Por José Luis Farías / Opinión
En el corazón
de la Venezuela actual, el deseo de cambio político y de un retorno a la
democracia no es simplemente una aspiración vana. Es una necesidad vital,
arraigada en el profundo sufrimiento de un pueblo sometido a la miseria, el
hambre y la represión bajo el yugo de una farsa socialista. Este régimen ha
desarraigado a un tercio de la población y ha dejado al resto luchando por
sobrevivir en un país reducido a escombros. La narrativa del discurso político
opositor, desde el extremo más radical hasta sus expresiones más moderadas, se
alimenta de una realidad pura y dura que persiste en agobiarnos en cada rincón
del país.
La oposición venezolana ha logrado mantener vivo el agravio, ese dolor colectivo que hace que el sacrificio de la lucha sea aceptable y sostenible. No se trata de una pesadilla de victimización colectiva ni de un ejercicio de masoquismo melancólico. No es una murga nutrida de sufrimiento. Es, más bien, una narrativa que se nutre de la cruda realidad: la desesperación que se siente en la calle, en el trabajo y en el hogar debido a la carencia de lo más básico para vivir.
La crisis en
Venezuela no es solo económica y política, es una crisis humanitaria sin
precedentes en la región. Esto refleja la gravedad de la situación y subraya la
necesidad urgente de un cambio.
El relato
opositor se provee de la ilusión de progreso y del sueño de regresar a un
tiempo dorado, un tiempo que, aunque nunca existió, es imaginado con nostalgia
y esperanza al compararlo con el presente. Estos elementos son los nutrientes
que inmunizan la narrativa contra la imposición de la verdad oficial del
régimen dominante. No se trata solo de argumentos; se basa en historias, miles,
millones de historias de padecimientos que hacen que esta narrativa sea
eficazmente vulnerable.
La esperanza
es el motor que mantiene viva la lucha de los venezolanos. Ella nos ayuda a que
la resignación no se apodere de la sociedad. Esta esperanza se convierte en una
herramienta poderosa, a pesar de los intentos del régimen por imponer su
versión de la verdad.
El discurso
opositor no es una simple argumentación política; es un testimonio de la
historia reciente de Venezuela, de las vivencias cotidianas de su gente. Sin
embargo, esta narrativa también tiene su lado oscuro. A veces, la obsesión con
el sufrimiento y la victimización puede volverse en contra de la racionalidad
que debería prevalecer en el momento del cambio anhelado. Este punto ha sido
subrayado por la historiadora Margarita López Maya quien advirtió: "La
oposición debe evitar caer en el juego del sufrimiento perpetuo. El cambio real
vendrá cuando la narrativa se enfoque en soluciones concretas y no solo en la
denuncia constante".
En
definitiva, la lucha de los venezolanos por un cambio político y el retorno a
la democracia está profundamente enraizada en la realidad de sus padecimientos
diarios. Esta narrativa, cargada de esperanza y sufrimiento, se nutre de una
verdad vivida que desafía la imposición del régimen. El desafío ahora es
transformar esa narrativa en una fuerza que no solo denuncie, sino que también
construya el camino hacia la recuperación y la justicia. Como diría el propio
Vargas Llosa, en palabras llenas de convicción y lucha: "El deseo de
libertad y dignidad es el motor más poderoso que tiene el ser humano, y en
Venezuela, ese deseo está más vivo que nunca".
Contra ese
deseo abrumador de cambio, poco o nada puede hacer el gobierno de Maduro para
impedir que se concrete. Esta verdad ineludible se cierne sobre el régimen como
una espada de Damocles, una amenaza constante que ellos conocen bien. En su
desesperación, deshojan la margarita de sus opciones, contemplando la
suspensión del proceso electoral como una salida a sus graves conflictos
internos, una táctica para ganar tiempo y encontrar un respiro. Sin embargo, el
avance de la decisión de un pueblo harto de tanto abuso es un tren que no
pueden detener.
Dice
Chesterton, "la verdad es una paradoja que se mantiene en pie a pesar de
las contradicciones". El régimen de Maduro se enfrenta a la paradoja de un
poder que, aunque aparentemente absoluto, es intrínsecamente frágil. El deseo
de cambio, esa fuerza elemental y visceral, es algo que trasciende la mera
política y se convierte en un imperativo moral. Los intentos de Maduro por
sofocar este deseo se asemejan a los esfuerzos de un hombre por detener una
avalancha con sus manos desnudas: fútiles, patéticos y, en última instancia,
reveladores de su propia debilidad.
El régimen,
consciente de su vulnerabilidad, ha explorado todas las estrategias posibles
para mantenerse en el poder. Desde la represión brutal hasta la manipulación
mediática, pasando por la compra de lealtades y la promulgación de leyes
draconianas. Pero, el autoritarismo siempre es efímera porque se basa en el
miedo, y el autoritarismo por más poderoso que sea tiene vida finita, y siempre
se desmoronar bajo su propio peso.
En la
Venezuela de hoy, el miedo que Maduro intenta infundir en su pueblo se ha
convertido en un combustible para la resistencia. Cada acto de represión, cada
mentira desmentida, cada abuso documentado, añade una gota más al vaso ya
colmado de la indignación popular. La decisión de suspender las elecciones
sería vista, no como un acto de fuerza, sino como la confesión de una debilidad
insostenible. Es la paradoja del autócrata que, en su afán de mantenerse en el
poder, revela su propia impotencia.
La lógica
podría aplicarse aquí para desentrañar el enigma venezolano. Si Maduro suspende
las elecciones, demuestra que teme el veredicto de su propio pueblo. Si permite
que se celebren, enfrenta la posibilidad real de una derrota que no puede
permitirse. En ambos escenarios, el régimen pierde. La paradoja es clara: el
poder absoluto es, en esencia, una ilusión frágil, sostenida solo mientras la
gente crea en ella. Una vez que esa fe se quiebra, no hay fuerza que pueda
restaurarla.
La historia
está llena de ejemplos donde regímenes aparentemente indestructibles se
desmoronan bajo el peso de su propia arrogancia. Recordemos las palabras de
Bolívar, el Libertador, cuando advirtió que "un pueblo que ama la
libertad, al final siempre prevalece". En Venezuela, ese deseo de libertad
ha alcanzado un punto de ebullición que no puede ser ignorado ni reprimido
indefinidamente.
El pueblo
venezolano, en su lucha diaria y su resistencia persistente, encarna una
verdad: la lucha por la justicia y la libertad es siempre una batalla contra
las paradojas del poder. Maduro puede intentar suspender las elecciones, puede
deshojar la margarita de sus opciones en un intento desesperado por ganar
tiempo, pero la decisión de un pueblo decidido es un río que encuentra su
cauce, a pesar de todos los obstáculos.
En el fondo,
esta es la gran lección: las paradojas del poder revelan sus límites. Y en
Venezuela, esos límites han sido alcanzados. Contra el deseo abrumador de
cambio, el gobierno de Maduro puede hacer poco o nada para impedir que se
concrete. Y en esa ineludible verdad, yace la esperanza de un futuro diferente,
uno donde el anhelo de libertad y justicia prevalezca sobre la tiranía y el
abuso. Llegó la hora. El cambio va.