insistencia en el caos, se asemeja a un personaje que, en su
desesperación por evitar su destino, lo precipitan con cada acción: multando
hoteles en actos fascistas por alojar a la señora Machado o cerrando ventas de
empanadas en una acción miserable. Así, la represión, la manipulación y el
miedo solo sirven para consolidar el deseo de cambio. En este juego de sombras
y luces, el destino parece haberse decidido ya.
La
oposición, por su parte, debe estar preparada para no solo asumir el poder,
sino para reconstruir un país fracturado. Las promesas y esperanzas deben
materializarse en acciones concretas, en políticas que rescaten a Venezuela del
abismo. Aquí yace la verdadera prueba, más allá de la victoria electoral:
demostrar que pueden transformar el sueño en realidad.
El 28 de
julio no será solo una fecha en el calendario; será un punto de inflexión, una
encrucijada donde Venezuela decidirá su futuro. Es un momento que invita a la
reflexión y al análisis profundo, para desenmarañar evocando su complejidad y
sus paradojas. Cada paso dado en este laberinto político tiene consecuencias
inesperadas, y la claridad solo se alcanza al mirar hacia atrás.
Mientras la
historia se despliega y los destinos se entrelazan, queda claro que el pueblo
venezolano está decidido a cambiar el rumbo de su país. El desafío es enorme y
las incertidumbres muchas, pero la voluntad de cambio es palpable. El desenlace
que se presenta como inevitable, está determinado por el camino recorrido que
define la verdadera naturaleza de la historia.
El Cambio
Inevitable
El cambio
será en paz. Así lo desea la abrumadora mayoría del pueblo venezolano, una
multitud cansada de promesas vacías y de un régimen que ha llevado al país al
borde del abismo. No hay fuerza suficiente para una resistencia violenta, no
importa cuánto se esfuercen en sugerir lo contrario los aduladores del Palacio
de Miraflores. El destino de Venezuela parece escrito en letras de fuego y
cualquier intento por torcerlo resulta tan ridículo como trágico.
Evadir la
propuesta del presidente Gustavo Petro para mediar en la transición es un gesto
que no sorprende. Maduro, en su habitual tono desafiador y desconectado de la
realidad, se comporta como un emperador decadente, rechazando cualquier
sugerencia de cambio o reconciliación. Tal como el monarca desnudo del cuento,
no se da cuenta de que su ropa imperial es inexistente, y que su poder se
disuelve con cada día que pasa.
Cerrar las
puertas a la observación internacional de la Unión Europea es otro acto de
autocomplacencia. Maduro y su círculo de allegados parecen creer que pueden
manejar las elecciones a su antojo, como si el mundo no estuviera observando.
Pero estos gestos de abuso de poder interno solo multiplican el gigantesco
rechazo contra su gobierno. El pueblo venezolano ha despertado de la pesadilla
y no está dispuesto a seguir soportando los caprichos de un líder que no tiene
más que ofrecer que más miseria y represión.
La ironía
en la situación es tan espesa que se puede cortar con un cuchillo. Maduro
insiste en ignorar la realidad, refugiándose en una narrativa que solo él y sus
incondicionales creen. Mientras tanto, los venezolanos, con una paciencia que
desafía toda lógica, esperan pacíficamente el cambio. Han aprendido que la
verdadera fuerza no reside en la violencia, sino en la voluntad inquebrantable
de un pueblo unido por un objetivo común: la libertad.
Maduro
parece olvidar que la historia está llena de líderes que han intentado
aferrarse al poder más allá de lo razonable, solo para terminar siendo barridos
por la marea del cambio. La negativa a aceptar observadores internacionales es
un último y patético intento por mantener una fachada de control. Pero el mundo
ya no se deja engañar por las cortinas de humo. Los ojos del planeta están
puestos en Venezuela y el juicio de la historia será implacable.
Cada gesto
autoritario, cada abuso de poder, cada negativa a abrirse al diálogo, no hace
más que acelerar el desenlace. La paz, el cambio, son inevitables. La ironía
más grande quizás reside en que, mientras Maduro se esfuerza por aparentar
fuerza, no hace más que demostrar su debilidad. El pueblo venezolano, en
cambio, ha demostrado una fortaleza admirable al insistir en una transición
pacífica y democrática.
En resumen,
el destino de Venezuela ya está decidido. Maduro puede seguir jugando a ser el
emperador, pero la realidad es implacable. El cambio será en paz porque así lo
quiere la mayoría. Y no hay fuerza capaz de detener un deseo tan poderoso y
legítimo. El pueblo venezolano merece un futuro mejor, y ese futuro está a la
vuelta de la esquina, pese a las patéticas resistencias del régimen actual. La
historia ha hablado y, a pesar de todas las ironías, la verdad y la justicia
prevalecerán.